Roque era un niño de carita sucia y cabellos desgreñados. Se limpiaba los mocos con las mangas de su chompa, y allí, al secarse, se formaba la inevitable karka —costras endurecidas que compartían los niños del campo—. En los meses fríos, sus mejillas lucían tostadas, rajadas, chaposas; sus pies, curtidos por la tierra y el frío, mostraban hendiduras profundas en los talones, marcadas por el roce constante de las ojotas.
En su chiquititud, una vez. Roque miraba admirado a su padre frotando por largos minutos un palillo fino contra un tronco de maguey.
—¿Qué haces, papay? —le preguntó con inocencia.
—Ninatam ruwachkani —respondió el padre, sin levantar la vista—. Estoy fabricando fuego.
Roque lo observaba fascinado. El rostro de su padre, inclinado sobre la madera, parecía el de un sabio concentrado. Tenía media lengua mordida, lo que le daba un aire entre severo y entrañable.
En pocos minutos, un hilito de humo empezó a elevarse tímidamente. Entonces el viejo sopló y volvió a soplar. El humo se volvió denso… y de pronto, brotó una llama pequeña, viva.
—¡Papaymi ninata ruwarpan! —exclamaba Roque una y otra vez, maravillado—. ¡Mi papá ha fabricado fuego!
Quien ha vivido en el campo sabe que no basta con encender el fuego. Para cocer los alimentos, además de los trozos de leña, hay que avivarlo con ramitas secas y hojarascas… Y una vez cocinado, había que conservarlo. El método era tan simple como sabio: se agrupaban las ascuas, se cubrían con ceniza, y encima se ponía una piedra plana o trozos de teja. A la mañana siguiente, al removerlo, aún se encontraban brasas vivas, ardientes debajo de las cenizas.
Y si el fuego se había apagado por completo, uno debía volver a fabricarlo como lo hizo el padre de Roque… o ir a pedirlo a los vecinos:
—Ninachaykita manuykuway —decían con humildad: “Préstame un poco de tu fuego”.
En los meses lluviosos, las neblinas lo cubrían todo como un velo de nostalgia. Las gotas de lluvia caían del tejado y tamborileaban sobre las hojas de las malvas. Ambientado por aquella música de fondo, Roque se sentía pequeño y melancólico. Iba donde su madre, junto al fogón, y se acurrucaba para calentarse el cuerpo y el alma.
Han pasado casi veinte lustros desde aquella infancia. Con los tiempos, con las oscuridades y las luces de la vida, Roque rememora aquellos días de tierna infancia. Con la experiencia ganada, ha aprendido que también hay fuegos del alma que se apagan: el amor, la fe, la ilusión… y el fuego de las ganas de vivir.
Entiende que eso es parte de la fragilidad humana. En efecto, sin darnos cuenta, nos vamos enfriando. Pactamos con la mediocridad, con la tibieza, con la rutina. El alma ya no arde como antes, se ha extinto el fuego del amor.
Si oras y le pides con fe, obrando además pequeños sacrificios —vencer tu carácter, sonreír, aunque te cueste, decir palabras suaves que reemplacen tus heridas—, en esos gestos sencillos, si dejas a Jesús soplar su fuego en tu alma… recuperarás el fuego del amor.
Y tú, quizás hoy te encuentres apagado, sumido en la penumbra. ¿No te faltará volver a lo esencial, a tus raíces, y ser un niño? ¡Dentro de las cenizas de tu vida aún hay ascuas escondidas! ¿Por qué no intentas de nuevo encender tu alma y ser luz para los demás?
Como aquel padre campesino, Dios también sabe fabricar y reavivar fuegos. Si el corazón se te ha convertido en cenizas, aún puedes ir —como antaño— al amigo, al sacerdote o, mejor aún, al mismo Señor, y decirle con humildad: Préstame un poco de tu fuego, dame el fuego de tu Espíritu.
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