EL VALOR DE LA EXPERIENCIA

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Reinicio

— Juan, estás despedido.

— ¿Despedido…? ¡No puede ser, don Andrés…!

— Sí, despedido.

— ¿Por qué?

— Perdóname la franqueza Juan, pero te lo diré directamente. ¡Porque estás viejo! Ya no estás actualizado y no eres competitivo.

— ¿Entonces no soy competitivo? ¿Pero de qué está hablando, don Andrés? Llevo varios años en esta empresa, soy uno de los mejores empleados, mis compañeros me respetan, he aportado mucho valor, he seguido los cursos necesarios, he tomado todas las capacitaciones ofrecidas. Me he esforzado por la empresa, contribuí en todo lo posible, porque «yo sudo la camiseta, señor». Yo ayudé a crear esta empresa y la quiero.

— Tampoco, tampoco Juan. No nos engañemos. Todos estamos aquí por un sueldo, ¡Nadie es la Madre Teresa! —dijo, con tono admonitivo— Acá no hay mártires, ni buenos ni malos, solo trabajadores, y nadie es imprescindible.

— No estoy diciendo eso señor, solo resalto lo que he dado. Todo lo hice bien, no hay quejas.

— Pero se te ha pagado por eso.

— ¿Y quién dice lo contrario? Pero aclaremos, todo me lo he ganado, nada me han regalado. He hecho todo lo que se me ha pedido.

— No se trata de lo que has hecho, Juan. Se trata de lo que haces, y lo que puedes hacer, y ya no es suficiente. Tú sabes, las nuevas tecnologías y todo eso. En esta empresa necesitamos gente joven, gente nueva, gente que cobre menos que tú, con franqueza.

— ¿Menos que yo?, pero… ¿quién haría eso?

— Los recién graduados, los que tienen ganas, ímpetu, energía, conocimientos frescos… los que son el futuro.

— Y yo estoy al día señor, estoy actualizado. ¿No valora eso esta empresa? ¿No valora la eficiencia?

— Eres eficiente Juan, es cierto, y sabes mucho, pero eres un gasto excesivo que no se justifica. ¡Ese es el problema!

— ¡¿Así se me paga todo lo que hice por esta empresa?! Dígame, ¿qué significan mis años de servicio, mi esfuerzo, mi lealtad… para que después venga y me arrojen como cualquier cosa?

— No lo tomes personalmente, Juan, Nosotros te apreciamos, pero entiende… ¡esto es un negocio! Es la ley de la oferta y la demanda, es la ley de la selva, «solo los más fuertes sobreviven».

— ¡No lo puedo creer! ¡Tanta deslealtad e ingratitud!

— Vamos, Juan. Has ganado lo tuyo, te has dado una buena vida, tienes una familia, tu casa, tu auto, gracias a la empresa. Has ganado lo tuyo gracias a la empresa.

— No, señor. Gracias a la empresa no, ¡Gracias a mi trabajo! El que ustedes valoraron y aprovecharon una vez.

— Y lo valoramos Juan. Solo que ya eres muy caro.

— No crean que yo me voy a menospreciar porque ustedes lo hacen. Me pagan menos de lo justo, pero haré valer mis derechos, para eso hay leyes…

— Se te pagará hasta el último centavo, Juan. No lo dudes.

— Está bien, me voy. Agradezco su franqueza, pues la mayoría de gerentes hubiera inventado una justificación hipócrita, mejor es decir las cosas claras y de frente, como usted lo ha hecho. Me voy, pero antes déjeme decirle algo… don Andrés.

— Sí, pero que sea rápido.

— Usted se equivoca.

— El tiempo lo dirá.

— Está equivocado señor. Usted no sabe lo que es trabajar en equipo, no sabe sobre la lealtad, el respeto, la dignidad. Está bien, me voy, pero le digo. Algún día se arrepentirá, la vida se lo cobrará. Algún día sabrá lo que es quedarse en la calle, que es donde me deja ahora.

El tiempo avanzó y un día así, Andrés, con el ceño fruncido, rebuscaba entre papeles y miraba la pantalla de su ordenador, visiblemente angustiado. Sin avisar, alguien irrumpió en su despacho, pero él no lo advirtió.

— Andrés, estás despedido —anunció el visitante de golpe.

— ¿Qué? ¿Estás loco, Carlos? Es una broma, ¿No? —reaccionó Andrés sorprendido.

— No es una broma, Andrés. Lo siento.

—Pero… ¿Por qué…?

—¿Aún lo preguntas? Deberías saberlo, Andrés. Arruinaste la empresa. Hemos perdido ingresos, clientes y nuestra reputación está en el suelo. Contrataste personal incompetente, desmotivado y negligente. No los supervisaste y despediste a trabajadores valiosos por otros más baratos, ¿de quién es la culpa?

— No es así. Contraté gente joven y motivada, me deshice de carcamales que costaban mucho y aportaban poco. Lo que pasa es que, necesito más personal.

— No lo creemos. Esos que tú llamas «carcamales», hacían bien su trabajo, estaban más comprometidos que tú mismo. !Mala decisión!. Tienes suficiente personal, pero no hacen bien su trabajo. ¿Entiendes?

— No puede ser. Son más baratos y tienen habilidades tecnológicas. Es cuestión de entrenarlos…

— La clave no es el costo, es la competencia. Necesitamos experiencia y criterio para resolver problemas.

— Entonces, ¿debería despedir a los nuevos?

— No es culpa de ellos, es tuya. Los dejaste sin apoyo. Hubiera sido mejor una mezcla de experiencia y juventud.

— Pero hemos ahorrado mucho en gastos, reducido planillas…

— ¿Y cuánto hemos perdido en otros aspectos? Tenemos pérdida de clientes, demandas y multas. Has hundido a la empresa.

— Pero ¿qué hay de mis años de servicio y tanto sacrificio?

— Pesan más tus malas decisiones. Aquí importan los resultados. Tú lo sabes.

— ¿Ahora?

— Sí, ahora. La decisión está tomada.

— Por favor, ¿denme otra oportunidad?

— No es posible.

Andrés, avergonzado, bajó la cabeza y se fue, paso a paso.

Juan, iba al volante de su taxi conversando con sus pasajeros cuando recibió una llamada.

— Disculpen… -les dijo a sus pasajeros- ¿Me permiten tomar la llamada?

— Claro —le dijeron— siga no más…

— ¡Gracias! —respondió Juan, pulsando el switch de manos libres, saludó— ¡Buenos días!

— Hola Juan, soy Carlos el nuevo gerente de Inversiones Maldonado, estoy en reemplazo de Andrés.

— ¡Ah, que bien!, dígame, en que puedo servirlo.

—Sé que antes trabajó en esta empresa, ¿es así?

— Claro que me acuerdo, ¿Cómo olvidarlo…? O sea, usted reemplazó a Andrés.

— ¡Así es!

— ¿No duró ni un año…?

— Bueno Juan, no es algo que pueda comentar. Lo llamaba por otra razón.

— ¿Qué quiere de mí?

— Quiero pedirle disculpas, en nombre de la empresa. No sabíamos que el anterior gerente lo despidió injustamente…

— Disculpas, después de un año, ¿Cómo no lo iban a saber?, después de haberme arruinado la vida.

— Lo sé, y lo lamento, pero así es el mundo empresarial.

— Solo importan las ganancias, no las personas… ¿No es cierto?

— No nos pongamos trágicos Juan. No sé si Andrés hizo lo que debía hacer, pero creo que quizá se pueda corregir algo, si hubo algún error, por supuesto, si es que todavía le interesa.

— Podría ser…

— Entonces, venga mañana, a primera hora. Lo estaré esperando.

Al día siguiente, Juan llegó puntual a las 8 en punto y esperó pacientemente hasta que el nuevo gerente pudiera atenderlo. Algunos de sus antiguos compañeros de trabajo lo saludaron, unos contentos y otros dándose aires de importancia.

— Juan, gracias por venir —le dijo Carlos, el nuevo gerente—. Imagino que no ha sido fácil.

— No lo ha sido. Me trae malos recuerdos, es cierto.

— Bueno, bueno… Quizá podamos remediarlo…

— Sin rodeos, señor. Dígame qué quiere de mí.

— Quiero ofrecerle disculpas nuevamente y una oportunidad.

— ¿Una oportunidad?

— Exacto.

— ¿De qué está hablando?

— Sé que el antiguo gerente lo despidió injustamente, y trajo a gente sin experiencia.

— ¿Que cobraban menos…? ¿Política de cholo barato, ¿no?

— Sí, exactamente.

— Y a varios nos arruinó la vida, la salud, la tranquilidad. Nos dejó sin trabajo, sin ingresos, sin futuro…

— Lo sé, lo lamento mucho. Fue un grave error que le costó caro a la empresa y a él su puesto.

— ¿A la empresa? ¿Qué le pasó a la empresa?

— Los nuevos no resultaron ser tan buenos, como se esperaba. Le voy a ser franco. Pusieron en aprietos a la empresa.

— ¿La empresa está hundida?

— No tanto así, pero sí con problemas. Por eso despedimos al antiguo gerente.

— Lo despidieron, ja. ¡Qué irónico!. Pero es justo y merecido.

— Pero eso no es suficiente para reparar el daño. Hace falta gente como tú, profesionales con experiencia.

— ¿Y qué me darán a cambio?

— Un puesto de trabajo bien remunerado para capacitar a los nuevos. Una oportunidad para que vuelvas a ser parte del equipo.

— ¿Un puesto de trabajo? Después de todo lo que nos han hecho, ¿ahora necesitan de nosotros?

— Se lo debemos.

— Y mi trabajo actual… tengo clientes, compromisos… podría arreglármelas, pero hay muchos compañeros que también fueron despedidos, quizá ellos no puedan.

— La oferta es para ti, Juan. No nos confundamos.

— Pero no solo yo fui tratado injustamente…

— Si, pero quizá más adelante podamos llamar a algunos más. Depende de lo que tú y yo consigamos… Por ahora la oferta es para tí.

— Habría que decirles, pues algunos están trabajando para la competencia.

— ¡Desleales!

— No, señor. Un hombre debe ser leal a su familia y a los que lo tratan bien. Pero a la empresa que nos sacó con una patada en el culo, ¿Qué lealtad le debemos?

— Bueno…, entiendo tu punto, pero las empresas están conformadas por hombres, y los hombres son falibles, cometen errores.

— ¿Y por qué no lo vio la empresa en su momento?

— No lo sé

— Yo si lo sé, señor. Porque solo les interesa la plata ¿No es cierto? Las ganancias importan, las personas solo valen mientras sean útiles.

— Bueno Juan. El mundo empresarial es frío y exigente…  Pero dime, ¿Te interesa la oferta?

— Entonces, ¿me ofrece una oportunidad?

— Sí, Juan.

— No sé qué decir.

— Diga que sí, y volverá a ser parte de este equipo y de esta familia…

— ¿Familia? -exclamó Juan, riendo.

— Sí, Juan, familia.

— ¡A la familia no se la trata así!

— Hemos aprendido algo, Juan. Y queremos seguir aprendiendo con gente como usted. Eso aspiramos, y le ofrecemos tratarlo en el futuro como si fuera de la familia, velar por su bienestar y recompensarlo por su dedicación y por tantos años en la empresa.

— Y estos años que pasé realmente mal… ¿Me los compensarán?

—Veremos la forma de hacerlo. Propondré un bono especial al fin del primer año, si es que aceptan, por supuesto.

— ¡Aja! Se ve interesante.

— Dígame ¿Acepta? La pelota está en su cancha.

Juan lo piensa un rato y luego le dice:

— Le agradezco, señor, pero no. No acepto. Tengo un compromiso conmigo mismo y con mi familia. Nunca antes fui tan feliz, porque nunca antes tuve tanto tiempo para dedicárselo a ellos. Es cierto, que gano menos que antes, económicamente, pues ahora soy taxista y hago cachuelos en una y otra cosa, pero tengo lo necesario y sobre todo, soy mi propio jefe.

— Lo sé, Juan. Uno trabaja en lo que puede, pero ¡usted puede más!

— Sin duda. Pero, no me avergüenzo de ello. Gano mucho más en salud, en paz, en tranquilidad. Tiene sus problemas como cualquier actividad, el caos, el tráfico, el clima, pero compensa. Conozco a mucha gente a diario, la mayoría gente muy buena que no solo me deja su pago por el servicio, me deja también su impronta, su sapiencia. Algunos dejan alegría y otros sus tristezas, pero de todo eso está compuesta la vida.

— Piénselo, Juan. Todo será distinto. Le pagaremos mejor.

— Al final todo se trata de dinero, ¿verdad? Pues están equivocados. ¡No es así! Si acepto este trabajo, les estaría dando la razón, aceptando que el dinero puede comprar todo: angustia, preocupaciones, penas, dignidad, honor, lealtad, y así sucesivamente. No, señor, no quiero volver a ser parte de una entidad que me trató tan mal, que me tuvo  tan poco respeto, que no apreció mi lealtad.

— Pero no fue la empresa, Juan. Fue Andrés.

— Usted parece ser buena persona, ¡no se engañe! ¡Fue la empresa!, ¿A quién representaba Andrés?, A quien representa usted…? ¿Cree usted que la empresa no lo sabía? ¡Claro que si! Quizá no sea tan importante para que me conozcan los directivos, pero ellos dieron poder a Andrés, hicieron las políticas para empoderarlo sin evaluar bien su capacidad. ¿De quién es la culpa? Pues de la empresa.

—Se equivoca Juan, la empresa no es mala.

—No lo es. Los que son malos son algunos hombres y los principios codiciosos que guían a las empresas, poniendo la riqueza antes que las personas, que sus trabajadores, que sus clientes. ¡Eso es lo que está mal!

—Pero no es así, usted está exagerando.

—¡No señor! La falta de valoración hacia los trabajadores, es una realidad dolorosa pero común en el mundo laboral. La primacía de los intereses económicos sobre el bienestar y la lealtad de las personas. Cuando se trata de dinero, la amistad nada vale. Y al final ¿para qué? Usted cree que ¿los dueños por ser ricos, se han asegurado el cielo, son mejores, saben más o son más buenos que los pobres…?

—Nadie tiene asegurado el cielo, y eso, si es que existe…

—Existe señor. No lo dude, y también el infierno para los malvados. Usted cree que los ricos, comiendo cosas caras y sofisticadas, satisfacen su hambre de mejor manera que lo hace cualquier mendigo, no señor. Se sacian igual. Por más plata que tengan, no pueden comer más o dormir mejor que cualquier mendigo, y le aseguro que cualquier pobre duerme mejor que los ricos, que todo el tiempo solo están pensando en ¿¡Como gano más dinero!?, ¿Me estarán robando? y así, cosas por el estilo. Es una triste obsesión. Los compadezco.

—En parte, tiene razón Juan. Pero piénselo. Podrás comprar mejores cosas a su familia…

—Seguro que sí señor, pero ¿a costa de que…? De mi tranquilidad, de traicionar mis principios, mis valores más elementales. Para mi familia vale más mi tiempo, mi dedicación.

—Bueno Juan. No insisto.

—Gracias por escucharme señor. Pero recuerde, que muchas empresas aprovechan la necesitad de las personas para hacerles pisotear sus propios principios, y los tontos de los trabajadores,  a veces, hasta nos enorgullecemos de ello. Nadie está seguro.  ¿Quién sabe?, en cualquier momento, quizás también lo sacan a usted con una patada en el culo, como  han hecho con tantos de nosotros. Espero que no sea así señor, porque personas de criterio amplio y respetuosas como usted que saben escuchar, no hay muchas. No todos me hubieran escuchado con su paciencia, la mayor parte de los gerentes de ahora son pavos presuntuosos que han dejado de aprender. Le deseo éxitos señor, ojalá pueda construir un ambiente laboral saludable y sostenible, donde todos puedan contribuir al éxito de la empresa y sentirse valorados y respetados. Si lo logra, quizá entonces lo consideraría. Por ahora, yo no quiero contribuir de ninguna manera a que este monstruo inconsciente , inmisericorde e irrespetuoso siga creciendo. Le agradezco que me haya llamado, señor, y sobre todo por su tiempo y paciencia. ¡Que le vaya bien!

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