Una invitación inesperada, más aún de alguien a quien no hemos visto en años, nos llena de júbilo y expectativas, incluso de renovada vitalidad; con mayor razón si esta le llega a un hombre que, como yo, había entrado de lleno en la ancianidad y llevaba una vida monótona y reposada. Vivía retirado y solo, después de haber ejercido la medicina por más de cincuenta años, con mis queridos libros por toda compañía y al cuidado de un pequeño jardín por el que llegué a sentir cierto cariño; cosas de la soledad, supongo. Así que fue grande mi alegría cuando sucedió.
Conocí a Simón cuando hice el servicio militar obligatorio en la Unidad de Infantería del Ejército, en mi primera juventud, ahí fue que nos unió una entrañable amistad. Me ganó su carácter alegre y extrovertido y cierta manía por la broma que sacó de quicio a más de un compañero en aquel año, y supongo que le gustó la facilidad con que yo soltaba la carcajada por cuanta ocurrencia salía de su cabeza. Nos hicimos inseparables. Pero el tiempo pasó rápido, el servicio llegó a su fin y hubo que despedirse. Tras doce meses de rudo entrenamiento, con un firme apretón de manos, nos separamos dejando en claro que nos veríamos pronto; sin embargo, esto nunca ocurrió. Sesenta años después, un bisnieto mío, Mateo, había hecho amistad con una bisnieta suya, Emilia, a través de esa intrincada cosa que son las redes sociales, lo que los llevó a descubrir que sus bisabuelos habían estado muy unidos en su juventud; y como es lógico y nada difícil hoy en día, nos pusieron en contacto de inmediato.
La foto de Simón que vi en el teléfono de Mateo me hizo reflexionar, con bastante pesimismo, acerca del paso del tiempo, la fugacidad de la vida y otros depresivos de este tipo. Lo hubiera reconocido de inmediato si nos hubiésemos cruzado en la calle, no tengo duda, pero habían pasado seis décadas; “ya no será el mismo”, pensaba, “yo no lo soy”, “quizá ni siquiera me recuerde…” Apenas unas horas después vería que estaba muy equivocado.
—Vamos, vente al valle por unos días, promoción —dijo al teléfono luego de los saludos y cuando cada quién había contado algo de su vida reciente. Cierto cansancio en su voz me causó una ligera aprensión— yo no puedo ir para allá por problemas del corazón… me enamoro con facilidad en las alturas, ¡jaja!
—Tú no cambias, promoción —respondí, riendo a mi vez—. Ya te dije, soy un viejo que no tiene a quién rendirle cuenta de sus actos; mañana mismo estaré ahí —Cuando colgué batí el bastón en el aire, eufórico, como un escolar que se va de vacaciones, y corrí (es un decir), a preparar mi maleta.
Emilia me llamó minutos más tarde para darme las indicaciones necesarias. Parecía más emocionada que yo.
—Hola, doctor Carlos —dijo como si me conociera de toda la vida —. Es muy sencillo, ¿okis? Solo tiene que tomar el bus que sale a las seis de la mañana, llegará a medio día.
—Está bien, y…
—Lo llevará hasta la misma plaza del pueblo. De ahí tiene que caminar unos veinte minutos.
—Muy bien, y…
—El abu Simón estará ahí.
—De acuerdo.
—También Anselmo, para ayudar con el equipaje.
—Perfecto, gracias.
Mi forma de enfrentar la vejez, y la proximidad de la muerte, ha cambiado de manera radical desde aquel día. Parado en la estación a las cinco de la mañana, temblando de frío, ajeno al dramático evento que estaba por vivir y que cambiaría mi vida por completo, me reconvenía por no haberlo buscado en tantos años, en estos tiempos en que esos benditos teléfonos encuentran a cualquiera, y buscaba consolarme pensando que el destino nos había regalado un poco de tiempo, después de todo.
“¡Tan cerca, por Dios!”, pensé cuando el bus se detuvo junto a la plaza. El viaje me pareció corto porque dormí por trechos, de modo que el cambio de paisaje no fue gradual sino brusco y sorpresivo. Había pasado de una ciudad grande, populosa y atacada de polución, a un pintoresco pueblecito de no más de veinte casas, rodeado de cerros y campos de cultivo. Miré el cielo, encandilado por la belleza del azul, respiré varias veces saboreando el aire limpio y me sentí rejuvenecer.
—Doctor Carlos, buen día —me saludó un hombre de unos cuarenta años, bajito y delgado, de piel oscura. Hablaba con el sombrero en la mano y era en extremo cortés.
—Buenos días, usted…
—Soy Anselmo, doctor; mucho gusto, bienvenido.
—Oh, Anselmo, encantado —respondí mientras estrechaba su mano.
—Dice mi padrino don Simón que le disculpe usted, ha tenido una urgencia, pero en nada llega.
—Entiendo.
—Mientras podemos ir avanzando —dijo levantando mi maleta—. La casa está cerquita nomás, quince minutos será.
Me colgué el bastón del antebrazo y emprendimos la marcha. Al rato, un alegre riachuelo se nos unió por algunos minutos, hasta que dimos con el puente que lo cruza y que da acceso a un sendero que se pierde culebreando entre las chacras rumbo a la casa. El sol del mediodía lo inundaba todo, los distintos colores de los sembríos deleitaban mis ojos, el viento refrescaba mi rostro y la sinfonía de la naturaleza, esa algazara laberíntica propia del campo, embelesaba mis oídos. Caminar rodeado de tanta belleza me puso en éxtasis.
—¡Esto es el paraíso! —dije exultante, levantando los brazos.
—Sí, eso mismo dice mi padrino —suspiró él, mirando el horizonte—. Por eso no se fue. Cuando murió mi madrina se lo quisieron llevar, pero no se fue —me miró con los ojos algo húmedos y concluyó—. Él nunca se va a ir.
Esta última frase la dijo con un tono de triste solemnidad que me conmovió. Y la aprensión volvió a mi pecho, intensa.
—Esa urgencia, ¿no será grave, Anselmo? —pregunté, aparentando simple curiosidad.
—No, no. Estamos haciendo un trabajito en la casa y el material no llega, se ha ido a las canteras a reclamar, él mismito. Estaba rabiando por no recibirlo a usted —sacudiendo una mano en el aire concluyó—; ahorita les estará dando la carajeada de su vida.
—A veces las cosas las tiene que hacer uno mismo, Anselmo —dije aliviado.
—Si el cochero no arrea, el caballo no tira, doctor.
Entonces vi la casa, algo apartada del camino; dos plantas con un techo a dos aguas cubierto de tejas; rodeada de árboles y pasto silvestre. Si una espiral de humo hubiese estado saliendo por algún lado, habría estado perfecta para una postal.
—Su casa, doctor —dijo Anselmo cuando estuvimos dentro.
Es una sala pequeña, junto a un comedor pequeño con una ventana que da al jardín trasero y del que asciende una escalera, con barandas a los costados, hacia la segunda planta; a un lado hay una puerta por la que se ve la cocina y al otro una que da al baño. Casi todo es de madera, piedra y cuero. No había estado en un ambiente tan acogedor en toda mi vida. Pensé en las largas conversaciones que tendríamos en este maravilloso lugar y suspiré feliz.
—Vaya, Anselmo —dije conmovido—, esto es tan cálido…
—Mi padrino debe estar al llegar, doctor —dijo alcanzándome un vaso—; sírvase. Yo debo volver al trabajo, si me dispensa usted.
Cuando estuve solo me acerqué a la ventana, miré el jardín y quedé estupefacto. Una profusión maravillosa de plantas de todo tipo, algunas desconocidas, me sedujo al instante. Recordé haber visto una reja de fierro junto a la entrada, hacia allá me dirigí y entré en unos treinta metros cuadrados de naturaleza exuberante, en un simpático desorden que me enamoró el alma.
Estaba admirando la frondosidad de un helecho que se agitaba con el viento, cuando de pronto se quedó quieto; entonces las aves dejaron de trinar, el viento de soplar, las hojas de los árboles de moverse, el mundo, o quizá el universo entero, enmudeció. El silencio, sin ser desagradable, era opresivo, al punto que me costaba un poco respirar. Miré para todos lados preguntándome si no sería un sueño; entonces lo vi. Estaba parado en medio de dos árboles en el fondo del jardín, riendo a carcajadas; no es que lo escuchara, más bien resonaba como un eco en mi interior. Hice el ademán de acercarme, pero él caminó hacia el lado de la casa y se perdió tras un ciprés. Me acerqué buscándolo, mirando aquí y allá; no lo encontré y me sobrecogió un escalofrío, no había salida por ahí. Caminé hacia la reja mirando a lo alto de los árboles, deseando que se volvieran a mover. Una sombra en la ventana llamó mi atención, miré y ahí estaba, dentro de la casa. Abandoné el jardín y entré en la sala. Estaba parado junto a la escalera, la risa sacudía su cuerpo, sus blandos mofletes arrugados y le hacía flexionar un poco el torso. Quise acercarme otra vez, él volvió a caminar y entró en la cocina; entonces, como si ya supiera cuál era el juego, miré a la ventana, y sí, ahí estaba, otra vez afuera; levantó la mano y con una gran sonrisa me hizo adiós, luego caminó y salió de mi vista. Una conmoción fue creciendo en mi interior a medida que el jardín regresaba a la vida y mis oídos volvían a escuchar; entonces grité:
—¡Simón! —y corrí (esta vez sí que corrí) fuera de la casa y tomé el sendero a todo lo que daban mis fuerzas, resoplando una y otra vez:
—¡Simón!, ¡Simón!, ¡Simón…!
Cuando dejé el sendero pude ver que Anselmo venía hacia mí. Nos detuvimos en medio del puente; yo angustiado y presa de la agitación, y él como cansado, mirándome en silencio.
—¡Simón! —dije con un gemido insonoro.
Anselmo se quitó el sombrero y bajó los ojos. Si la tristeza, esa que desgarra, que aniquila, pudiera pintarse, el rostro de ese hombre habría sido esa pintura.
Emilia me contó que esa misma mañana, Simón le dijo que pensaba invitarme a permanecer en la casa todo lo que quisiera. Sus padres reiteraron la invitación.
Y así vivo ahora, en el campo; ocupado, distraído y feliz, esperando mi turno con paciencia.
Fin