EL TROMPO DE ÉBANO

por Herberth Castro Infantas
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Reinicio

Desde muy temprano el sol salía lentamente, abriéndose paso por encima de los cerros que circundaban la ciudad de Abancay, lugar donde nací, no obstante que durante toda la noche había caído una torrencial lluvia aumentando el caudal del Mariño.

-Ahh, ¡qué sueño!- exclamé, mientras bostezaba y trataba de abrir los ojos en momentos que los primeros rayos de luz penetraban por la ventana de mi dormitorio, encegueciéndome.

Como todos los sábados, seguía tendido en mi cama, acompañado de una terrible modorra, mientras que mi madre y mis abuelos, que ya estaban levantados, ¡cuándo no!, hacían todos los ruidos posibles para anunciarme que ya era un nuevo día.

Lo único que yo deseaba era seguir en posición de cubito dorsal entre las sábanas de mi mullida cama, como la mayoría de chicos del mundo los fines de semana luego de pasar una mala noche. ¿Mala? ¡Mentira! Nunca entendí por qué después de una noche de placer y jolgorio, al día siguiente siempre se dice “Estoy de mala noche”, cuando lo correcto debería ser “pasé una noche de los dioses ¡fenomenal, buenísima!”.

Por más que trataba de abrir las delicadas cortinas de mis párpados, mis ojos se resistían a ver la luz de la mañana, cada vez más brillante. Hasta que el sonido del radio, que mi abuelo lo encendió a propósito con el volumen al tope, me obligó a desperezarme y dejar la cama, mientras que, Palito Ortega, cantaba…

“La felicidadad ja ja ja…”

¡Qué felicidad, ni qué felicidad!, como si levantarse temprano un fin de semana, después de una amanecida fuera felicidad.

Al escuchar, la canción y las risas de alegría de mis familiares, recién me acordé que este no era un día cualquiera. ¡Era el cumpleaños de mi madre! Por eso, apenas me levanté lo primero que hice fue ir al jardín y subirme al árbol de magnolia para cortar una flor y dársela junto con un abrazo y un beso. Ya todos estaban en el comedor, mis abuelos, mis tíos y otros familiares que habían venido a saludarla y se aprestaban a empezar a saborear un suculento desayuno que incluía la torta de cumpleaños. Al ver ese gesto con mi madre, se emocionaron y nadie me increpó por haber llegado en la madrugada, luego de estar con mis amigos en la pérgola de la Plaza de Armas, conversando y jugando a las chapas después de ver un capítulo más del Llanero Solitario en el Teatro Municipal..

Luego del opíparo desayuno, salimos al cementerio de Condebamba para depositar un ramo de flores en la tumba de mi padre quien, por coincidencia, también cumplía años el mismo día. Ambos habían nacido el 17 de mayo y el mismo año (1917). Su primera casa ubicada en la Av. Arenas tenía el número 117. Es decir el número 17 los perseguía siempre. Ambos, en distintos años, fallecieron en diciembre, días antes de la navidad.

Ni bien regresamos del camposanto, mi madre y mis abuelos volvieron a salir para hacer compras porque habían invitado a almorzar a medio mundo.

Mis primos y yo preferimos quedarnos a jugar. Y apenas sentimos que los mayores tomaban la calle, empezamos a divertirnos a nuestras anchas, igual que los ratones cuando el gato no está.

A los chicos, el juego que más nos apasionaba era “las coboyadas” imitando a los héroes del viejo Oeste norteamericano pero a mis primas les gustaba jugar a “las escondidas” porque con tantos recovecos que tenía la casa no había nada que las emocione más. Para que ellas no se vayan a jugar solas a los jaks optamos por complacerlas, sin chistar. Parece que desde chiquitas las mujeres tienen ese don del convencimiento por no decir que aspiran a ser mandonas.

Definido el juego y después de regirla al Yan kem po, uno de mis primos se quedó mientras el resto emprendimos las de villa diego para ocultarnos.

Recuerdo que yo fui uno de los primeros en salir disparado. Corrí a la velocidad de un rayo y me dirigí a una habitación que muy pocas veces los chicos nos atrevíamos a entrar porque era el dormitorio de mis bisabuelos, ya fallecidos. Escogí ese lugar a sabiendas que nadie, menos las chicas, se atrevería a buscarme, no solo porque tenía un aspecto macabro sino también para evitar tropezarse con los cuadros y muebles viejos que por años permanecían guardados allí. Era un lugar misterioso que, por su aspecto, más parecía un refugio de fantasmas que un dormitorio.

Al ver que la puerta del closet estaba entreabierta no dudé en esconderme allí. Al principio, la oscuridad me hizo temblar de miedo y los pelos se me pusieron en punta, por lo que tuve que verme obligado a dejar una pequeña rendija para permitir al menos el ingreso de un rayito de luz.

Allí permanecí en silencio, De pronto, observé que de una de las paredes salía un cordel. Por curiosidad, lo jalé y, ¡Oh sorpresa! con la cuerda también salió una bolsa conteniendo unas monedas antiguas.

Más asustado que sorprendido, empecé a llamar a gritos a mis primos para comunicarles del hallazgo y empezamos a revisarla. Pero, justo en ese instante, se apareció un pariente de mis abuelos y de un solo tirón me arrebató la bolsa, dejándome con la cuerda en las manos.

Cuando se lo conté a mis abuelos, me respondieron que tratándose de un pariente, por más lejano que sea, se debería tomar las cosas con pinzas para no provocar un escándalo en la familia. Y que lo mejor era guardar silencio. Y así lo hice.

No obstante una de mis primas se lo había revelado a su madre y se armó una trifulca de padre y señor mío en la familia porque les exigían a mis abuelos que denuncien al amigo de lo ajeno para obligarlo a devolver la bolsa.

Eso no ocurrió. Prevaleció el criterio de no herir susceptibilidades y la sangre no llegó al río.

Con las monedas en sus bolsillos, aquel pariente lejano, empezó a llevar una vida dicharachera, gastando a manos llenas en todo lo que se le antojaba y, finalmente, decidió viajar a Lima.

Lamentablemente en el trayecto el vehículo que lo transportaba se precipitó a un barranco y falleció.

Con el paso del tiempo, mis abuelos y mis primos fueron olvidando la historia y no volvieron a tocar el tema, nunca más. En cambio yo sí me acordaba de aquella ingrata experiencia cada vez que veía la cuerda que la guardada entre mis juguetes.

Pasaron los días como pasan las hojas secas en otoño arrastradas por el viento. Y un día que retornaba del colegio, me topé con un niño, más o menos de mi edad, pero más alto que yo. Se entretenía jugando con su trompo en la puerta de la carpintería de su padre, en una calle por la que a diario me dirigía a mi casa.

Al verlo, yo también saqué de mis bolsillos mi trompo y se lo mostré. Bastó ese gesto para hacernos amigos porque ambos nos moríamos de ganas de jugar y lo reté de manera amigable, es decir sin llegar a la destrucción de nuestros trompos, tal como se estilaba.

La verdad es que subestimé a mi rival porque salí mal parado. Nos pusimos a jugar como dos horas hasta que se escondió el sol. Estoy seguro que si su padre no salía a decirle que ya se iban a casa, hubiéramos continuado bajo la tenue luz de un poste de alumbrado público y por más que sabía que mi madre debía estar ya preocupada por mi demora, yo quería seguir jugando,

No obstante de haber perdido casi todas las jugadas, , me fui a mi casa satisfecho porque aprendí mucho y, lo más imporrante, había ganado un amigo.

Desde aquel día César Enrique y yo nos veíamos con cierta frecuencia porque estudiaba en el mismo año que yo, pero en la sección B, para batirnos en interminables lances en las que, confieso, casi siempre él me ganaba. Hasta que un día, para que no se aburra de tanto ganarme decidí llevarlo a la plaza de Armas para que pueda competir con otros amigos que jugaban mejor que yo.

Ya en el lugar, uno de ellos, el mayor de todos, el más alto y fortachón, a quien le habíamos puesto el sobrenombre de Bebón por ser extremadamente engreído por sus padres, sobre todo por su madre, se opuso a que César Enrique, mi nuevo amigo, participe del juego, alegando que él no pertenecía al círculo de nuestros amigos. Y sin mediar motivo alguno, comenzó a fustigarlo. No me quedó otra cosa que salir en su defensa, decidido a trabarme a golpes con Bebón a sabiendas que tenía todas las de perder porque él era una mole de grasa y sus golpes tan potentes como los de Cassius Clay. Felizmente que en ese momento se apareció mi estrella de la buena suerte y, con ella, la mamá de Bebón.

–Si siguen molestando a mi hijito, les jalaré de las orejas. ¡Esta es una advertencia para todos¡ Gritó.

En lugar de asustarme la rabieta de la señora, me alegró porque con toda seguridad que yo iba a quedar mal parado frente al camión que tenía a mi frente.

Cuando la consentidora mamá se fue, saqué fuerzas no sé de dónde y aproveché la ocasión para aclarar las cosas diciéndoles a todos que si no querían jugar con César Enrique, tampoco lo harían conmigo. Al principio, la mayoría se hizo de la vista gorda porque Bebón los miraba con cara de pocos amigos. Hasta que poco a poco la balanza se fue inclinando a mi favor y, finalmente, se impuso la razón, Julio César fue aceptado en el grupo.

Pero allí no terminó la cosa. Dolido por la falta de respaldo, Bebón decidió sacarse el clavo y nos retó a jugar al trompo.

–Si se creen muy hombrecitos juguemos pero, con una condición, que sea hasta las últimas consecuencias.

“Ultimas consecuencias” significaba que se debía jugar hasta que los trompos de los perdedores queden destrozados por las “tacadas” del rival.

–Y sin muchango ¡Eh!. Recalcó Bebón. (Mucchango era el trompo auxiliar que recibía las tacadas).

–Está bien ¡Aceptamos! Le dije con la frente alta pero con las dudas de ganar..

Y como era de esperarse, César Enrique y yo perdimos. Yo, por falta de habilidad y, César, porque su trompo no era tan fuerte como el de Bebón.

–Chispas, perdimos – Me lamenté.

–Es por culpa de estos trompos chinos. Son pura pinta – Me respondió César Enrique, entre desilusionado y resignado, pero con mucha seguridad de lo que estaba diciendo.

Y no dejaba de tener razón porque los trompos fabricados en la China eran pésimos. En su afán de bajar costos los fabricantes chinos utilizaban madera de mala calidad. En cambio los fabricados en Estados Unidos, Japón y Alemania eran más resistentes y de mejor acabado.

Claro que la calidad no dependía solo de la madera, sino también de la verticalidad y dureza de la púa. Una púa fuerte y bien puesta, aseguraba un mejor equilibrio del trompo y por consiguiente un mayor número de giros.

La dureza de la púa también era importante para evitar que se doble a la hora de las tacadas y deje en ridículo al jugador porque el juego consistía precisamente en causar el mayor daño al trompo del rival.

César y yo, ya habíamos perdido muchos trompos porque eran de pésima calidad. Y lo peor es que éramos objeto de burlas y todas mis propinas se habían escurrido como agua entre mis dedos porque teníamos que reemplazarlos frecuentemente.

Por coincidencia, se acercaba la fecha para el más importante campeonato de trompos del año. Y, como era lógico, los jugadores nos esmerábamos por conseguir las mejores piezas para ir practicando hasta el día del certamen. César Enrique y yo, estábamos preocupados porque no teníamos buenos trompos para una competencia de tanta importancia.

Un tanto desilusionado por no haber conseguido con anticipación un buen trompo me fui a mi casa y me puse a escuchar radio. En ese instante se transmitía un programa de concursos en radio Continental de Arequipa y el locutor Ignacio Cané Pardo le preguntó al concursante: Dígame ¿Cuál es la madera más dura: El eucalipto, el pino o el ébano? Este, se quedó callado, y al borde de los segundos de tolerancia, le respondió.

-El eucalipto

–Lo sentimos, la madera más dura es el ébano, que proviene del África y algunas zonas tropicales de América central.

Yo, sorprendido, me quedé pensando en la respuesta. Anoté el nombre de la madera y en la primera oportunidad que tuve se lo comenté al papá de César Enrique quien, por su oficio de carpintero sabía de maderas.

Sin decirme nada el carpintero Bravo de inmediato se dirigió a un rincón y empezó a hurgar en una ruma de desechos. Después de unos minutos dio un salto levantando un palo hasta donde pudo llegar la extensión de su brazo, mientras se dibujaba en su rostro una sonrisa de satisfacción como si hubiera encontrado un tesoro.

–Esto es lo queda de un sillón que me dejó un empresario extranjero que se fue trasladado de la noche a la mañana al Norte, ¡Es de ébano!

Sin pérdida de tiempo, llevamos la pieza al taller de un tornero en fierro, único lugar donde se podía pulir un material tan duro. Se trataba del Maestro Villar, un conocido tornero de la ciudad y amigo del padre de César, quien salió a recibirlo con un abrazo por la gran amistad que tenían ambos desde niños. Luego de casi dos horas de trabajo y una espera angustiosa, los dos trompos estaban listos, de tamaños iguales, macizos y de buen peso. Y de inmediato procedió a incrustarles las púas de acero.

– ¡Qué tal trabajito! Tengo que reconocer que el ébano me ha hecho sudar la gota gorda. Afirmó.

El maestro Villar nos sugirió además que compremos buenos cordeles y los untemos con grasa de culebra para hacer girar los trompos a más velocidad. Fue cuando me acordé del cordel que había encontrado en el closet abandonado de la casa de mis abuelos y salí corriendo a traerlo. El tornero, después de revisarlo de extremo a extremo, lo cortó justo a la medida. Luego, metió sus manos en uno de los cajones de su mesa de trabajo y extrajo una pequeña lata.

–Esto es para los cordeles. Es sebo de culebra. Ya verán como correrán vuestros trompos-

El apoyo del carpintero Bravo como del tornero Villar me llenaron de emoción. Nunca me había sentido tan fortalecido. Y solo así nos pudimos presentar con más ánimo al campeonato.

Terminada la fase eliminatoria quedaron dos equipos, cada uno integrado por cinco participantes. César y yo estábamos al final de la lista “B”, con muy poca opción de participar, salvo que los eliminen a los tres primeros de nuestro equipo. El favorito era el grupo “A”, por la reconocida habilidad de sus jugadores y por contar con trompos importados de Japón, comprados en una prestigiosa juguetería de Lima..

Hasta que llegó la hora de la verdad. El primer jugador del grupo “A” empezó la contienda contra el primero de nuestro grupo quien, lamentablemente, perdió. Del mismo modo fue derrotado el segundo de los nuestros, lo que motivó una gran decepción entre los hinchas que nos apoyaban. El tercero de nuestro equipo con las justas ganó, quedando el puntaje dos a uno a favor del equipo de Bebón. Nuestros rivales ya prácticamente celebraban el triunfo porque quedábamos César y yo.

− Estos novatos son una papayita. Los pondré en ridículo para que nunca se olviden. Decía en tono cachaciento Bebón, ganador de varios campeonatos por su habilidad y fuerza increíbles.

Nadie quería apostar por nosotros. No había nada que hacer, el favorito era Bebón. Cuando el presentador oficial anunció su nombre, sus seguidores lo aclamaron. Yo, consciente de mis limitaciones, no esperaba aplausos pero tampoco perdí las esperanzas de ganármelos.

Con el optimismo al tope solicité jugar la primera partida contra Bebón por la rivalidad que teníamos, pero este no aceptó porque quería verme haciendo el ridículo al final de la competencia.

¡Que sea al yan kem pó! Gritaron varios espectadores.

Y todos aplaudieron en señal de conformidad. El ganador escogería a su rival.

Levanté la mirada al cielo en busca de un milagro y saqué puño y Bebón tijera, y gané. Luego, mi contrincante, sin dejar de mirarme a los ojos, como queriendo adivinar mis intenciones sacó puño y yo papel. De esa manera le gané el derecho de escoger a mi rival. Y claro, Elegí a Bebónl.

Los espectadores comenzaron a lanzar sus apuestas, Todas eran a favor de Bebón. Había como 25 apostadores de cinco soles cada uno. Hasta que a lo lejos se oyó las voces del padre de César Enrique y del maestro tornero, que habían llegado a la plaza y gritaron:

– ¡Doble y vamos al juego!

-Huyyy, se escuchó murmullar ¡Carajo, 125 más 125 soles!

Los retadores, que ya se consideraban ganadores, respondieron al unísono:

– ¡Cerrado! Van los 250 soles.

Al escuchar el cierre de las apuestas, con semejante monto en juego, porque, en ese tiempo, 250 soles era una cantidad inmensa, casi me caigo de espaldas. Estaba seguro que los dos únicos apostadores a mi favor, el carpintero y el tornero, lo hacían más por solidaridad que por ganar. Tan grande bolsa era como tres meses de ganancia de ambos artesanos.

Me preocupé mucho al ver que, tanto el carpintero como el tornero, sacaban de sus bolsillos hasta el último centavo para completar la bolsa y me entró una terrible pena en el alma, un remordimiento de conciencia fatal. Recién me di cuenta de mi tremenda responsabilidad, no solamente porque estaban en juego todos los ahorros del carpintero y su amigo el maestro Villar, sino porque todos mis amigos estaban allí, y claro, también la mamá de Bebón, feliz como una lombriz, y muy segura del triunfo de su retoño, como lo llamaba.

Disimuladamente le dirigí la mirada a la señora y me sonrió con sarcasmo como anunciándome mi inminente derrota. Yo, en lugar de encoger los hombros, me agrandé y, a manera de ensayo, sin dejar de mirarla, levanté el brazo lo más alto que pude y solté el cordel. Mi trompo salió disparado emitiendo un silbido y no dejó de dar vueltas por un buen rato llamando la atención de todos. Lo levanté con una mano y la pasé a la otra, y así sucesivamente, dejando sorprendida a la señora.

Volví a enrollar el cordel y apunté al trompo de Bebón que ya estaba colocado en el centro del círculo, trazado con yeso.

Todas las miradas estaban centradas en el trompo de mi rival. Se veía impecable, como recién salido de fábrica. Pero cuando el mío se le fue encima como un misil y lo hizo trastabillar sacándolo del círculo, los boquiabiertos espectadores lanzaron un uyuyuyyy, tan largo, que me llenó de orgullo. Con asombro veían cómo le salían las primeras astillas al trompo de mi rival. Nadie lo podía creer. Una y otra vez mi trompo lo tocaba con su filuda púa de acero causándole estragos por todos los lados.

Por una falla mía, le tocó el turno a Bebón, quien sediento de venganza lanzó su trompo con la intención de destrozar al mío. Y para sorpresa de todos, ni mella que le hizo. Y a la hora de las tacadas la púa del trompo de Bebón se dobló. Lleno de ira lo enderezó con una piedra golpeándola contra el filo de la acera, hasta que de tanto chancarla se rompió. Y quedó eliminado.

Más por la dureza y calidad mi trompo que por mi habilidad, logramos empatar en el puntaje. Ahora, el turno era de César Enrique, quien debía jugar con el último de nuestros rivales, con el campén de campeones de varios años. Y justo cuando mi amigo ensayaba fuera del ruedo, su trompo salió disparado hacia la pista por donde pasaba un pesado volquete con un cargamento de arena. A pesar del peso del vehículo el trompo quedó intacto. Sin embargo, los testigos que vieron este detalle les pasaron la voz a nuestros contrincantes quienes, ni cortos ni perezosos, presentaron un reclamo ante los jueces manifestando que estábamos utilizando trompos de hierro.

–Esto es antirreglamentario. ¡Debemos anular el campeonato! –Gritaban sus seguidores.

–No se alteren, vamos a revisar los trompos. Entre los espectadores se encuentra el Maestro Solís, un respetable mecánico y conocedor de piezas de metal y un empleado de reforestación de la Oficina Departamental del Ministerio de Agricultura a quienes les vamos a pedir que examinen los trompos– Les respondió calmadamente uno de los jueces,Gastón Fernández.

Luego de una minuciosa inspección y en medio de gran expectativa, ambos técnicos pidieron silencio y uno de ellos dio a conocer el veredicto…

–Señores del jurado, jóvenes participantes, respetable concurrencia, luego de haber revisado los trompos podemos afirmarles que son de madera y no de hierro como se había especulado-

Recién vino la calma.

En medio de un silencio sepulcral y el natural nerviosismo de los espectadores el lance final estaba por empezar. En ese momento el maestro Villar le hizo una seña a César Enrique para que le ponga sebo de culebra a su cordel. Mi amigo sacó de su bolsillo la latita que contenía el ungüento y lubricó su cordel.

Su rival, el campeón de campeones, ya se sentía ganador frente a quien consideran un novato que por primera vez participaba en un certamen de esa naturaleza. Prácticamente creía tener el título en el bolsillo.

No obstante, a Cesar Enrique le bastaron tres lances para dejar fuera de juego a su rival. Jamás se había visto a un jugador con tanta habilidad y un trompo tan fuerte y precioso. Incluso César Enrique se dio el lujo de invitar a su rival a cambiar de trompo para que pueda continuar, pero el jurado, ciñéndose al reglamento, no lo permitió.

César, logró el título de campeón para nuestro equipo haciendo el mejor puntaje. Fue cuando recién los chicos que se creían dueños del mundo, empezaron a llamarlo para jugar.

Tanto el carpintero Bravo, como el tornero Villar, los dos únicos apostadores a favor de nuestro equipo también estaban felices porque habían ganado y tenían los bolsillos llenos. Por eso lo primero que hicieron fue invitarnos a todos los integrantes del equipo “B” a la heladería de la Angelita para celebrar el triunfo.

Ya en el local, y en medio de la euforia, el maestro Villar le preguntó a su amigo el carpintero…

– ¿Qué hubiera pasado si este jovencito no hubiera escuchado por radio que la madera más dura es el ébano?

–En lugar de saborear estos riquísimos helados, estaríamos bebiendo el trago amargo de la derrota-Le respondió. Y todos rieron.

NOTA:

Esta historia está dedicada a mi compañero de estudios César Enrique Bravo, correcto y abnegado profesor de Primaria ya fallecido quien, desde abajo logró superarse y a base de su esfuerzo y constancia se hizo de una profesión para contribuir con la formación de cientos de niños en Abancay.

Al mismo tiempo, es un Homenaje al Colegio Miguel Grau de Abancay en este mes dedicado al Caballero de los Mares donde se formaron miles de alumnos en las sucesivas promociones, como la de 1961, la misma que estuvo integrada por mis excompañeros: Carlos Llerena, Pepe Garay, Darwin Berrío, Juan Valer, Raúl Rivero, Juan Vásquez, Tito Flores, Germán Silva, Efraín Cartagena, Federico La Torre, Andrés Quinte Villegas, Américo Niño de Guzmán Aníbal Guerrero Miranda, Abdón Concha, Rodolfo Córdova,, Américo Montúfar y, otros más que, al momento de escribir esta nota, escaparon de mi memoria.

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