En memoria de Betty Ballón de Sierra
Ver partir a una madre buena es presenciar el dolor hecho silencio.
Despedir a doña Betty Ballón de Sierra fue así de doloroso; sentir el dolor de don Bernardino y el de Lucho, Rómulo y Tania fue algo verdaderamente triste.
Cuando un ser cómo Doña Betty se va, la pena se convierte en un manto que todos, sin excepción, sentimos sobre los hombros.
Porque una verdadera madre no solo es madre de su propia sangre, sino que con cada uno de sus actos extiende sus brazos a los demás, a su comunidad, como quien ofrece un pedazo de sí misma al que pasa y al que la busca: a veces para aconsejar, otras para ayudar y también alguna vez para reconvenir.
Pero es la ley de la vida: venimos a este Valle de Lágrimas a cumplir una misión, y ¡qué bella misión tienen las madres! Y qué dolor queda cuando ellas se van. Entonces, sentimos su ausencia en cada rincón de la vida, en esos gestos tan suyos que hacían del mundo un lugar más cálido.
Duele saber que no volveremos a escuchar su suave voz, sus saludos y consejos, y que ni siquiera nos iluminará más el brillo de su mirada.
Sus partidas nos hacen comprender que, al final, una madre es un refugio común, una presencia que, al irse, deja a todos huérfanos, aunque ella no nos haya dado la vida.
Esa pérdida se vuelve espejo, reflejo de nuestras propias despedidas pendientes, de los adioses que aún no hemos pronunciado. Y en el llanto ajeno se deshacen nuestros propios miedos y nostalgias. Alguien decía que una buena madre no muere, solo se convierte en eterno recuerdo, en esa voz interna que, aunque partida, continúa hablándonos en el alma. Porque, aunque se vaya, su amor sigue aquí, con nosotros, en un murmullo que nunca termina.
Es que la madre es una presencia tan arraigada en el corazón que su ausencia parece inconcebible.
Desde los primeros pasos hasta los últimos suspiros compartidos, ella es ese refugio constante, esa fuerza incansable que sostiene, nutre y guía.
Cuidarla en vida es un enorme privilegio para quienes tenemos la suerte de velar por ellas. Entonces, no solo es un acto de amor, es una dulce forma de abonar a una deuda que nunca se paga del todo, pero que colma el alma con una satisfacción profunda.
Día a día, sus gestos hablan de un amor que va más allá de las palabras: el silencio de sus preocupaciones, la calidez de sus caricias, la mirada que tranquiliza y enseña.
Estar a su lado es aprender de una sabiduría antigua, de ese conocimiento que solo la experiencia y el sacrificio pueden otorgar.
Ellas saben que la vida se escapa, que las oportunidades son finitas, y por eso su amor se vuelve un canto de entrega sin reservas.
Cuando llega el momento de despedirlas, la resignación es escurridiza. Seguramente, la sensación de haber estado allí para ella, de haberla acompañado y devuelto en pequeños gestos lo que nos dio, trae consuelo, pero nunca llena el vacío. Y aunque su ausencia se siente como un dolor eterno, el corazón sabe que esa dedicación, ese privilegio de cuidarla, es el tributo que queda grabado en el alma, como una flor que nunca se marchita.
Porque aunque el cuerpo se vaya, el amor de una madre nunca se va: permanece con nosotros para siempre y es el combustible que alimenta nuestros propósitos y que nos hace buenas personas.
Si no hubiera madres, no habría amor en este mundo.
Por eso, cuidar de ellas en vida, amarlas sin condiciones, es una bendición que, lamentablemente, algunos desafortunados no entienden hasta que ya es demasiado tarde.
La tía Betty partió rodeada del amor de su familia que le dio fuerza, valor y sustento durante su dura enfermedad.
Descansa en paz querida tía Betty. Que el Señor te reciba en su morada eterna, donde la luz infinita acariciará tu alma por toda la eternidad; y a nosotros, que caminamos bajo el velo de su ausencia, nos conceda el bálsamo de la paz y la dulce certeza de que tu amor perdura más allá del adiós.
Lente: Luis Achahuanco Segovia
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