En uno de esos reencuentros con los amigos de la calle Unión, alguien recordaba que nunca había sentido más miedo como la tarde cuando jugábamos en el patio de los Cáceres Vizcarra, y pasó por debajo de la repisa donde estaba el mono Pancholín y éste le agarró el cabello como acariciándolo. No era para menos, casi preferíamos no jugar allí porque le teníamos miedo al mono, que aunque siempre estaba sujetado por una cadena, se sobresaltaba cuando nos veía y caminaba de un lado a otro con cierta desesperación.
La casa fue siempre de la familia Vizcarra Valer. Una de las hermanas mayores, que se fue a vivir a la selva, había traído al famoso Pancholín del que se hablaba siempre en nuestras conversaciones infantiles en nuestro barrio. Los hijos menores de Maruja, que eran nuestros amigos, eran los únicos que tenían cierta cercanía amigable con la mascota de la casa y a veces, cuando ya no querían jugar, tiraban la pelota debajo de la repisa del mono, y nadie se atrevía a ir a recogerla.
El tío de nuestros amigos, era el bizcocho Eduardo, era mayor que nosotros y todos en el barrio le decíamos tío. Vivía en una especie de minidepartamento al costado de mi casa y su ventana tenía vista al otro lado, donde estaba el patio de la casa de su hermana y desde donde el Pancholín, por algún motivo, le miraba con cierto respeto. El tío bizcocho era un destacado futbolista abanquino desde la época del colegio. Hubo un año en el que se organizó un campeonato nacional de selecciones juveniles de fútbol en el Cusco, Sub17, con la participación de las capitales departamentales, y él se había pasado por un mes de la edad permitida, pero pudo viajar con la partida de nacimiento de mi hermano Magalhaes. Fue un campeonato anecdótico. Los partidos los transmitían por radio en Abancay y el tío bizcocho llegó a ser declarado la revelación del torneo, bautizado como “el abanquino de nombre brasileño”. La noticia llegó hasta los profesores del colegio Grau, donde mi hermano nunca había jugado fútbol, pero fue convocado a la selección gracias “a su destacada participación en el Cusco”. A mi hermano Maga no le gustaba jugar fútbol y por supuesto nunca asistió a los entrenamientos, lo que le valió la crítica en el colegio donde fue calificado como un “alumno rebelde”.
Había una puerta hacia la calle, donde estaban las gradas que subían a la casa del tío bizcocho, era la siguiente puerta que estaba al costado de la de mi casa. Cuando mi papá ya era prefecto, había custodio policial en la calle Unión. Todos los policías eran nuestros amigos y conocían a los vecinos, pero una noche que llegó el tío, fue abordado por el policía nuevo de esa noche, quien siguiendo el protocolo le pidió su identificación. Con calma pero sin documentos, el buen bizcocho, con algunas cervezas encima, le explicaba al policía que él vivía allí y que además era sobrino del prefecto. El momento se estaba volviendo tenso hasta que llegó mi hermano Giovanni y se pudo superar el impase. El policía dijo después que sí le conocía y que le estaba haciendo una broma, y ya pasada la tensión, el tío bizcocho le respondía con cierta jocosidad: “Bota tu escoba y a ver si así sigues preguntando”, en alusión al fusil que tenía el policía colgado en el hombro.
El tío bizcocho era muy responsable con su trabajo, una vez después de un arduo trabajo de cuadros contables que dejó ordenado en su mesa, salió a uno de sus habituales entrenamientos de fútbol. Coincidió con la vez que por el “Día de los animales”, los colegios pidieron a sus alumnos traer alguna mascota para pasearlas por las calles, y Javier, el más travieso de los Cáceres Vizcarra, desató al mono Pancholín para llevarlo como su mascota. En un descuido, el mono le quitó el biberón al bebé de la casa, se subió al techo y se puso a tomar la leche, echado y con las piernas cruzadas. Era un espectáculo. Luego entró por la ventana a la casa del tío bizcocho y botó los papeles de su esforzado trabajo. Al bajar, el mono ya era un villano y le volvieron a encadenar en su habitual repisa. Sin embargo, un niño en la calle lloraba desconsoladamente, porque la paloma que llevaba como mascota a su colegio, había volado posándose en los cables eléctricos cerca de un poste. Todos estábamos desconcertados y conmovidos con el niño, que no se había calmado ni con la paleta que le invitó el zapatero Valderrama que tenía su local al frente. Sorprendentemente, Javier dijo que la solución era su mono y le levantó el castigo para sacarlo a la calle. Fue así, que de algún modo, que no entendimos, le pidió al mono que baje a la paloma. Pancholín subió por el poste, logró tomar en un brazo a la paloma y con el otro hacía equilibrio en el cable hasta llegar al poste y bajarlo ante la ovación de quienes presenciamos el hecho, incluido el tío bizcocho que llegaba de sus entrenamientos y elogiaba la destreza del mono Pancholín. Obviamente, nunca supimos su reacción al entrar a su casa y encontrar los papeles de su trabajo por los suelos.