Era el primer día de clases. La mañana del lunes 3 de abril de 1978, nos esperaba en la puerta del aula para darnos la bienvenida a esa nueva experiencia que inauguraba nuestra etapa escolar. Entrábamos cuarenta nuevos alumnos al primer grado B del colegio Miguel Grau de Abancay.
Me recibió con una caricia maternal en la mejilla y luego de escuchar mi nombre, me dijo: ”Yo conozco a tu papá, espero que seas declamador como él”.
Era una señora grande, usaba lentes para leer y en una costumbre de la época, le decíamos “señorita” todo el tiempo. Señorita Lilia, la maestra que nos pintó un mundo mágico y supo rescatar de cada uno, la característica que permitía alimentar nuestro potencial. El tímido logró acercarse a la pizarra sin miedo y el que lloró el primer día, tenía la risa más notoria a media mañana. Su presencia nos tranquilizaba, nos hacía creer en nosotros mismos. Con ella, no tuve miedo de salir a declamar un poema largo en el día de la madre y con su confianza hice un brindis delante de los profesores el día del maestro de ese año.
Ella creyó en mí. Me impulsó a ser ese pequeño al que los grandes celebraban. Fueron cuatro años inolvidables. Ahora que vuelvo a esos recuerdos, la miro sonriendo, señalando las sílabas con el puntero en la pizarra, ayudando a los que no aprendían tan rápido y haciéndonos solidarios e iguales con todos. Éramos su gran equipo y ella nos movía con gracia como si fuéramos fichas de ajedrez para usarnos, en el buen sentido, en cada faceta diferente. Nos presumía ante los otros profesores: Jorge Tito cantaba, Hiller Quintana bailaba, Erasmo Marquina leía de corrido, Hugo Ocsa contaba historias, los mellizos Solís improvisaban diálogos graciosos y yo declamaba.
Nos hizo leer las primeras historias, nos preparó en la danza con ensayos interminables en la sala de su casa y nos premiaba con vasos de chicha morada. Su firma en nuestra libreta era el galardón de su aprobación más que las notas. Era una firma con su letra bonita y su nombre largo: Lilia Bustamante de Ramírez.
No hubo una maestra como ella. Fue el modelo de enseñanza que siempre recordaré. Todos la quisimos porque todos sentimos su atención particular. Lloramos cuando en quinto grado ya no la vimos en el aula. Tuvimos otro maestro, igual de bueno, pero esos primeros años previos tuvieron el sello de Lilia.
Cuando volví a Abancay al reencuentro en las Bodas de Plata de mi promoción, recibí una nota con su letra y su cariño de siempre. Me había escuchado en una entrevista en la radio. Los años la habían sobrepasado, pero se acordaba de mí y fue el mejor regalo de ese reencuentro. Hubiera querido volver a verla, pero, como pasa con las personas buenas, un día se van. Se tienen que ir.
Te debía estas líneas y te recuerdo siempre con gratitud señorita Lilia. Tu imagen sigue siendo inmensa como ese primer día en 1978. Que tus hijos sepan que tu corazón fue grande y bueno y que tienes nuestro homenaje permanente.
En el recuerdo de Lilia, mi saludo a los maestros que dejaron huella en nuestras vidas.
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