Cuando vienen las lluvias, también se carga el rio de Lambrama. En los estrechos y las cascadas salta rugiendo como un león. Solo llegando a los rellanos de Matará, por pocos metros, descansa un poquito, para seguir con su loca carrera.
En miles de años, el río de Lambrama ha ido abriéndose paso por entre las montañas. Aquellos cerros, adustos e inmóviles, son testigos mudos de la ferocidad de esas aguas.
Una tarde, después de una Misa en Caype (que por cierto es una gran reliquia de arte, de arquitectura, de fe y de historia, diría que es la única en su género dentro de la provincia de Abancay), volvía a casa. Y llegando a Matará, me apeé a las orillas del río, para contemplarlo de cerquita y respirar aire fresco.
Ya había empezado el tiempo de lluvias y la naturaleza se había rejuvenecido. Las montañas estaban ataviadas de muchos verdes. Los patis y los demás árboles que estaban grises y resecos ya crecían soberbios; el potencial de vida inmanente a sus seres había emergido una vez más…
Una piedra plana me sirvió de asiento. Las aguas me salpicaban a los pies; mientras un viento suave bañaba mi rostro y jugaba con mis cabellos. ¡Qué gratos momentos, únicos, entrañables!
Ahí, ubicado en las mismas entrañas de los Andes, en medio de sus arrugas, sus sobresalientes y sus mil recovecos, me venían sin fin de cuestionamientos: ¿Qué o quién soy? ¿Qué hago en este mundo? ¿Por qué el río, por qué las nubes, los árboles, los cerros y ese cielo azul? ¿Qué es esto que contemplan mis ojos? ¿Qué hace que yo exista? ¿Por qué soy yo, con mi manera de ser, con mis manías y mis costumbres; con mis berrinches y mis circunstancias?
En eso, mis ojos se toparon con un sisi (hormiga). El pobrecillo estaba atrapado en una pequeña roca que sobresalía de las aguas. Si decidía salir, la corriente se lo llevaría; pero si se quedaba ahí, morirá de inanición…
Lo estuve mirando como media hora. El sisi estaba desesperado en busca de libertad.
—¡Ey, sisi! ¿desde cuándo estás apresado? —No hallé respuesta, como es evidente.
El sisi me dio pena… Me pregunté de si su existencia, mi existencia y la existencia de cuanto me rodea tiene sentido o tal vez el mundo universo es producto del azar, de la pura casualidad y de una evolución caótica…, pero también el cierto que el cosmos está gobernado por leyes y axiomas universales y lo único que hacemos los humanos es descubrirlos y descifrarlos…; y que ese ejercicio intelectual se llama ciencia, el conocimiento cierto de las cosas por sus causas.
En eso, tomé un palillo fino y ayudé a escapar al sisi. Él se trepó y lo llevé a tierra firme…
—¡Que sigas viviendo, amigo sisi! —le dije.
Pero mi “redención” duró pocos segundos. Para su mala suerte, mi amigo sisi se topó con otro sisi de otra camada o familia. Nada más toparse, se engancharon en una lucha feroz. El primero lo atenazó por una de sus seis patas y el otro hizo lo mismo.
Sirviéndome de una pajita de ichu, intenté separarlos; pero mis propósitos de paz fueron inútiles. Aquellos sisis iban a morir matando.
Eso me enfadó. Los aplasté con mis botas. De ellos sólo quedó una pequeña manchita sobre la piedra… Luego me quedé pensando que soy cruel por haberles quitado la vida.
¡Inmensidad del universo!…
¿Qué es la vida? ¿Por qué y para qué existo? ¿Y si al morir no hay un más allá, ni Dios ni nada?
El río siguía su curso, raudo, indiferente.
¿A dónde vas, señor río, sin ininterrupción y por qué tienes que seguir ese rumbo?
El sol se puso amarillento y se escondía tras las nubes, mientras iba pintando tibiamente de ocres rojizos y anaranjados las últimas crestas de las montañas.
Sin proponérmelo, las lágrimas habían ido surcando mis mejillas.