EN EL DÍA DEL PADRE

por Herberth Castro Infantas
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Reinicio

Hoy, tercer domingo de junio, se conmemora el Día del Padre. Para muchos, por causa de la pandemia, seguramente no será un día de celebración, no obstante, deseo expresar mi saludo a todos los padres de mi país y el mundo, a mis familiares, a mis amigos y seguidores en Facebook, y darles a la distancia un cariñoso abrazo. Decirles que, para un padre, no hay mayor felicidad que estar rodeado de los hijos. Y a quienes tienen la suerte de tenerlos a su lado, recordarles que deberían sentirse las personas más felices. Y, si los han perdido, sobre todo por causa de esta inmisericorde pandemia que afecta al mundo, que tengan resignación y los mantengan en el recuerdo.

En medio de esta tragedia global, por el ataque oculto del más cruel de los virus, no puedo dejar de expresar mi reconocimiento y aprecio a esos padres que se han convertidos en los ángeles guardianes de la salud, a esos héroes vestidos de blanco que trabajan en defensa de la vida en los hospitales. Mi homenaje a los policías padres que han caído en la lucha contra el coronavirus, mi admiración a los trabajadores en general que no pueden parar por servir a la comunidad en esta época tan peligrosa, sin olvidarlos a aquellos padres que padecen de grandes necesidades por su enclaustramiento obligado por causa de las medidas sanitarias y lloran junto a los suyos su miseria y pobreza.

Seguramente que hay muchos padres que viven solos, para ellos también mi saludo porque no hay peor sufrimiento que la soledad. Para quienes no han recibido del estado ninguna ayuda económica ni protección sanitaria. Para el padre trabajador que ha sido despedido, para el esposo y padre que no ha podido salvar a la compañera de su vida de esta maldita enfermedad por falta de recursos, al abuelo que se ha quedado con sus nietos por la muerte de sus hijos. Mi deseo de consuelo a todos los que han perdido a su padre.

Yo también perdí al mío hace mucho tiempo y por eso he querido rendirle homenaje escribiendo esta historia que deseo compartir con ustedes, como lectura de hoy domingo Día del Padre:

 

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Nunca la había visto tan apenada a mi madre como aquel el día en que el médico le comunicó que mi padre padecía de una enfermedad tan cruel e irreparable que ya estaba afectando su corazón.

Yo, apenas era un niño cuando escuché detrás de la puerta la desgarradora conversación entre ella y el médico que lo atendía. No entendía lo que era una enfermedad terminal porque jamás nadie me lo había explicado. Tampoco sopesé la gravedad del drama que se vivía en mi casa.

Sin embargo, desde días antes empecé a sospechar que aquella enfermedad no era un simple resfriado, tal como se empeñaban en hacerme creer, seguramente para no lastimarme.

Pero, ¿cómo no sospechar que algo terrible le estaba ocurriendo a mi padre si lo veía más en cama que caminando por las calles, como acostumbraba, cada vez que salía feliz rumbo al trabajo. Ahora, su única distracción era escuchar radio.

A veces, ya no tenía fuerzas para hacer girar la perilla del moderno aparato Nord Mende que meses antes lo había comprado, ni ganas para soportar las interferencias en los días nublados, donde era más fácil encontrar una aguja en un pajar que una estación de radio en el dial.

Es cuando yo acudía para ayudarlo a sintonizar alguna emisora que lo mantenga entretenido y le haga olvidar los estragos que le producía la enfermedad.

Eran los años de la guerra fría, otra de las cosas que tampoco entendía porque todos decían que los pleitos entre la Unión Soviética y los Estados Unidos estaban que ardían ¿por qué entonces la llamaban guerra fría, si ardía?

–Papá ¿Por qué se odian tanto los soviéticos y los norteamericanos?

–Porque ambos quieren dominar el mundo. Se pelean por repartirse el planeta en tajadas, como si fuera una torta. Cuando tengas más edad comprenderás mejor de todo lo que está pasando. A propósito, ya viene tu cumpleaños.

– Y ¿para esa fecha te pondrás bien?

–Por supuesto. Esa fiesta no me la puedo perder.

Lamentablemente, no fue así, porque en la madrugada del 22 de diciembre, cuando apenas faltaban dos días para la Navidad y menos de dos meses para mi cumpleaños, mi padre falleció.

Recuerdo aquel día, que jamás quisiera se repitiera, desperté con los sollozos de mi madre. La mañana aún estaba oscura y me pareció que hasta el sol, acompañando al dolor de mi madre, se había demorado en salir. La casa estaba sumida en un absoluto silencio, parecía vacía. Aterrorizado corrí a la habitación de mis padres y al escuchar gemidos y la conversación de mi madre con el médico de la familia me paré detrás de la puerta. El galeno, con el rostro desencajado y visibles signos de haber pasado la noche en vela, empezó a guardar su estetoscopio en el maletín y, sin decir palabra alguna, se despidió de mi madre, no sin antes darle “su más sentido pésame”.

Ella, no obstante ser enfermera y estar acostumbrada a los dramas más desgarradores en el hospital, estaba destrozada. Y, yo, que no sabía lo que estaba pasando, menos lo que era la muerte porque nunca había experimentado nada igual en mi familia, no sabía qué hacer.

Tenía solo una idea vaga de este terrible final al que inevitablemente todos los seres vivientes llegaremos algún día. Eso fue cuando cuando observé en la casa de campo de mis abuelos que un pollito había amanecido sin poder moverse y me dijeron que se había muerto porque no pudo resistir el frío de la noche. Pero, jamás imaginé que algo parecido le podía ocurrir a mi padre. ¿Se olvidarían de abrigarlo? Me pregunté.

Viéndolo inmóvil, sin aliento, con sus manos entrelazadasy recostadas sobre su pecho, no podía creerlo. Sufrí mucho, y más aún con el inmenso dolor que la embargaba a mi madre.

Confundido y herido en lo más profundo de mi alma, me acerqué en silencio a su lecho y por última vez toqué su cuerpo inerme, quería abrazar una vez más al ser que amaba entrañablemente y respetaba tanto, a aquel hombre que me había dado la vida y todo aquello que me hacía feliz.

Al verlo con los ojos cerrados pensé por un momento que se había quedado dormido escuchando la radio, como tantas veces. Me quedé frente a él deseando fervientemente que, al sentir mi presencia, se pudiera despertar. No fue así. Su sueño era eterno.

Y al ver que el radio estaba apagado, igual que mi padre, me fui corriendo a mi habitación para arrojarme sobre la cama y no paré de llorar. Fue cuando mi madre, sobreponiéndose a su propia nostalgia, me estrechó entre sus brazos para consolarme. En ese momento se acercaron mis hermanos menores, Marina y Ramiro, quienes también se habían despertado con los ruidos, y los tres nos acurrucamos en el regazo de mi madre. Fue cuando, con la voz entrecortada y los ojos humedecidos por las lágrimas, nos explicó que nuestro padre se había quedado dormido para siempre.

Aquel desgarrador cuadro se agravó con la llegada de los primeros familiares y amigos más cercanos porque, cada uno, traía una nueva carga emocional que la volcaban en cada abrazo que nos daban.

Ya eran las 8 de la mañana, cuando de pronto, a lo lejos, se empezó a escuchar el tañido lastimero de las campanas de la iglesia de la Virgen del Rasario, con el tradicional “repique de la agonía”, anunciando que mi padre había fallecido.

Al oír tan desgarrador sonido, algunas damas que caminaban por las calles de la ciudad, se santiguaban, mientras los ancianos sentados en los bancos de la Plaza de Armas, se ponían a rezar en silencio, seguramente agradeciendo “al altísimo” de no haber sido ellos los alcanzados por la guadaña de la muerte.

–Hay vida que te has de acabar, plata que te has de quedar – Murmuraban entre ellos, levantando la vista al cielo.

El repique de campanas desató una gran curiosidad por saber quién era el fallecido. Y a medida que pasaban los minutos, los mismos vecinos se encargaron de pasar la voz.

Antes del mediodía, todos los habitantes de la ciudad ya estaban enterados que se trataba de mi padre. Comprobé que en aquellos tiempos, el mejor medio de hacer conocer las buenas o malas noticias era a través de la comunicación boca a boca.

Sin embargo, para mi madre y mis tíos eso no era suficiente. Por eso, ese mismo día se mandó imprimir esquelas en la imprenta de don Lino Ísmodes para invitar a las exequias. La participación se imprimió en cartulinas blancas con bordes negros y el símbolo de la cruz. Mi tía Esther, que no solo se distinguía por ser una buena profesora sino por su excelente caligrafía, como todas las docentes de aquellos tiempos, fue la encargada de rotular los sobres en letras góticas, tarea que le demoró varias horas. Y, para que no haya demoras, según las iba rotulando, se iban repartiendo casa por casa.

Fue cuando empezaron a llegar los primeros aparatos florares, particularmente coronas hechas con hojas de níspero, calas y rosas blancas, algunos arreglos venían con la flor llamada “La bella abanquina” y debajo tenían adherida una tarjeta de gran tamaño con bordes negros, con los nombres de sus remitentes. Igualmente, comenzaron a llegar decenas de coronas de caridad de distintos tamaños que se prendían con alfileres en unas franjas de telas negras colocadas de antemano en las paredes laterales del velatorio. Mi madre me explicó que era una forma de contribuir con las obras de la Sociedad de Beneficencia Pública.

Los entierros en Abancay se hacían de acuerdo a la tradición. Y los encargados de vigilar que el protocolo se cumpla al pie de la letra eran los vecinos más antiguos, quienes no solo establecían los turnos para cargar el ataúd y los puntos de descanso, sino también el orden de los discursos. En ese tiempo no había velatorios públicos. Eso hubiera sido una ofensa a la memoria del muerto.

La capilla ardiente se armaba en la casa del fallecido, donde era velado toda la noche. Y para que los invitados se mantengan despiertos, se les atendía con café cargado, ponches y tragos fuertes, generalmente pisco y cinzano. Los ponches eran de almendra y guinda, cuidando siempre que las tazas de los caballeros estén “más cargaditas” de licor.

Al día siguiente salía el cortejo, siempre en la tarde, nunca en la mañana.

El féretro de mi padre, avanzaba lentamente por la avenida Díaz Bárcenas fue cuando se se aparecieron dos plañideras ocultando sus rostros bajo sus mantones negros y, disimuladamente, se confundieron entre la gente para luego ubicarse a un costado. Desde allí lanzaban de rato en rato sus desgarradores lamentos que ahondaban el sufrimiento de los familiares.

No faltaron gestos de malestar de algunas señoras encopetadas que no soportaban aquellos gemidos. Parecía que no querían verlas ni en pintura porque, según ellas, era una costumbre pueblerina. ¿Quién las entendía? Sin embargo, cuando faltaban las lloronas, los entierros parecían vacíos, sin la expresión de lo fúnebre, era un cortejo opaco, como las procesiones sin banda.

Haciendo caso omiso a esas miradas de reojo, las plañideras siguieron llorando, no sé si con más sentimiento pero sí con más fuerza, al extremo que el cura se desgañitaba cruzando su índice derecho contra sus labios y lanzando un Shissst para que se callaran porque justo intervenían cuando él estaba por dar el responso.

Nadie sabía quién las había contratado, pero se suponía que fue mi abuela Adelina, una dama respetuosa de las costumbres de su tierra. A mi madre tampoco le molestaba esto, al contrario, con un leve movimiento de cabeza, evitó que algunos mortificados concurrentes las sacaran por la fuerza.

– ¿Dios mío por qué te lo has llevado? Se preguntaban las plañideras, y lloraban.

– ¡Si apenas tenía 33 años! Y, seguían llorando.

Parecía tan real su lamento que algunas damas las seguían en su congoja, con la única diferencia que ellas, sí sentían pena. Otras damas, en cambio, para zafarse del nudo que se les hacía en la garganta, por el nerviosismo, preferían conversar susurando…

–33 años. Por algo dirán es la edad más peligrosa.

–Claro, a esa edad también murió Jesús.

–Con razón antenoche soñé con carne.

–Yo, escuché el canto de una paccpaca (lechuza).

– ¡Eso si que es muerte segura!

Los agricultores que habían recibido ayuda de la oficina departamental del Ministerio de Agricultura, por gestión de mi padre, también acompañaban el féretro pero, a cierta distancia, como si temieran que los rechacen solo por el hecho de ser campesinos. Mi madre, al notar aquel detalle les hizo una indicación con la mano para que se acercaran más, pero ellos le respondieron con un gesto, dándole a entender que no se preocupara. Claro, allí donde estaban se sentían cómodos porque de rato en rato podían apurar un copetín y disimuladamente hacer circular la botella de aguardiente de caña. El olorcito a trago era tan fuerte que llegaba a las narices del cura haciéndole fruncir la nariz. Con la mirada trataba de averiguar de dónde provenía tan tentadora fragancia, sin dejar de relamerse los labios porque ganas no le faltaban. Pero por respeto al santo oficio, el cura tenía que guardar las formas.

Los entierros en mi tierra, eran una buena ocasión para recordar algunas creencias y supersticiones. Se decía por ejemplo que cuando ingresaba un Taparaco (Mariposa nocturna) a una casa era signo de mal augurio. Si revoloteaba una libélula era porque estaba por llegar el cartero y si entraba a la vivienda era porque iba a llegar una visita. El olor a zorrino anunciaba una desgracia. Si de pronto se aparecía una pequeña araña conocida como cusi-cusi, era signo de buena suerte. Y cuando ingresaba una apasanca (Tarántula) se decía que iba a llover. Por supuesto que la tarántula no era nada tonta, solo se protegía de lo que más la aterraba, la lluvia, por eso apenas caían las primeras gotas buscaba guarecerse en cualquier lugar, y qué mejor si lo hacía dentro de una casa abrigadita.

En los entierros, suceden cosas increíbles. Gente a quien no se la ve por años, aparece, no sabemos si para darle el último adiós al difunto o solo por reencontrarse con los viejos amigos. Tampoco faltan aquellos personajes que se creen muy chistosos y empiezan a dar rienda suelta a una retahíla de chuscadas que solo provocan sonrisas forzadas que, a la distancia, no se sabe si los acompañantes que escuchan estos chistes, están riendo o están pujando.

En el entierro de mi padre, por fortuna, no había nadie que quería pasarse de payaso. Todos estaban muy apenados cumpliendo con el sagrado deber de darle el último adiós al amigo y enterrarlo cristianamente. Las damas iban vestidas de luto estricto, con un velo negro que les cubría el rostro, y la mayoría de los caballeros de terno oscuro.

De rato en rato yo bajaba del vehículo que me transportaba para ponerme al lado de mi madre y asirme fuertemente de su brazo porque tenía una sensación de frío a pesar del intenso calor que reinaba en el ambiente. La gente, cada vez que pasaba por mi lado me consolaba acariciándome la cabeza sin decirme una sola palabra. Por momentos pensaba que todo lo que estaba ocurriendo no era otra cosa que una representación teatral, como las que se protagonizaban en las actuaciones de mi colegio y que al final todo iba a terminar como en el teatro, donde los actores que representan a vivos y muertos, volverían a la realidad.

Después de pasar por el puente Condebamba y subir lentamente por aquella empinada cuesta, camino al cementerio, el cortejo hizo una parada en la última curva para permitir que los cargadores descansen, hecho que fue aprovechado por el sacerdote para dar un responso más. Claro, esta vez tuvo la precaución de pedirles a las plañideras que guarden silencio. Y como lo hizo de buena manera, ellas se quedaron calladas. De quienes sí no podía librarse el cura, fue de las vendedoras de flores que empezaron a ofrecer al paso ramos de geranios, calas y rosas.

Unos metros más arriba, en medio del calor de la tarde, una vendedora de chicha blanca, empezó a llenar los vasos. La chicha blanca, es la bebida clásica de Abancay para mitigar la sed y renovar las energías de grandes y chicos porque está hecha de quinua, castañas, maíz blanco, maní, azúcar blanca y aromatizada con un tallito de toronjil y durazno.

Para sacarle más espuma, la vendedora vertía el líquido de un vaso a otro con una habilidad fantástica, de esa manera el caporal que llegaba a las manos del sediento era mitad chicha y mitad espuma. Al final le espolvoreaba abundante canela. Y como los cargadores no solamente estaban muy sedientos sino también apurados, ni cuenta que se daban de este detalle porque, ni bien llegaba el vaso a sus manos, se lo bebían de un solo viaje.

Entretanto, en las puertas del cementerio de Condebamba, el panteonero Juan de Dios Llerena, que hacía honor a su nombre por su don de gentes, esperaba el féretro badilejo en mano. Yo me quedé en el carro, porque así lo había dispuesto uno de mis tíos. Estaba nervioso y confundido, sobre todo al ver que el ataúd con el cuerpo de mi padre estaba siendo introducido al oscuro nicho. Se me hizo un nudo en la garganta y comencé a gritar tratando de evitar que lo metan en ese horrible hueco porque estaba seguro que solo estaba dormido y temía que se asfixie, pero nadie escuchó mi ruego porque todos estaban pendientes de lo que hacía el sepulturero quien, con una destreza admirable procedió a sellar la tumba y, luego, con un pincel escribió el nombre de mi padre, la fecha y las letras QEPD.

Fue cuando el sol empezó a ocultarse entre el Quisapata y el Alfapata. Parecía una moneda de oro que entraba a una alcancía. Muchos de los acompañantes empezaron a retirarse. En cambio, mi madre, los familiares y amigos más cercanos, esperaron que el panteonero terminara de colocar las últimas coronas delante de la tumba, una de ellas era de ramas de ciprés y la otra de olivo y níspero.

De pronto, se estremeció el ambiente con el último lamento de las plañideras, de quienes ya todos se habían olvidado. Sus quejidos fueron tan lacerantes que nadie pudo contener las lágrimas. Parecía que con este acto recién se estuviera poniendo punto final a la ceremonia.

El luto fue estricto. No salimos de la casa hasta la misa de los ocho días que se celebró en la Iglesia Matriz Nuestra Señora del Rosario. Todo había terminado, pero no el recuerdo que tengo de mi padre, tampoco olvidaré sus enseñanzas, no obstante que disfruté de su compañía solo 6 años porque falleció cuando tenía 33 años. Y, en memoria de él, rindo homenaje a todos los padres fallecidos y les envío un abrazo a todos los que nos acompañan y siguen trabajando por conquistar un mejor futuro para los suyos y a quienes ya dieron gran parte de su vida por hacer de nuestro país más próspero y grande.

Gracias en el Día del Padre.

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