ENTRE LA VERDAD Y LA JUSTICIA

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Reinicio

Una bonita camioneta frenó de improviso, causando varios e intensos bocinazos. La mujer al volante temblaba, mientras unas lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.

Mientras trataba de recuperar el control, pasó raudamente una roja ambulancia con sirena y circulina encendidas, entonces ella, esta vez sí, miró el retrovisor antes de salir y persiguió el vehículo de emergencia hasta un hospital público. Allí, vio a los bomberos bajar en una camilla a un muchacho accidentado e inconsciente.

La mujer no pudo controlar las lágrimas, el remordimiento le corroía el alma.

—¡Pobrecito! —dijo, golpeando el timón varias veces— ¡Soy una tonta del carajo!

Ella había ocasionado el accidente al salir intempestivamente y hacer que la moto, por esquivarla, invadiera otro carril y fuera embestida por un vehículo grande.

—¡Yo tuve la culpa! pero… ¡No quiero ir a la cárcel! —se dijo pensando en voz alta—¡Carajo! ¿Qué hago? ¡Dios mío!

Ofuscada, había salido bruscamente del lugar donde estaba parqueada, sin mirar el retrovisor, ya que recién se había percatado de qué había perdido el celular.

—¡¿Dónde me hicieron esto!? —dijo, al encontrar un gran tajo en el bolso, y que, faltaban otras cosas además del celular.

Pasó la noche en duermevela, y al día siguiente, apenas pudo concentrarse mientras hacía sus labores, pensando en el muchacho herido.

Al terminar su jornada, se presentó en el hospital como quien busca bueyes perdidos.

Cómo visitadora médica, conocía todos los centros de salud en la ciudad, y aunque aquel hospital no era de los que visitaba frecuentemente, lo conocía bastante.

Abriendo su agenda, preguntó por algunos médicos a la malgeniada recepcionista, mientras escuchaba hablar a dos policías que se relevaban.

—Anoche trajeron a un muchacho, golpeado por un camión. Iba de pasajero en una moto.

—¿Murió?

—No, pero tiene un TAC, está en coma. Se entregó al camión por una camioneta qué salió de repente.

—¿Y el otro… el piloto de la moto?

—Creo que escapo, supongo, pues solo hay un accidentado.

Ella dio un salto, cuando alguien le tomo los hombros por detrás.

—¡Mariana! —le dijo un hombre de más o menos su misma edad y ella, sorprendida, exhaló un suspiro al reconocer a un amigo. Se saludaron con un abrazo.

—¿Qué pasó? ¿Todo bien? —pregunto él— ¿Viste un fantasma?, Tienes una cara de espanto, que da risa

—No, no, me asustaste. Hola Raúl —dijo, reponiendose— ¿Qué haces aquí?

—Mi hijo… —dijo el hombre, conmovido. Ella asumió, de inmediato, qué se trataba del muchacho accidentado.

—¿Está muy mal? —preguntó y él, tomándola suavemente por un brazo, la llevo hasta la zona de observación, con varias camas separadas con cortinas. En una de ellas, se acercaron a un muchacho con la cabeza vendada y conectado a varios aparatos, que dormía.

Mariana, decidió confesar su culpa. Se sentía muy mal y peor, porque la víctima, fuera el hijo de su buen amigo.

—¿Quién lo está viendo? ¿Qué se hizo?

—¡Esa maldita ….eta! —dijo Raúl, mordiendo las palabras. Ella, se asustó y desistió de confesar. Está enojado, no es el momento, se dijo, prometiéndose que lo haría después.

—Yo trabajo con laboratorios, ¿sabes? —le dijo ella, ofreciendo su ayuda—. Cualquier cosita, cualquier medicamento que necesites, solo avísame, seguro podré ayudarte.

—¡Gracias! Dame tu número, por si acaso. Mariana se lo dictó y de pronto, comenzó a sonar cerca, una musiquilla muy conocida para ella.

—Te estoy timbrando, ese es mi número —le dijo.

Pasmada, al reconocer su particular tono de llamada, la marcha turca de Mozart en versión del Mago de Oz, que jamás se lo había escuchado a nadie más.

—¡Es mi teléfono! —concluyó, pensando en voz alta.

Giró la cabeza en una y otra dirección, arriba y abajo, buscando la fuente del sonido, hasta determinar, sorprendida, qué provenía de bajo la cama del muchacho.

Presumió entonces, que el muchacho era el ladrón, ¿De qué otra forma sería posible que el celular esté ahí?

Pero, ¿Como le explicaría a su papá?

El teléfono calló, entonces, para estar segura, ella le pide;

—Vuelves a marcar, por favor

Raúl lo hace, y suena otra vez, el mismo tono, el mismo celular —piensa— ¡Es el mío!, no hay vuelta que dar. ¿Pero, por qué lo tiene él?, se preguntaba, mientras miraba con ojos desesperados a su amigo. ¿Cómo se lo digo? —pensaba ella— ¿Darle una decepción encima de la pena tan grande que lleva…?

—¿Qué pasa Mariana?

Viendo al policía de guardia, creyó que lo mejor era denunciar para que ellos lo esclarecieran. Entonces, lo llamó y atropelladamente le contó lo sucedido, la noche anterior, sin hacerse entender bien, dejándolo perplejo.

—¿Está usted segura, señora? —preguntó el policía.

—¿Pero de que hablas Mariana?—dijo Raúl—¿Qué moto? ¿Qué accidente? Mi hijo se cayó haciendo piruetas con la patineta, en el parque, él no tiene moto, ni iba en moto.

—Entonces dime, ¿Por qué mi celular suena ahí abajo? —preguntó.

—¡Pues no lo sé! —respondió Raul turbado, y volvió a marcar el número de Mariana, que volvió a sonar bajo la cama de su hijo.

De pronto, un aturdido muchacho casi desnudo, cubierto apenas por una diminuta bata, apareció y empujándolos, cogió una mochila que había bajo la cama del otro muchacho.

—¡Es mía! —dijo.

—¡Pero ahí está mi celular! —gritó ella, y el muchacho partió a la carrera.

—¡No se vaya a ir señora!—dijo el policía antes de salir corriendo tras el chico— ¡Espéreme aquí!

Raul y Mariana se miraron estupefactos.

—¿Qué pasa papá? —preguntó el hijo de Raúl, despertando de pronto.

—Todo está bien hijo, ¡vas mejorando!

Llamó a la enfermera, y está, les pidió salir del habitáculo, cerrando las cortinas.

—¿¡Pensaste que mi hijo es un ladrón!?

—¡No! eso no. Solo estaba sorprendida de que el celular sonará aquí, si me lo habían robado anoche.

—¡No termino de entender! —dijo Raúl— Y tú, creyendo que habías lastimado a mi hijo ¿No me lo dijiste…?

—Te lo iba a decir, pero, maldijiste a una mujer…

—¡Oh si! Maldije a la patineta, no a una mujer…

—No te entendí…

—¡Odio las patinetas!

—Entiendo…

—¡Qué tal! ¡Vaya! Entonces el chico de la moto era el ladrón… —continuó él, pensando en voz alta— y estaba en la cama del costado, ¡Qué casualidad! ¿no?

—¿Pero porque la mochila estaba en la cama de tu hijo?

—Se habrán confundido, ahí ponen las pertenencias de cada paciente… en el trajín, ¡no sé!

—¡Perdón!, ¡perdón! Nunca pensé mal de tu hijo, solo me atonté con lo sucedido.

—¡Qué pena!

—¿Pero tenías que llamar al policía?

—¡Perdón!, ¡perdón!

—No me pidas perdón a mí, tu solita te fregaste. Me lo hubieras dicho antes. Veremos cómo salimos de este problema. No digas nada más.

—¡Está bien! —afirmó ella— ¡muchísimas gracias!

En eso, se escuchan gritos afuera y al salir ven a mucha gente aglomerada y distinguen un cuerpo bajo las ruedas de un auto, y mucha sangre regada alrededor. Es el ladronzuelo, que están cubriendo con una colcha.

El policía se acerca.

—Puede ser que tenga razón, ¿alguno de estos es suyo? —mostrándole una mochila con varios celulares.

Ella reconoce su aparato de inmediato, toca el sensor de huellas digitales y de inmediato, se ilumina la pantalla.

El policía la mira pensando, mientras ella acongojada, derrama lagrimas calladamente.

—Lléveselo señora, ¡Váyase! Ya no diga nada más —dijo el policía, dándose la vuelta— ¡Debe ser justicia divina! —añadió, antes de alejarse.

Mientras Mariana se dirigía a su camioneta, luchaban en su interior la culpa y el alivio. ¿Qué haría? ¿Callaría o volvería a confesar? Dejo la decisión para más tarde, sabiendo que la voz de la conciencia se oye mejor, cuándo se apoya la cabeza en la almohada.

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