EL VIAJE DE ALEJANDRO

A sus 45 años, Alejandro Martínez, postrado en la cama de un hospital, comprendió que la existencia no era una carrera de obstáculos, sino un viaje personal de autodescubrimiento. Y no era la primera vez; era la segunda que caía hospitalizado a causa de su intenso ritmo de trabajo.

Un desvanecimiento al volante de su SUV Audi Q3 por poco lo mata 

La vida, para él, había sido un largo camino de expectativas ajenas, un sendero trazado por las aspiraciones y necesidades de otros, no por sus propios sueños.

Alejandro recordaba cada momento en que había cedido ante las expectativas familiares.
Sus padres y abuelos le habían dicho que querían que fuese un gran profesional, y él se quemó las pestañas para complacerlos.
Su padre, un respetado ingeniero, se sintió feliz cuando su hijo decidió seguir su carrera. Había visualizado su futuro desde la infancia: matemáticas, universidad prestigiosa, trabajo corporativo.
Alejandro, dócil como un corderito, había seguido desde entonces ese guion sin cuestionar.

—Hijo, trabajar duro es la única manera de triunfar. No hay éxito sin sacrificio —repetía su padre.

Pero triunfar, comprendería Alejandro años después, no era acumular títulos o conseguir un puesto ejecutivo, sino ser feliz.

¡It’s all about having a good time, man! (¡Se trata de pasarla bien, hombre!) —le había dicho un indigente que estaba en la camilla del lado, que, curiosamente, tenía una expresión sumamente feliz.

Alejandro entendió que él se refería a una felicidad auténtica, que no dependiera de parámetros externos.

Su trabajo en una multinacional le generaba un salario considerable. Cada mes, su cuenta bancaria crecía, pero su alma se marchitaba en reuniones interminables, viajes estresantes, metas por cumplir y competencia feroz.
El mundo corporativo lo consumía lentamente.

Desde los 30 años, su cuerpo había empezado a protestar: insomnio, estrés crónico, gastritis, impotencia, caída del cabello.
El último médico que lo vio fue tajante:
—Su estilo de vida es insostenible.

Recordó entonces una frase que había calado en él al leerla en una revista recientemente. Era del filósofo Séneca: «No hay viento favorable para quien no sabe a dónde va». Y él no lo sabía, nunca lo había sabido. Se dedicó simplemente a trabajar y a intentar ser el mejor en todo. Se sentía flotar en una corriente que él no había elegido.

Las vacaciones se habían convertido en un concepto abstracto. Trabajaba los fines de semana, cancelaba reuniones familiares, postergaba encuentros con amigos. Todo por un ascenso, por un reconocimiento que, inevitablemente, resultaría vacío.

Su matrimonio había colapsado. Hacía cinco años que María lo había dejado. Ella, que alguna vez fuera su dulce esposa, no pudo soportar la distancia emocional.

—¡Estás físicamente, pero nunca estás aquí! —le había dicho la última noche antes de irse.

Sus hijos, David y Sophia, eligieron irse con ella. Le dio un poco de envidia, pues sentía que a ella la querían mucho más que a él.
Reflexionando, se dijo: qué podría esperar si crecieron con un padre más presente en videoconferencias que en momentos reales. Se había perdido: cumpleaños, actuaciones, triunfos deportivos, graduaciones, momentos íntimos… todo sacrificado en el altar de la ambición profesional.

«La vida no se mide por los momentos que respiras, sino por los momentos que te quitan la respiración» había escuchado decir a un conferencista alguna vez. Y él había dejado pasar muchos de esos momentos.

El diagnóstico médico fue como un balde de agua fría: agotamiento, depresión, riesgo neurológico y cardiovascular.

—Tiene pocas opciones —le dijo el doctor—: cambiar su estilo de vida o resignarse a otro accidente, a enfermar gravemente, o quizá a morir.

Esa noche, mirando por la ventana de la habitación del lujoso hospital, comprendió que había vivido una vida que no era la suya. Una vida prestada, diseñada por otros, ejecutada sin pasión.

Decidió tomarse un año sabático, hacer un viaje. No un viaje de negocios, sino un viaje consigo mismo.

Compró un boleto a su país de origen, a Perú. Pero no fue a casa, por lo menos no directamente. Decidió conocer el país antes de volver a su hogar. Había muchos lugares que siempre había querido conocer y nunca tuvo tiempo para hacerlo.

Empezó en Cusco, como era lógico:
Machu Picchu, el Valle Sagrado de los Incas, Ollantaytambo, Pisac, la fortaleza de Sacsayhuamán, el centro arqueológico de Moray, los impresionantes andenes y las tradicionales y coloridas comunidades de Urubamba y Chinchero. El centro histórico de Cusco con su arquitectura colonial construida sobre bases incas: la iglesia de la Compañía de Jesús, la Plaza de Armas, el mercado de San Pedro, el Qorikancha.

Luego viajó a Puno, donde paseó por el lago Titicaca antes de ir a conocer el cañón del Colca y la blanca ciudad de Arequipa. Después fue a la costa: a las líneas de Nazca y al norte, a Chan Chan y las playas de Máncora, para relajarse antes de conocer la exuberante selva amazónica. Por último, recaló en Lima.

—¡Un viaje memorable! —dijo, feliz, por fin entre los suyos.

Rememorando, había algo que le llamaba la atención: los habitantes locales, aquellos que más duro trabajaban, con poco más que su sonrisa y su comunidad, parecían más felices que cualquier ejecutivo en Manhattan.
Entre ruinas incas y comunidades ancestrales, redescubrió el significado de comunidad, de la conexión humana.

Había grabado en video la declaración de Rosa, una tejedora del Cusco, que le dio un gran mensaje en quechua mientras sus manos tejían intrincados diseños:

—Kawsay mana ch’unkamuy, yuyarisqa kanmi… —había dicho, y luego agregado— Kawsayman mana qullqi tantakuy, yachakuy kan, papay.
(La vida no es para acumular, es para sentir. La vida no es juntar dinero, es aprender, papá.)

Ella, con la ancestral sabiduría de los incas, le enseñó que la riqueza no estaba en los bienes materiales, sino en las experiencias, en las relaciones.

Alejandro estaba transformado.

Renunció a su trabajo corporativo y fundó una pequeña consultoría en el Perú, enfocada en el bienestar laboral y la promoción de valores y principios básicos. Su misión: evitar que otros cayeran en la trampa en la que él había estado atrapado.

Reconectó con sus hijos. No con regalos costosos, sino con tiempo, con presencia real. Escuchó sus historias, compartió sus sueños.
Con María, su exesposa, estableció una relación de respeto y colaboración en la crianza de los hijos. El divorcio ya no era una herida, sino un aprendizaje.

A sus 50 años, Alejandro comprendió las cinco verdades que muchos solo comprenden al final y las escribió para un afiche que mandó imprimir y regaló en muchos lugares:

  1. La vida no es un guion escrito por otros, sino una historia que tú escribes.
  2. El trabajo es importante, pero no debe consumir tu esencia.
  3. El amor y las emociones son el verdadero capital de la vida.
  4. La familia y los seres queridos son el tesoro más preciado.
  5. La felicidad no es un destino, es un viaje diario de autodescubrimiento.

Reflexión final:

La vida no se mide por los años que se viven, sino por la intensidad con que se viven. Cada día es una oportunidad para reinventarse, para amar, para ser auténtico.
A todos nos espera un momento de reflexión. La pregunta no es si llegará, sino qué encontrarás cuando llegue.
No dejes que otros diseñen tu existencia. Sé el arquitecto de tu propio destino.

«Vivir no es solo existir, sino crear, sentir, expandirse, experimentar al máximo cada momento.»

Si has llegado hasta aquí, querido lector, es por algo. No esperes a un diagnóstico médico, un accidente o a un momento límite para despertar.
La vida no es un ensayo, es la función principal.
Elige ser feliz hoy. Ahora. En este preciso instante.
Tu vida te está esperando.
No la desperdicies.

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