EL VIAJE SIN FIN

Escuché un bello mensaje sobre la finitud de la vida que me hizo reflexionar y me provocó escribir sobre este tema

Hay días en que uno se levanta con el alma pesada, como si hubiera dormido con todas las preocupaciones del mundo bajo la almohada. La economía tambaleante, los políticos que parecen salidos de un circo de mala muerte, el futuro que se presenta más espeso que sopa recalentada. Y entonces nos pasamos el día rumiando angustias, masticando miedos, digiriendo incertidumbres, como si fuéramos profesionales del sufrimiento.

Pero en medio de todo este circo de preocupaciones, hay un pequeño detalle que solemos olvidar: que somos mortales. Sí, así como suena. Y lo curioso es que nos comportamos exactamente como si fuéramos eternos.

No es un tema del que nos guste hablar, pero es necesario pensar en eso, en ese viaje, el último, el definitivo, el que llegará sin aviso previo. A todos nos pasará; nadie sabe ni cómo ni cuándo sucederá. Simplemente aparecerá, como esos visitantes inoportunos que tocan a la puerta justo cuando uno está en calzoncillos.

Lo curioso es que es un viaje que no permite equipaje. Nada de nada. Es peor que las aerolíneas baratas, y sin embargo, hemos pasado la vida entera llenando maletas. No solo de ropa, joyas y gadgets, sino de propiedades, cuentas bancarias, títulos, reconocimientos.

Vamos por la vida como esas damas obsesivas (seguro que todos conocemos alguna), que no pueden pasar frente a una tienda sin querer comprar algo o, por lo menos, mirar las ofertas.

Hacemos planes para el año próximo, para cuando nos jubilemos, para cuando el país mejore o para cuando nos saquemos la Tinka. Pero al final, los planes se esfuman, los dejamos siempre para después, como si el después pudiera recuperarse.

Y cuando llega el momento del último viaje —porque llega siempre, puntual como un reloj suizo— nos sorprende en plena función. Nos vamos sin poder decir adiós, con muchas cosas en el tintero, sin dar ese abrazo pendiente, sin musitar el «te amo» que guardábamos para una ocasión especial que nunca llegó, sin soltar ese «perdóname» que el orgullo mantenía bajo llave.

Mientras tanto, ¿Qué nos preocupa? Que si la presidenta es una incompetente, que si los «padres de la patria» son una sarta de inútiles, que si la inflación nos devora el sueldo, que si el futuro es incierto. Nos llenamos la cabeza con estas preocupaciones como quien colecciona figuritas repetidas. Vivimos en un estado de alarma permanente por cosas que, en el fondo, no podemos controlar.

Dedicamos horas a imaginar catástrofes, a prepararnos para desastres que quizás nunca ocurran. Y en esa vorágine de preocupaciones, olvidamos un detalle menor: estamos vivos. Ahora. En este preciso instante. Con todo lo que eso implica de milagroso y fugaz.

El tren de la muerte no consulta horarios ni respeta turnos. Le importa un comino si estás en pelotas o vestido de gala, si recién no más empezaste tu gran proyecto o si lo dejaste a medias. Si ya terminaste de educar a tus hijos o acabaste de construir la casa. ¡No le importa nada! Es tremendamente democrático en su indiferencia.

Llega, abre sus puertas oxidadas y el boletero dice con voz aburrida:

—Este es su tren, suba, por favor, pase atrás, al fondo hay sitio.

Y tú, asustado, no atinas más que a decir:

—¡Un ratito, por favor! —o en su defecto, sonriéndole al cadavérico boletero, susurras— ¡Tomaré el siguiente…! —. Él mirándote sombríamente, te responde.

—¡Suba ya! No hay espera y no volverá a pasar.

Y si no subes, pues… te subirán a la fuerza, ¡Qué vainas!

¡Es así! Somos verdaderos maestros del arte de postergar, de patear todo para adelante, o como ahora dicen los entendidos —para que suene más elegante—, «procrastinar».

¿Cuántas veces hemos dicho después? Después lo hago, después hago ese viaje, después me doy ese gusto, después le digo lo que siento, después empiezo a vivir de verdad. El después es el refugio de los cobardes y el paraíso de los procrastinadores. Esperamos el momento perfecto como si la vida fuera a encendernos una luz verde acompañada de fanfarria. Esperamos tener más dinero, más tiempo, mejores circunstancias, tener un gobierno decente y autoridades honestas. ¡Qué ilusos! Esperamos y esperamos, como pasajeros en una estación perdida, una que ni siquiera figura en ningún mapa.

Pero aquí viene la ironía más grande: el momento perfecto es este. Sí señor, este momento imperfecto, desordenado, caótico que estamos viviendo ahora mismo, el momento en que estás leyendo estas líneas de Peruanísima, quizás indignado o sorprendido, preguntándote: ¿Qué se habrá fumado el autor?

El pasado ya no existe más que en nuestra memoria selectiva. ¡Ya fue! El futuro es pura especulación. Solo tenemos el ahora, el presente, este momento tan poco glamoroso, tan ordinario, tan increíblemente valioso.

Y en este ahora, es donde podemos hacer lo único que realmente vale la pena: AMAR. No acumular posesiones ni preocupaciones. No angustiarnos por lo que escapa a nuestro control. Simplemente amar a esas personas que han puesto sabor a nuestra vida, que nos han hecho reír y suspirar, a veces, llorar hasta quedarnos sin lágrimas, y nos ayudaron a crecer cuando queríamos encogernos. Sin ellas, la vida sería como una obra de teatro sin público: técnicamente posible, pero profundamente absurda.

Y también hay que saber agradecer. Porque hay personas que dan sin esperar nada, que iluminan los proyectos ajenos como si fueran propios. Por eso quiero expresar mi gratitud a una mujer culta, sensible, brillante y generosa —la única que, con constancia y desinterés, siempre colabora con Peruanísima. Mi reconocimiento y mis mejores deseos para ella.

Llega un momento, si tenemos suerte y atención suficiente, en que entendemos que hay que hacer balance. No el balance contable que tanto preocupa a los auditores, sino el balance del alma. En este punto de la vida, debemos dejar de coleccionar pruebas y errores como si fueran figuritas de álbum. Basta ya de apariencias, basta ya de ensayos infinitos. Hay que aprender a disfrutar, a vivir con lo que tenemos y con quienes tenemos, sin tanta complicación ni cálculo. Se trata de quitar de nuestras vidas todo lo que divide y resta, y de quedarnos solo con lo que suma y multiplica. Porque, en el fondo, la existencia no se mide por la cantidad de problemas que resolvimos, sino por la intensidad de los momentos que nos atrevimos a saborear.

Y también —no menos importante— darse tiempo para nosotros. Para disfrutar con los amigos, para reír, para conversar sin reloj. Para tomarse un café o un trago, si apetece, pero sin cruzar esa línea donde la copa deja de ser placer y se convierte en verdugo. Porque emborracharse no es necesario ni lleva a ninguna parte: solo desgasta la salud, vacía el bolsillo y puede arruinar los instantes que pretendíamos hacer inolvidables. La vida, al final, no es un examen de resistencia, ni de ¿Quién tiene mejor cabeza?, sino una oportunidad de gozo lúcido y consciente.

Es también el momento de dejar atrás esos agravios que cargamos como si fueran medallas torcidas. De pedir perdón por nuestras culpas, que no son pocas.

Si hemos herido, aún podemos enmendarlo. Si nos hemos apropiado de algo que no nos pertenecía, aún podemos devolverlo. Seguramente, hay quienes la hicieron linda, «metieron la uña y nadie se dio cuenta», pero ¡Cómo pesa la conciencia! ¿No es cierto? Y más aún, cuando lleguemos a la estación final, ¿Tú crees que no lo sabrán…? Quizás ya no podamos devolver lo sustraído directamente a los agraviados, pero sí, aún podemos restituirlo a su comunidad. ¡Hagamos el bien! Tratemos de reparar el daño causado: nunca es tarde para hacer lo correcto, aunque duela, aunque incomode. Porque lo que se arrastra en secreto termina pesando mucho más que lo confesado y enmendado.

Soltar esas amarras invisibles que nos atan a resentimientos antiguos, a envidias rancias, a miedos heredados. Y al final, poder decir con la tranquilidad de quien ha vivido de verdad, ese hermoso verso de Amado Nervo:

«¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!»

No porque hayamos sido perfectos —que la perfección es un invento de gente muy aburrida—, sino porque hemos vivido con honestidad. Porque hemos amado, que parece ser el único propósito que tiene sentido en este absurdo y maravilloso viaje. Porque hemos hecho nuestro mejor esfuerzo para hacer este mundo mejor, para cumplir con la parte que nos correspondía.

Entonces, ¿vale la pena preocuparnos por el estado del país, por la mediocridad de nuestros líderes, por el futuro incierto? Sí y no. Sí, porque somos parte de una comunidad y tenemos responsabilidades. No, porque no podemos permitir que esas preocupaciones nos roben lo único verdaderamente valioso: este momento, esta vida, estas personas que amamos.

Porque cuando llegue ese último viaje —y llegará, tan seguro como que mañana saldrá el sol— nadie nos va a preguntar cuánto teníamos en el banco, cuantos autos tuvimos, ni en que barrio vivimos, ni qué títulos conseguimos o qué cargo ocupábamos. Lo único que quedará será el amor que dimos y el que recibimos. Todo lo demás es ruido, y punto.

Así que, mi querido lector, si has tenido la paciencia de leerme hasta aquí, te agradezco, y aquí va mi sugerencia completamente gratuita: PREOCÚPATE MENOS, AMA MÁS. ¡Da ese abrazo que tienes pendiente! Di esos «te quiero» que guardas en tu pecho como si fueran vajilla fina. Regálalos mucho, a muchos. Cuantos más des, más tendrás. ¡Pide ese perdón que el orgullo mantiene en prisión! Agradece a esas personas que han sido las especias que han dado sabor a tu vida.

Hazlo hoy. Hazlo ahora. Porque el tren puede llegar mañana o dentro de cincuenta años, pero cuando llegue, lo único que importará será si realmente vivimos o si solo ensayamos para una vida que nunca comenzó.

Y recuerda: al final, lo único que nos llevamos es lo que dimos. El resto se quedará aquí, acumulando polvo y olvido.


EN PAZ

Amado Nervo (México 1870-1919)

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

 …Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas…

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.

 ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Entradas relacionadas

EL PAN Y EL VERSO

DEL DIAL AL CELULAR: LA NUEVA VIDA DE LA RADIO

EL ARTE DE CUIDAR A LOS QUE AMAMOS

Este sitio web utiliza cookies para mejorar su experiencia. Suponemos que está de acuerdo, pero puede darse de baja si lo desea. Seguir leyendo