ELOGIO DE LA LECTURA Y LA FICCIÓN

por Mario Vargas Llosa
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Reinicio

El siguiente, es el discurso que ofreció Mario Vargas Llosa en Estocolmo, Suecia, al recibir el Premio Nobel de literatura en el año. 2010 En este, nos conduce por un sendero iluminado por los fuegos sagrados de la literatura. No es sólo el testimonio de un laureado, sino el canto apasionado de un hombre que ha hecho de la palabra su patria, su lanza y su refugio. Vargas Llosa no solo agradece, rememora y reflexiona: también arde, combate y sueña, como solo lo hace quien ha vivido mil vidas a través de los libros.

Desde sus primeros encuentros con el capitán Nemo y los mosqueteros hasta la defensa encendida de la democracia frente al oscurantismo, el autor teje un tapiz donde conviven la emoción y la razón, la infancia perdida y el Perú entrañable. Es un llamado a no abandonar jamás los libros, a creer en la ficción como vehículo de libertad, conciencia y civilización. Un texto imprescindible para todo aquel que sienta, en el fondo de su alma, que leer es también una forma de vivir.

«Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano,  en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más  importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después  recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los  libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del  tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo  veinte  mil  leguas  de  viaje  submarino,  luchar  junto  a  d’Artagnan,  Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina  en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas  de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius  a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al  alcance  del  pedacito  de  hombre  que  era  yo  el  universo  de  la  literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí  fueron  continuaciones  de  las  historias  que  leía  pues  me  apenaba  que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo  que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el  tiempo, mientras crecía,    maduraba y envejecía, las historias que  llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me  gustaría  que  mi  madre  estuviera  aquí,  ella  que  solía  emocionarse  y  llorar  leyendo  los  poemas  de  Amado  Nervo  y  de  Pablo  Neruda,  y  también  el  abuelo  Pedro,  de  gran  nariz  y  calva  reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me  animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura,  en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la  vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y  me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda,  también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena  parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir,  crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que  vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el  caos,  embellece  lo  feo,  eterniza  el  instante  y  torna  la  muerte  un  espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se  marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo  reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender  de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es  una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma  –la escritura y  la estructura‐  lo que engrandece  o  empobrece los  temas.  Martorell,    Cervantes,  Dickens,  Balzac,  Tolstoi,  Conrad,  Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en  una  novela  como  la  destreza  estilística  y  la  estrategia  narrativa.  Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de  teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores  opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell,  que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que  el  heroísmo  y  la  épica  cabían  en  la  actualidad  tanto  como  en  el  tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo  algo  o  mucho  sus  sombras  nos  sumirían  en  la  oscuridad.  Son  innumerables.  Además  de  revelarme  los  secretos  del  oficio  de  contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus  hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más  serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí  que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la  pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer  ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos  lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura  era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero  estas  dudas  nunca  asfixiaron  mi  vocación  y  seguí  siempre  escribiendo,  incluso  en  aquellos  períodos  en  que  los  trabajos  alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo,  pues,  si  para  que  la  literatura  florezca  en  una  sociedad  fuera  requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad  y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias  a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos  que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a  una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando  los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus  fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que  leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu  crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir,  leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.

Quien  busca  en  la  ficción  lo  que  no  tiene,  dice,  sin  necesidad  de  decirlo, ni  siquiera saberlo, que  la  vida  tal  como  es  no nos  basta  para colmar nuestra sed de absoluto,    fundamento de la condición  humana,  y  que  debería  ser  mejor.  Inventamos  las  ficciones  para  poder  vivir  de  alguna  manera  las  muchas  vidas  que  quisiéramos  tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de  la  libertad  para  que  la  vida  sea  vivible  y  del  infierno  en  que  se  convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una  religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos  en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma  de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados  en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la  temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y  vigilan  con  tanta  suspicacia  a  los  escritores  independientes.  Lo  hacen  porque  saben  el  riesgo  que  corren  dejando  que  la  imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las  ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y  que  en  ellas  se  ejerce,  con  el  oscurantismo  y  el  miedo  que  lo  acechan  en  el  mundo  real.  Lo  quieran  o  no,  lo  sepan  o  no,  los  fabuladores,  al  inventar  historias,    propagan  la  insatisfacción,  mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía  es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa  raíces  en  la  sensibilidad  y  la  conciencia,  vuelve  a  los  ciudadanos  más  difíciles  de  manipular,  de  aceptar  las  mentiras  de  quienes  quisieran  hacerles  creer  que,  entre  barrotes,  inquisidores  y  carceleros viven más seguros y mejor.

La  buena  literatura  tiende  puentes  entre  gentes  distintas  y,  haciéndonos gozar,    sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de  las  lenguas,  creencias,  usos,  costumbres  y  prejuicios  que  nos  separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en  el  mar,  se  encoge  el  corazón  de  los  lectores  idénticamente  en  Tokio, Lima o Tombuctú.

Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja  al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano  doctor  Juan  Dahlmann  sale  de    aquella  pulpería  de  la  pampa  a  enfrentarse  al  cuchillo  de  un  matón,  o  advertimos  que  todos  los  pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos,  el  estremecimiento  es  semejante  en  el  lector  que  adora  a  Buda,  Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba,  kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de  la  diversidad  humana  y  eclipsa  las  fronteras  que  erigen  entre  hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los  idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de  los  fanáticos,    la  de  los  terroristas  suicidas,  antigua  especie  convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los  inocentes  lava  las  afrentas  colectivas,  corrige  las  injusticias  e  impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas  son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes  se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el  desplome  de  los  imperios  totalitarios,  la  convivencia,  la  paz,  el  pluralismo,  los  derechos  humanos,  se  impondrían  y  el  mundo  dejaría  atrás  los  holocaustos,  genocidios,  invasiones  y  guerras  de  exterminio. Nada de eso ha ocurrido.

Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y,  con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede  excluir  que  cualquier  grupúsculo  de  enloquecidos  redentores  provoque  un  día  un  cataclismo  nuclear.  Hay  que  salirles  al  paso,  enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de  sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror  las  pesadillas  que  provocan.  No  debemos  dejarnos  intimidar  por  quienes  quisieran  arrebatarnos  la  libertad  que  hemos  ido  conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la  democracia  liberal,  que,  con  todas  sus  limitaciones,  sigue  significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los  derechos  humanos,  el  respeto  a  la  crítica,  la  legalidad,  las  elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos  ha  ido  sacando  de  la  vida  feral  y  acercándonos  –aunque  nunca  llegaremos a alcanzarla‐ a la hermosa y perfecta vida que finge la  literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola  podemos  merecer.  Enfrentándonos  a  los  fanáticos  homicidas  defendemos  nuestro  derecho  a  soñar  y  a  hacer  nuestros  sueños  realidad.

En  mi  juventud,  como  muchos  escritores  de  mi  generación,  fui  marxista  y  creí  que  el  socialismo  sería  el  remedio  para  la  explotación  y  las  injusticias  sociales  que  arreciaban  en  mi  país,  América  Latina  y  el  resto  del  Tercer  Mundo.  Mi  decepción  del  estatismo  y  el  colectivismo  y  mi  tránsito  hacia  el  demócrata  y  el  liberal que soy –que trato de ser‐ fue largo, difícil, y se llevó a cabo  despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución  Cubana,  que  me  había  entusiasmado  al  principio,  al  modelo  autoritario  y  vertical  de  la  Unión  Soviética,  el  testimonio  de  los  disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag,  la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia,  y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean‐ François Rével,  Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la  cultura  democrática  y  de  las  sociedades  abiertas.  Esos  maestros  fueron  un  ejemplo  de  lucidez  y  gallardía  cuando  la  intelligentsia    de  Occidente  parecía,  por  frivolidad  u    oportunismo,  haber  sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al  aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado  con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que  respiraron  Balzac,  Stendhal,    Baudelaire,  Proust,  me  ayudaría  a  convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo  sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es  que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables,  como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina,  un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban  vivos  y  escribiendo,  en  los  años  de  Ionesco,  Beckett,  Bataille  y  Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar  Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de  la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas  piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más  teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y  los  truenos  olímpicos  del  General  de  Gaulle.  Pero,  acaso,  lo  que  más  le  agradezco  a  Francia  sea  el  descubrimiento  de  América  Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a  la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y  política,  una  cierta  manera  de  ser  y  la  sabrosa  lengua  en  que  hablaba  y  escribía.  Y  que  en  esos  mismos  años  producía  una  literatura  novedosa  y  pujante.  Allí  leí  a  Borges,  a  Octavio  Paz,  Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti,  Carpentier,  Edwards,  Donoso  y  muchos  otros,  cuyos  escritos  estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a  los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América  Latina  no  era  sólo  el  continente  de  los  golpes  de  Estado,  los  caudillos  de  opereta,  los  guerrilleros  barbudos  y  las  maracas  del  mambo  y  el  chachachá,    sino  también  ideas,  formas  artísticas  y  fantasías  literarias  que  trascendían  lo  pintoresco  y  hablaban  un  lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América  Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César  Vallejo, todavía Hay, hermanos,    muchísimo que hacer. Padecemos  menos  dictaduras  que  antaño,  sólo  Cuba  y  su    candidata  a  secundarla,  Venezuela,  y  algunas  seudo  democracias  populistas  y  payasas,    como  las  de  Bolivia  y  Nicaragua.  Pero  en  el  resto  del  continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada  en  amplios  consensos  populares,  y,  por  primera  vez  en  nuestra  historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil,  Chile,    Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y  casi  todo  Centroamérica,    respetan  la  legalidad,  la  libertad  de  crítica, las elecciones y la renovación en el poder.

Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa  corrupción  y  sigue  integrándose  al  mundo,  América  Latina  dejará  por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero  en Europa, ni, en verdad, en  ninguna parte.

En  todos  los  lugares  donde  he  vivido,  en  París,  en  Londres,  en  Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil  o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado  una  querencia  donde  podía  vivir  en  paz  y  trabajando,  aprender  cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas  para  escribir.  No  me  parece  que  haberme  convertido,  sin  proponérmelo,  en  un  ciudadano  del  mundo,  haya  debilitado  eso  que  llaman  “las  raíces”,  mis  vínculos  con  mi  propio  país  –lo  que  tampoco  tendría  mucha  importancia‐,  porque,  si  así  fuera,  las  experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y  no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan  ocurrir muy lejos del  Perú.  Creo  que  vivir  tanto  tiempo  fuera  del  país  donde  nací  ha  fortalecido  más  bien  aquellos  vínculos,  añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe  diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los  recuerdos.  El  amor  al  país  en  que  uno  nació  no  puede  ser  obligatorio,    sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento  espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e  hijos, a los amigos entre sí.

Al  Perú  yo  lo  llevo  en  las  entrañas  porque  en  él  nací,  crecí,  me  formé,  y  viví  aquellas  experiencias  de  niñez  y  juventud  que  modelaron  mi  personalidad,  fraguaron  mi  vocación,  y  porque  allí  amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más,    me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes.  No  lo  he  buscado  ni  me  lo  he  impuesto,  simplemente  es  así.  Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de  perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los  gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con  sanciones  diplomáticas  y  económicas,  como  lo  he  hecho  siempre  con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de  Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de  Irán,  la  del  apartheid    de  África  del  Sur,  la  de  los  sátrapas  uniformados    de  Birmania  (hoy  Myanmar).  Y  lo  volvería  a  hacer  mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan‐ el  Perú  fuera  víctima  una  vez  más  de  un  golpe  de  Estado  que  aniquilara  nuestra  frágil  democracia.  Aquella  no  fue  la  acción  precipitada  y  pasional de  un resentido,  como  escribieron  algunos  polígrafos  acostumbrados  a  juzgar  a  los  demás  desde  su  propia  pequeñez.  Fue  un  acto  coherente  con  mi  convicción  de  que  una  dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de  brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho  en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas  que  se  prolongan  a  lo  largo  de  las  generaciones  demorando  la  reconstrucción  democrática.  Por  eso,  las  dictaduras  deben  ser  combatidas  sin  contemplaciones,  por  todos  los  medios  a  nuestro  alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los  gobiernos  democráticos,  en  vez  de  dar  el  ejemplo,    solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba,    los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se  enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a  menudo  complacientes  no  con  ellos  sino  con  sus  verdugos.  Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la  nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de  “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor.  Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o  no:  una  suma  de  tradiciones,  razas,  creencias  y  culturas  procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece  sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los  tejidos  y  mantos  de  plumas  de  Nazca  y  Paracas  y  los  ceramios  mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo,  de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan,  Kuelap,    Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de  los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al  Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo‐ cristiana, el Renacimiento,  Cervantes, Quevedo y Góngora, y a lengua recia de Castilla que los  Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África  con  su  reciedumbre,  su  música  y  su  efervescente  imaginación  a  enriquecer  la  heterogeneidad  peruana.  Si  escarbamos  un  poco  descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño  formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un  país  que  no  tiene  una  identidad  porque  las  tiene  todas!    La  conquista  de  América  fue  cruel  y  violenta,  como  todas  las  conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al  hacerlo,  que  quienes  cometieron  aquellos  despojos  y  crímenes  fueron,  en  gran  número,  nuestros  bisabuelos  y  tatarabuelos,  los  españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se  quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser  una autocrítica.

Porque,  al  independizarnos  de  España,  hace  doscientos  años,  quienes  asumieron  el  poder  en  las  antiguas  colonias,  en  vez  de  redimir  al  indio  y  hacerle  justicia  por  los  antiguos  agravios,  siguieron  explotándolo  con  tanta  codicia  y  ferocidad  como  los  conquistadores,  y,  en  algunos  países,  diezmándolo  y  exterminándolo.  Digámoslo  con  toda  claridad:  desde  hace  dos  siglos  la  emancipación  de  los  indígenas  es  una  responsabilidad  exclusivamente  nuestra  y  la  hemos  incumplido.  Ella  sigue  siendo  una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola  excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero  a  España  tanto  como  al  Perú  y  mi  deuda  con  ella  es  tan  grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por  España  jamás  hubiera  llegado  a  esta  tribuna,  ni  a  ser  un  escritor  conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados,    andaría  en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios,  ni lectores,    cuyo talento acaso –triste consuelo‐ descubriría algún  día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí  reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen  Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran  lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando  podía perder la mía.

Jamás  he  sentido  la  menor  incompatibilidad  entre  ser  peruano  y  tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España  y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo  en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la  historia, la lengua y la cultura.

De  todos  los  años  que  he  vivido  en  suelo  español,  recuerdo  con  fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de  los  años  setenta.  La  dictadura  de  Franco  estaba  todavía  en  pie  y  aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el  campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño.  Se  abrían  rendijas  y  resquicios  que  la  censura  no  alcanzaba  a  parchar  y  por  ellas  la  sociedad  española  absorbía  nuevas  ideas,  libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta  entonces  prohibidos  por  subversivos.  Ninguna  ciudad  aprovechó  tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una  efervescencia  semejante  en  todos  los  campos  de  las  ideas  y  la  creación.  Se  convirtió  en  la  capital  cultural  de  España,    el  lugar  donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se  vendría.  Y,    en  cierto  modo,  fue  también  la  capital  cultural  de  América  Latina  por  la  cantidad  de  pintores,  escritores,  editores  y  artistas  procedentes  de  los  países  latinoamericanos  que  allí  se  instalaron,  o  iban  y  venían  a  Barcelona,  porque  era  donde  había  que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor  de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables  de  compañerismo,  amistad,  conspiraciones  y  fecundo  trabajo  intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel,  una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y  trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra  civil,  escritores  españoles  y  latinoamericanos  se  mezclaron  y  fraternizaron,  reconociéndose  dueños  de  una  misma  tradición  y  aliados  en  una  empresa  común  y  una  certeza:  que  el  final  de  la  dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura  sería la protagonista principal.

Aunque  no  ocurrió  así  exactamente,  la  transición  española  de  la  dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de  los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y  la  racionalidad  prevalecen  y  los  adversarios  políticos  aparcan  el  sectarismo  en  favor  del  bien  común,  pueden  ocurrir  hechos  tan  prodigiosos  como  los  de  las  novelas  del  realismo  mágico.  La  transición  española  del  autoritarismo  a  la  libertad,  del  subdesarrollo  a  la  prosperidad,  de  una  sociedad  de  contrastes  económicos  y  desigualdades  tercermundistas  a  un  país  de  clases  medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de  una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado  la  modernización  de  España.  Ha  sido  para  mí  una  experiencia  emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde  dentro.  Ojalá  que  los  nacionalismos,    plaga  incurable  del  mundo  moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto  toda  forma  de  nacionalismo,  ideología  –o,  más  bien,  religión‐  provinciana,  de  corto  vuelo,  excluyente,  que  recorta  el  horizonte  intelectual  y  disimula  en  su  seno  prejuicios  étnicos  y  racistas,  pues  convierte  en  valor  supremo,  en  privilegio  moral  y  ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto  con  la  religión,  el  nacionalismo  ha  sido  la  causa  de  las  peores  carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la  sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como  el  nacionalismo  a  que  América  Latina  se  haya  balcanizado,    ensangrentado  en  insensatas  contiendas  y  litigios  y  derrochado  astronómicos  recursos  en  comprar  armas  en  vez  de  construir  escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del  “otro”,    siempre  semilla  de  violencia,  con  el  patriotismo,  sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la  luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños,  paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se  convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La  patria  no  son  las  banderas  ni  los  himnos,  ni  los  discursos  apodícticos  sobre  los  héroes  emblemáticos,  sino  un  puñado  de  lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de  melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos,  existe  un  hogar  al  que  podemos  volver.  El  Perú  es  para  mí  una  Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis  abuelos  y  mis  tíos  me  enseñaron  a  conocer  a  través  de  sus  recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen  hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella  en su andariega existencia. Es la Piura del desierto,    el algarrobo y  el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el  pie ajeno” –lindo y triste apelativo‐, donde descubrí que no eran las  cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban  las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es  el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez  vi  subir  al  escenario  una  obrita  escrita  por  mí.  Es  la  esquina  de  Diego  Ferré  y  Colón,    en  el  Miraflores  limeño  ‐la  llamábamos  el  Barrio Alegre‐, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé  mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a  las  chicas.  Es  la  polvorienta  y  temblorosa  redacción  del  diario  La  Crónica  donde,  a  mis  dieciséis  años,  velé  mis  primeras  armas  de  periodista, oficio que, con la literatura,    ha ocupado casi toda mi  vida y me ha hecho,  como los libros, vivir más, conocer mejor el  mundo  y  frecuentar  a  gente  de  todas  partes  y  de  todos  los  registros, gente excelente,    buena, mala y execrable. Es el Colegio  Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño  reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces  confinado  y  protegido,  sino  un  país  grande,  antiguo,  enconado,  desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las  células  clandestinas  de  Cahuide  en  las  que  con  un  puñado  de  sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son  mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres  años,  entre  las  bombas,    apagones  y  asesinatos  del  terrorismo,  trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El  Perú  es  Patricia,  la  prima  de  naricita  respingada  y  carácter  indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y  que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan  a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un  torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana  ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace  todo  y  todo  lo  hace  bien.  Resuelve  los  problemas,  administra  la  economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas  y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes,  hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando  cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo  único que tú sirves es para escribir”.

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un  mito  literario  sino  una  realidad  que  viví  y  gocé  en  la  gran  casa  familiar  de  tres  patios,  en  Cochabamba,  donde  con  mis  primas  y  compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán  y  de  Salgari,  y  en  la  Prefectura  de  Piura,  en  cuyos  entretechos  anidaban  los  murciélagos,  sombras  silentes  que  llenaban  de  misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años,  escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia  que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá,  porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor  alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi  velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana  piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre  me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese  mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y,  desde  entonces,  todo  cambió.  Perdí  la  inocencia  y  descubrí  la  soledad, la autoridad, la  vida adulta  y  el  miedo.  Mi salvación  fue  leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir  era  exaltante,  intenso,  una  aventura  tras  otra,  donde  podía  sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como  quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida.  La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir  la  adversidad,  de  protestar,  de  rebelarme,  de  escapar  a  lo  intolerable,  mi  razón  de  vivir.  Desde  entonces  y  hasta  ahora,  en  todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado,  a  orillas  de  la  desesperación,  entregarme  en  cuerpo  y  alma  a  mi  trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la  tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y,  como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la  sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto  como  pasarme  los  meses  y  los  años  construyendo  una  historia,  desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó  de  alguna  experiencia  vivida,  que  se  volvió  un  desasosiego,  un  entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la  decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en  una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy  cierto,  una  manera  de  vivir  con  ilusión  y  alegría  y  un  fuego  chisporroteante  en  la  cabeza,  peleando  con  las  palabras  díscolas  hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador  en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y  aplacar  ese  apetito  voraz  de  toda  historia  que  al  crecer  quisiera  tragarse  todas  las  historias.  Llegar  a  sentir  el  vértigo  al  que  nos  conduce una novela en gestación,    cuando toma forma y parece  empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven,  actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que  ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos  de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de  persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la  primera  vez,  tan  plena  y  vertiginosa  como  hacer  el  amor  con  la  mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del  teatro,  otra  de  sus  formas  excelsas.  Una  gran  injusticia,  desde  luego. El teatro fue mi primer amor,    desde que, adolescente, vi  en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur  Miller,  espectáculo  que  me  dejó  traspasado  de  emoción  y  me  precipitó  a  escribir  un  drama  con  incas.  Si  en  la  Lima  de  los  cincuenta  hubiera  habido  un  movimiento  teatral  habría  sido  dramaturgo  antes  que  novelista.  No  lo  había  y  eso  debió  orientarme  cada  vez más hacia la narrativa.  Pero  mi amor por  el  teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas,  como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna  pieza  subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de  una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su  vida,  cortó  con  la  realidad  circundante  para  refugiarse  en  los  recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera  fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre  un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones  logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé  tanto  viéndola  en  escena, con Norma  Aleandro  en el papel de  la  heroína,  que,  desde  entonces,  entre  novela  y  novela,    ensayo  y  ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis  setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un  escenario  a  actuar.  Esa  temeraria  aventura  me  hizo  vivir  por  primera vez en carne y hueso el milagro que es,    para alguien que  se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas  a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público.  Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director  Joan  Ollé  y  la  actriz  Aitana  Sánchez  Gijón,  haberme  animado  a  compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la  acompañó).

La  literatura  es  una  representación  falaz  de  la  vida  que,  sin  embargo,  nos  ayuda  a  entenderla  mejor,  a  orientarnos  por  el  laberinto  en  el  que  nacimos,  transcurrimos  y  morimos.  Ella  nos  desagravia  de  los  reveses  y  frustraciones  que  nos  inflige  la  vida  verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el  jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los  seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas  que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la  trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o  el  sinsentido  de  la  historia,  el  más  acá  y  el  más  allá  del  conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en  que  nuestros  antepasados,  apenas  diferentes  todavía  del  animal,  recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron,  en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de  amenazas  –rayos,  truenos,  gruñidos  de  las  fieras‐,  a  inventar  historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro  destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por  la  voz y la  fantasía del  contador,  comenzó la civilización,  el  largo  transcurrir  que  poco  a  poco  nos  humanizaría  y  nos  llevaría  a  inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia,  las  artes,  el  derecho,    la  libertad,  a  escrutar  las  entrañas  de  la  naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas.  Aquellos  cuentos,  fábulas,  mitos,  leyendas,  que  resonaron  por  primera  vez  como  una  música  nueva  ante  auditorios  intimidados  por  los  misterios  y  peligros  de  un  mundo  donde  todo  era  desconocido  y  peligroso,  debieron  ser  un  baño  refrescante,  un  remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que  existir  quería  decir  apenas  comer,  guarecerse  de  los  elementos,  matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a  compartir  los  sueños,  incitados  por  los  contadores  de  cuentos,  dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino  de  quehaceres  embrutecedores,  y  su  vida  se  volvió  sueño,  goce,  fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento  y  cambiar  y  mejorar,  una  lucha  para  aplacar  aquellos  deseos  y  ambiciones  que  en  ellos  azuzaban  las  vidas  figuradas,  y  la  curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su  entorno.

Ese  proceso  nunca  interrumpido  se  enriqueció  cuando  nació  la  escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y  alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso,  hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas  generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que  un  ejercicio  intelectual  que  aguza  la  sensibilidad  y  despierta  el  espíritu  crítico.  Es  una  necesidad  imprescindible  para  que  la  civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros  lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de  la  incomunicación  y  la  vida  no  se  reduzca  al  pragmatismo  de  los  especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que  las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de  las  máquinas  que  inventamos  a  ser  sus  sirvientes  y  esclavos.  Y  porque  un  mundo  sin  literatura  sería  un  mundo  sin  deseos  ni  ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que  hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir  de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla  de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción  masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización,  las  ficciones  de  la  literatura  han  multiplicado  las  experiencias  humanas,    impidiendo  que  hombres  y  mujeres  sucumbamos  al  letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado  tanto  la  inquietud,  removido  tanto  la  imaginación  y  los  deseos,  como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias  a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes  pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la  literatura  se  vuelven  verdades  a  través  de  nosotros,  los  lectores  transformados,    contaminados  de  anhelos  y,  por  culpa  de  la  ficción,  en  permanente  entredicho  con  la  mediocre  realidad.  Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo  que  no  somos,  acceder  a  esa  imposible  existencia  donde,  como  dioses  paganos,  nos  sentimos  terrenales  y  eternos  a  la  vez,  la  literatura  introduce  en  nuestros  espíritus  la  inconformidad  y  la  rebeldía,  que  están  detrás  de  todas  las  hazañas  que  han  contribuido  a  disminuir  la  violencia  en  las  relaciones  humanas.  A  disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será  siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que  seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que  hayamos  encontrado  de  aliviar  nuestra  condición  perecedera,  de  derrotar  a  la  carcoma  del  tiempo  y  de  convertir  en  posible  lo  imposible.

Estocolmo, 10 de diciembre de 2010. »

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