EMOCIONES A OSCURAS: EL BAILE QUE NO FUE

Entrar al cine, a veces era tarea difícil, ni aun teniendo el dinero para pagar la entrada.

En los primeros días de exhibición y con los grandes éxitos de taquilla, la gente se amontonaba en las boleterías.

Aún no se había instaurado la sana costumbre de ponerse en fila, y los pobres vendedores de las boleterías tenían que estar muy atentos a las varias manos que le acercaban billetes al rostro pidiendo sus boletos.

Cuando uno por fin lograba conseguir su boleto, como no eran butacas numeradas como en el teatro, había que apresurarse para ubicar un asiento en un buen lugar, ni muy atrás donde los cortos de vista no veíamos bien, ni muy adelante, donde dolía la cabeza con la sensación de que los ojos parecían querer separarse para abarcar en un solo plano, toda la gran pantalla.

Y además, el sonido resultaba muchas veces ensordecedor, pues los gigantescos parlantes situados tras la pantalla, estaban muy cerca de uno.

Aquella vez, entré solo, pues mi acompañante había desistido de entrar en el último momento por uno de esos extraños caprichos que suelen tener las adolescentes, y hasta se enojó conmigo cuando le dije que igual, entraría.

Es que se trataba de una película muy esperada, «Saturday Night Fever» y no quería perderme su estreno, pues sabía que esa cinta estaba dando mucho que hablar donde ya había sido vista, y de hecho, fue muy influyente en mi generación, por su coreografía y la magnífica banda sonora de los Bee Gees.

Más de un amigo aprendió a andar balanceándose y haciendo círculos con los pulgares, al estilo de Travolta.

Teniendo una entrada de más, aprendí las artes de la especulación, pues la vendí al doble de su valor, cediendo a la ley de la oferta y la demanda.

Al entrar a la sala, las luces ya se habían apagado y estaban dando los «cortos», el acomodador no se daba abasto y decidí buscar solo mi asiento.

El cine estaba repleto, pero ubiqué una butaca vacía entre varias ocupadas, justo al medio de una fila.

Pidiendo permiso, y dando y recibiendo algunos pisotones, logré llegar al sitio vacío y más que sentarme, me desplomé en la mullida butaca.

— ¡Disculpa! —me dijo una chica de voz muy aguda— ¡Estoy guardando este sitio para mi amiga!

—¡Oh, lo siento! —dije— Apenas enciendan la luz me voy.

—Quédate, si quieres. No sé si vendrá, pero si viene, ¡te vas!

—Okey —acepté, rogando por que la amiga no apareciera.

Como la sala estaba repleta empalmaron de inmediato con la película, sin encender las luces, y yo me alegré, porque así era más difícil que apareciera la amiga.

Me sentí afortunado de estar en aquel sitio, pues aquella chica olía muy bien.

Con 15 años encima aún era muy tímido, la miraba solo de reojo.

Tenía el pelo ondulado y no muy largo y un cerquillo que casi le llegaba a las cejas, la nariz respingada y unos ojos muy brillantes.

A medida que la película avanzaba, el ambiente en la sala se volvía más cómodo, todos parecían emocionarse, y a menudo se escuchaban suspiros y risas.

En un momento, nuestras manos se rozaron accidentalmente en el apoyabrazos compartido. Nos miramos y, con una sonrisa tímida, las retiramos rápidamente.

Cuando volvió a pasar, nos demoramos un poco más y comenzamos a hablar.

—¿Te gusta bailar? —preguntó ella.

—¡Claro! -dije

—¿Y bailas como él? —me dijo sonriendo.

—¡Lo intentaré si es contigo! —respondí con un atrevimiento que me sorprendió.

—Pues, ¡cuánto quisiera! —dijo, dando un suspiro— pero no será así.

—¡Sshhh! -nos hicieron algunas personas alrededor y entonces callamos.

En mi mente ya me veía gozando de los aplausos, bailando con ella en «El Muki».

Al final de la película, caballerosamente esperé a que ella se levantara para salir juntos, pero la sala se estaba vaciando y ella parecía no querer levantarse.

En un momento, por fin se decidió, se agachó y sacó de bajo las butacas un par de muletas y se incorporó con dificultad, algo avergonzada.

—¿Necesitas ayuda? —dije sorprendido

—No, no, ya estoy acostumbrada —dijo y agregó sonriendo— Es que tuve polio.

Apenas traté de disimular mi decepción para no hacerla sentir mal, y la seguí por el pasillo.

Al llegar a la calle, ella me miró sorprendida de que aún siguiera a su lado.

—¿No te molesta esto? —me preguntó.

—No, para nada —dije.

—¡Ya ves, por qué nunca podremos bailar! —me dijo riendo y yo no supe qué responder.

La acompañé hasta un auto, una cuadra más allá, dónde estaba esperando a su padre.

En ese trajín, tuvimos una gran conversación, y ella mostró mucho ingenio y un sentido del humor maravilloso, con mucho sarcasmo se burló de sus limitaciones y hasta las hacía aparecer graciosas.

Intercambiamos números de teléfono, y nos despedimos.

Aquella noche fue muy especial. Mariela era muy bella, y no solo disfruté de una gran película, sino que también disfruté de su compañía y de su gran sensibilidad.

Después de esa, hablé con ella muchas veces. Yo le dije muchas cosas, pero ella nunca me volvió a decir nada más, pues aunque la llamé muchas veces, nunca nadie contestó en el número que ella me dio.

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