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En la milenaria ciudad del Cusco, donde el tiempo se ha vuelto un arquitecto caprichoso que ha decidido que las piedras incas —esas hermosas moles de granito labrado— convivan en perpetuo diálogo con las nuevas construcciones que brotan como hongos tras la lluvia, aún persiste la ceremoniosa llamada de las viejas campanas. Desde sus altas torres coloniales lanzan al viento su tañido de bronce, compitiendo con la sinfonía urbana de pasos apresurados y el coro disonante de cláxones irritantes, que parecen haber aprendido a maldecir en todos los idiomas del mundo.
Entre estas calles —venas de piedra por donde circula la sangre mestiza de la historia— se congrega un crisol viviente de razas que danzan al son de la diversidad: rostros que guardan el secreto de los Andes por ser descendientes de quienes vieron nacer y morir imperios, junto a rostros embelesados y contemplativos, algunos de piel rosada, ojos azules y cabellos rubios, otros de ojos rasgados, y algunos más de tez morena. Todos son corazones que laten con comportamientos tan variados como las hojas de un mismo árbol que, sin embargo, comparten el aire ancestral de esta tierra que respira tradición por cada poro de sus muros milenarios.
Doña Rosa era una maestra retirada que había dedicado su vida a la enseñanza con verdadera vocación. Su mayor placer seguía siendo recibir el saludo de sus antiguos alumnos: hombres hechos y derechos que la recordaban con gratitud y la saludaban con alegría y respeto, como a una segunda madre que les había enseñado más que letras y números.
Como su humilde sueldo de cesantía no le alcanzaba, complementaba su economía preparando tamales en casa, siguiendo la vieja receta de su abuela. Le salían un bocatto di cardinale: suavecitos, esponjosos y deliciosos, de esos que perfuman la calle entera y convocan recuerdos de infancia en cada bocado.
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A pesar de que sus recursos eran exiguos, siempre tenía algo para ayudar a los pobres. No pasaba una semana sin que llevara comida a los ancianos del asilo de Santa Teresa. Así, cada domingo acudía con su canasta de delicioso contenido y, tras repartir generosamente sus viandas, se dirigía a misa, a la que asistía con el rostro resplandeciente y el alma limpia.
Todos la querían. Muchos la admiraban. Doña Rosa tenía setenta y tantos años, una vida colmada de bondad, y jamás había hecho daño a nadie. Parecía caminar envuelta en una serenidad que solo otorgan la conciencia tranquila y el corazón agradecido. Su presencia, discreta pero luminosa, era un testimonio viviente de que la santidad cotidiana aún existe.
Sin embargo, la vida, en esos enredos caprichosos que a veces tiene, hizo que un día se encontrara con Mateo, un hombre perdido en sus vicios.
El malvado hombre la interceptó poco después de pasar el arco de Santa Clara y le arrebató la canasta con los tamales junto con su cartera. Al encontrar algo de resistencia en la espantada mujer, le propinó un golpe que la lanzó contra la pared de piedra. La pobre mujer quedó inconsciente y sangrando, mientras el ladrón se alejaba caminando, con todo desparpajo, como si no hubiera hecho nada.
Mateo era un ladrón conocido, descendiente de una buena familia venida a menos, apodado el yana atocc (el zorro negro), pese a que su piel era clara; pero el apelativo no aludía al color de su piel, sino al de su alma.
Había hecho del engaño su oficio y del robo su arte. En los mercados coloridos de San Pedro, en las sombras de las calles empedradas, Mateo era temido por muchos y despreciado por todos.
No creía en nada: ni en Dios, ni en el diablo, ni en el amor, ni siquiera en el perdón.
Para él, la vida era un juego sucio, y quien no jugaba sucio, perdía. Su existencia transcurría entre borracheras y las nieblas que las drogas creaban en su mente.
Todo lo que ganaba lo gastaba en sus vicios y en mujeres de mal vivir.
Así pasaron los años: primero estafando a sus vecinos y a turistas incautos, luego vendiendo droga, cometiendo robos sacrílegos en varias iglesias. Y, mientras descendía por el espiral delincuencial, al mermar sus capacidades por su mala vida y su edad, terminó hurtando carteras, amparándose en el temor que despertaba su mala facha para ni siquiera tener que escapar raudo tras sus fechorías.
Pero siempre escapaba de las garras de la justicia.
La policía lo detenía de cuando en cuando, pero la fiscalía ordenaba que lo soltaran poco después, declarándolo inimputable. Era como una sombra odiada que merodeaba por las calles cusqueñas, cuando no estaba en orgías, fumadas o borracheras.
Pese a que conocía a doña Rosa, y ella lo conocía a él —pues en más de una ocasión había sido objeto de su caridad—, a Mateo no le importó: ella fue solo otra víctima más en su interminable lista.
Unos días después, Mateo resbaló y cayó por una escalera de piedra mientras huía tras haber robado una cámara fotográfica a un extranjero.
El auxilio no llegó pronto. La gente lo miraba tendido, mojándose cada vez más con la fría garúa y, lejos de sentir compasión, muchos se alegraban de lo que le había sucedido.
El golpe fue fuerte; parecía haberse dañado la espina dorsal, pues sus piernas no le respondían.
Lo llevaron al Hospital Lorena, donde los médicos poco pudieron hacer por él: posiblemente quedaría paralítico, si es que el traumatismo encéfalo craneano no lo mataba antes. Herido y solo, mirando el techo blanco, sintió algo que hacía años no experimentaba: miedo.
Tuvieron que sedarlo y esposarlo, porque, aun con la movilidad reducida y el cuerpo maltrecho, no dejaba de ser un hombre peligroso y agresivo, siempre dispuesto a intentar escapar.
Pese a esa actitud hostil, había una monjita que se acercaba cada día a invitarlo a orar.
Mateo, al principio, la rechazó de manera grosera, pero fue cediendo ante la paciencia y la insistencia de la buena mujer.
Poco después, simplemente se quedaba callado y la observaba, primero con furia, luego con una curiosidad que no sabía explicar.
—¿Y si Dios existe? —se preguntaba en silencio, viendo cómo la monja rezaba con un rosario entre las manos, sentada junto a su cama.
A veces también lo visitaba un sacerdote anciano: el padre Esteban, de rala barba blanca, piel cobriza y ojos profundos como pozos de sabiduría. Le hablaba con dulzura, sin juzgarlo ni condenarlo. Le decía que Dios no exigía perfección, sino un corazón abierto.
Mateo escuchaba. Sentía que las ganas de luchar se le escapaban poco a poco y, aunque no hablaba, escuchaba en silencio, con una calma extraña, resignada. Cada vez con menos movilidad, había perdido también la fuerza en los brazos.
Y entonces, un buen día, tuvo una visita que lo sorprendió inmensamente.
Doña Rosa, ya restablecida, al enterarse de que el hombre que la había atacado estaba gravemente herido, decidió visitarlo. Algunos vecinos intentaron disuadirla, alegando que no merecía compasión. Pero ella, serena, respondió:
—Yo conocí a sus padres, y él era un buen niño. También es hijo de Dios. Si puedo ayudarlo, lo haré.
Cuando entró en la sala del hospital, Mateo apenas podía abrir los ojos; su deterioro era evidente, avanzaba a ojos vistas.
Doña Rosa se acercó a él, no sin cierto temor.
—Buenos días —le dijo suavemente.
Él no la reconoció al principio y, pensando que era una enfermera, murmuró con voz seca:
—¡Agua…!
Ella tomó el vaso de latón que había en la mesa de noche, lo llenó con el mate frío que reposaba en una jarra y, con delicadeza, se lo acercó a los labios, ayudándolo a beber sorbo a sorbo.
Entonces, débil y confundido, el hombre reconoció el rostro de la que había sido su víctima. Se atragantó con la impresión. Cuando pudo recuperar el aliento, susurró, apenas audible:
—¡Perdóname, mamacha…!
Doña Rosa tomó sus manos entre las suyas y le respondió con dulce firmeza:
—Yo te perdono, hijo mío. Pero debes pedir perdón a Dios y acercarte a Él. Solo reza, reza mucho, mejórate y enmienda tu vida.
Mateo rompió en llanto.
Lloró como un niño asustado. Y siguió pidiendo perdón. Un perdón sincero, desgarrador, como el viento frío que baja del Huanacaure.
Doña Rosa le sonrió con ternura.
Ese gesto, pequeño pero inmenso, marcó un cambio definitivo en el alma de Mateo.
Esa misma tarde pidió que llamaran al sacerdote.
Al verlo llegar, le dijo:
—Padre… perdóneme. Fui un mal hombre.
—No es a mí a quien debes pedir perdón, sino al Señor. Yo te voy a ayudar, hijo. Vamos a orar juntos —le respondió el padre Esteban.
—Padre… yo quería cambiar… pero nunca encontré el momento.
El sacerdote lo miró con compasión y le dijo:
—No hay momentos perfectos, hijo. Solo hay arrepentimiento verdadero. Y el tuyo parece serlo.
Luego, el padre Esteban lo guió en una hermosa oración, lo reconcilió con el Señor y le impartió la bendición.
Mateo, entonces, durmió. Durmió apaciblemente, con una paz que nunca antes había conocido. Y aunque ya agonizaba, fue feliz.
Al anochecer, cerró los ojos para siempre. En paz. Sin ruido. Como una hoja que cae.
Horas más tarde, encontraron a doña Rosa también dormida, con el rostro sereno, una tenue sonrisa en los labios y su gastado rosario entre las manos.
La buena señora había partido dulcemente a su encuentro con el Divino Hacedor, como si hubiera estado esperando ese momento, en silencio y oración.
La ciudad entera la lloró. Su funeral fue muy concurrido y lleno de hermosos arreglos florales: maestros, antiguos alumnos, vecinos y desconocidos acudieron a despedirla, todos conmovidos por la grandeza silenciosa de su vida.
Mateo, en cambio, fue declarado NN y enterrado en una tumba sin nombre, sin flores ni palabras, solo con la presencia obligada de los panteoneros. Pero quizá, en algún rincón del cielo, su alma ya no era la del ladrón, sino la del hijo pródigo que regresó a casa.
En el cielo, según cuentan los ángeles y los santos, aquel día se abrieron las puertas con una majestad serena, y un grupo de almas se acercó a ellas. Entre esas almas estaban Mateo y doña Rosa.
Mateo vio cómo doña Rosa entraba como una reina. El mismísimo Jesús, rodeado de un halo resplandeciente, salió a recibirla y, ofreciéndole el brazo, la condujo adentro. Su vida había sido un templo de virtud, un jardín florecido de generosidad. Los ángeles la recibieron con cánticos celestiales, las flores del Edén se inclinaron ante su paso. Allí, tomó su lugar entre los justos: aquellos que sembraron bien y cosecharon gloria.
Mateo, en cambio, dudó, mientras esperaba su turno. Se preguntó: ¿a él también lo recibirían así?
No fue así. Fue recibido con amabilidad, sin reproches, pero no entró directamente al Paraíso.
Una luz suave lo envolvió y lo condujo a otro lugar: el Purgatorio.
Allí, entre montañas limpias por el viento y valles iluminados por la luz del remordimiento, comenzó su purificación.
No fue castigo, sino medicina. Cada pecado cometido fue revisado, comprendido, llorado y expiado. Mateo recordó, sufrió lo indecible, y se arrepintió sinceramente de cada uno de sus crímenes.
Aprendió lo que significaba amar de verdad, lo que dolía herir al prójimo, y cómo el arrepentimiento, aunque tardío, aún podía abrir puertas.
Durante largo tiempo, Mateo trabajó en silencio, ayudando a otros espíritus a sanar. Y poco a poco, sus manos —antes manchadas de engaño— se llenaron de gestos de reparación, de actos de bien.
Comprendió, al fin, que no basta con arrepentirse: hay que aprender, transformarse, reparar.
Y así, con humildad y paciencia, se preparó para el día en que, purificado por el amor y el dolor, también pudiera cruzar las puertas del Paraíso.
Reflexión de Mons. Santos Doroteo Borda López – Vicario de Abancay
El ser humano, creado por amor y para vivir amando, en el misterio de su existencia, por los avatares de la vida, puede equivocarse y volverse malvado, ya sea por culpa propia, por la escasa o nula educación recibida en casa, o por los ejemplos poco edificantes de los demás.
Todos somos capaces de cometer los peores errores y desgracias, como cualquier hombre, hijo de Adán.
Sin embargo, en lo más profundo de nuestro ser —como una joya que cae en el barro o en el excremento—, si se limpia y purifica, puede recuperar su resplandor original…
En este sentido, mientras estemos vivos en este mundo, podemos cambiar y recuperarnos, hasta volver a lo que somos: a como el Padre Dios nos proyectó al crearnos.
Como el hijo pródigo, Mateo tuvo la oportunidad de volver a casa y ser recibido en la Casa del Padre. Eso sí, antes de hacerlo plenamente, tuvo que reparar sus yerros.
Nunca podemos decir que ya no hay solución para ser buenos.
A pesar de lo que somos, podemos llegar a ser lo que Dios quiere que seamos.