EL WAWITO QUIERE SER NEGRILLO

El sonido de la tinya y el violín significaba el final intempestivo de los juegos callejeros. Entre el 4 y el 6 de enero, en una costumbre permanente por la “Bajada de Reyes”, los negrillos Sauñe recorrían las calles de Abancay, ataviados de trajes de luces y máscaras que generaban un misterio adicional sobre los personajes ocultos que danzaban incansablemente al ritmo “Chin-chin-chin”. El ruido fuerte del bombo, el platillo y la tinya, era adornado por melodías agradables del violín andino que era una rara mezcla de festividad y melancolía. Era el Perú profundo.

Desde los niños que corrían hasta la esquina más cercana y acompañaban el recorrido de los negrillos, hasta los más jóvenes y mayores que iban a verlos en ese show tradicional en la puerta de la Catedral de Abancay, para todos era una costumbre del calendario abanquino que venía días después del Año Nuevo.

El patriarca de los Sauñe había traído la tradición desde Huancarama, en los años sesenta. Sus hijos tenían dentro de su herencia irrenunciable convertirse en negrillos. Y sólo los personajes complementarios eran buscados en un esforzado “casting” que según dicen tenía mucha convocatoria. Además de los cinco negrillos danzantes, había una “dama” con vestido blanco y tul con sombrero del mismo color que apenas hacía distinguir su rostro maquillado; ella hacía de pareja del caporal (el negrillo principal). Y también estaban los bufones del grupo que estaban representados por “la vieja y el viejo”… llevaban unas máscaras grotescas que eran la burla de la gente y el terror de los niños, porque dentro de la costumbre, estos bufones recibían insultos de las personas en la calle, que luego eran alcanzadas para recibir por lo menos un latigazo.

Los niños admirábamos a los negrillos y teníamos un miedo muy grande a la cercanía de la vieja y del

viejo.

Todos, incluidas “la dama y la vieja”, tenían que ser varones. Por tanto, el agregado singular dentro de la costumbre en una ciudad donde hasta los años ochenta las familias se conocían casi en su totalidad, era “adivinar” quiénes estaban detrás del disfraz de la dama y la vieja. La dama tenía un maquillaje y aspecto de mujer, que muchas veces terminaba en los comentarios llenos de risas de quienes descubrían que era un varón o que lo habían terminado por reconocer. La dama no hablaba, pero la vieja fingía torpemente la voz delgada, aunque su característica principal era la agilidad y la velocidad para alcanzar a quienes la insultaban.

Los negrillos se convirtieron en parte de nuestra identidad. No era raro ver entre los juegos de niños el hacer de negrillos e imitar de la mejor manera sus danzas. Era como nuestro regalo comunitario de “Bajada de Reyes”.

Cuando estaba en primer grado de primaria, teníamos un compañero de cinco años, menor que nosotros, al que le decíamos “wawito”. Era tímido y vivía cruzando el riachuelo que estaba al costado del colegio Grau. Hubo un día en el que la profesora nos preguntó, a cada uno, qué queríamos ser de grandes. Luego de varias respuestas obvias sobre el sueño de ser médicos o policías, llegó el turno del wawito que dio una respuesta inesperada: “Yo quiero ser negrillo”, dijo. Y ante la sorpresa y algunas risas en el aula, la profesora Lilia Bustamante quiso ir más allá: “Por qué?” Le repreguntó. Y el wawito, en una respuesta inocente pero que descubría naturalmente la misión que todas las personas tenemos en la vida y que a veces la olvidamos, dijo con total convencimiento: “Porque sería feliz”.

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