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En el Olimpo de la política peruana, donde la inteligencia es escasa y a menudo un obstáculo, donde la decencia es una rareza, la sinceridad un mito y la honestidad se deja extrañar, brilla con luz propia un personaje singular: César Acuña Peralta. Empresario, político, filántropo de su propio bolsillo y, por encima de todo, un hombre con una capacidad inigualable para decir sandeces sin que se le mueva un pelo. Desde su ya inmortal “No es plagio, es copia” (2016), hasta su lógica irrefutable en “Una persona es feliz cuando logra su felicidad” (2018), Acuña ha elevado el arte del disparate a niveles insospechados.
Otras frases para enmarcarlas son:
- “Quiero ser presidente porque no quiero que los otros lo sean” (2015)
- “Las conclusiones y recomendaciones (de sus tesis) son originales” (2016)
- “Yo ya no vivo en Trujillo, vivo en Perú” (2018)
- “Mi agradecimiento a Dios. A Dios porque me iluminó a fundar la universidad y al fundar la universidad hoy estoy celebrando la fundación de la universidad” (2018)
- “La vida es lo más preciado que uno tiene en la vida” (2021)
- “Hay políticos que no hacen nada porque nunca han hecho nada” (2023)
- “Dime con quién eres y te diré quién eres” (2025)
Y sin embargo, a pesar de su torpeza verbal, o quizás gracias a ella, es uno de los hombres más poderosos del país.
El poder de Acuña no proviene de la brillantez de sus ideas, si es que tiene alguna, sino de un recurso mucho más efectivo: la plata. Y no cualquier plata, sino “plata como cancha”, frase con la que bautizó su filosofía de vida y que le permitió levantar un emporio educativo donde los títulos se expiden con la misma facilidad con la que él expide barbaridades.
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Con una sonrisa bonachona y un discurso populista que reza “Yo vengo de abajo” (aunque su cuenta bancaria pregone lo contrario), Acuña ha sabido transformar la ignorancia en un activo político. No importa que sus universidades sean criticadas por la precariedad de su educación, ni que su doctorado en España estuviera manchado por acusaciones de plagio. Lo importante es que su maquinaria académica le ha permitido vender el sueño de la superación a miles de estudiantes… mientras llena sus arcas.
Pero no nos equivoquemos. Si hay algo que caracteriza a los magnates del poder es la insaciabilidad de su codicia y su ambición de poder. Porque tener plata como cancha no es suficiente: el verdadero arte radica en convertirla en un instrumento de dominación. Así, nuestro protagonista ha convertido sus universidades en semilleros de votos, sus canales de televisión en megáfonos de propaganda y su partido, Alianza para el Progreso, en una agencia de empleo para allegados y acólitos.
La paranoia por acumular más poder es evidente.
Con la elegancia de un tahúr de quinta, Acuña ha movido sus fichas en la Defensoría del Pueblo, colocando militantes de su partido en puestos clave, porque en política, tener poder sin blindaje es tan útil como un doctorado sin sustento.
Y si en el camino hay que amenazar periodistas o demandar a quienes osen criticarlo, pues que así sea. Que nadie diga que el emperador de la cancha no sabe cuidar su reino.
¿Cómo es posible que un hombre con tan evidente torpeza discursiva, con una catadura moral tan discutible y con una visión de la educación basada en la mercantilización, se haya convertido en uno de los personajes más poderosos del Perú?
La respuesta, si bien desoladora, es también reveladora: el dinero en política no solo compra poder, también compra indulgencias, votos y silencios. Y en una sociedad donde la memoria es frágil y la indignación dura lo que un eructo, personajes como Acuña seguirán prosperando, acumulando poder y perfeccionando el arte de decir barbaridades sin consecuencias.
Porque, al final, en el Perú, la estupidez con dinero es una fuerza invencible.