Cuatro de la madrugada. El alba ilumina con timidez el hermoso y estrecho valle de Lambrama que se muestra matizado de colores. Los maizales verdes ondean con el viento y compiten en prestancia con el brillo de los eucaliptos, tastas, layanes y lambras que ocultan con sus ramas, una variedad de flores nativas. El rocío de la mañana, la fresca shulla, dibuja diamantes de colores brillosos sobre hojas y ramas de la vegetación.
Los bordes de los caminos que llevan hacia el panteón, sea por Chucchumpi, Yarqapata o la plaza de Armas, han sido liberados de malezas y jisas que afeaban la vista y eran cobijo de juchis y cabras escaperas. Un concierto variopinto de trinos ejecutado por tuyas, piscalas, pichinkos, cheqollos y chihuacos alegra el amanecer lambramino.
El tío Goyo, joven y atlético, de estatura que sobresalía del promedio de los lambraminos se alista, como todos los waqrapukus, para ir al cementerio en busca de algún vecino que lo rete a “quién es el más fuerte”. A su habitual vestimenta de diario, le agrega un cincho de colores, un chumpi tejido de lana de oveja, que ajusta a su cintura.
Lambraminos y atancaminos en fraternal competencia. (Imágenes captadas de Internet)
Después de asearse con agua naturalmente tibia que cae de una pequeña faccha ubicada en un rincón del patio casero, sacia su apetito con dos tazones de ulpada de habas y trigo, cancha y queso fresco. Mira al frente, hacia arriba y con piadoso respeto se persigna enceguecido por el brillo de las laderas del Apu Chipito. Murmura algunas palabras, evocando el recuerdo de sus padres, a quienes visitará en el panteón, levantado por sobre la plaza, que se yergue como un mirador natural. “Apu Chipi, apu Kaukara, apu Kullunhuani, allinta apahuay”
Los lambraminos han estado preparándose para el día central de las celebraciones de Todos los Santos, especial ocasión signada en el calendario comunal para visitar a quienes adelantaron el viaje. La fiesta es pueblerina. Todos celebran. Todos festejan y comparten sus alegrías y recuerdos. Las wawatantas con rostro de mujer para las niñas y con la imagen de la cabeza de un caballo para los niños son la atracción infantil. Las ollas calientes con sopa de paico se destapan y dejan escapar aromas sin par; los ponches de haba, los cuartillos de cañazo y algunas makas con chicha de jora aparecen y los keros desfilan de mano en mano.
Pasado el mediodía, Tomás Sancho, el “turco”, sazonado por el fuerte cañazo curado con hojas de sotoma, salvia y cáscara de naranja, levanta de un solo envión la piedra liza que descansa sobre la cabecera de un reciente nicho empotrado casi en el medio del panteón. Se trata de la tradicional “fabricarumi” una piedra de 53 kilos de forma caprichosa que se hace resbaladiza y difícil de atenazar y que simboliza una tradición lambramina que nadie sabe desde dónde y desde cuándo está ahí, formando parte de la riqueza cultural del pueblo.
Antaño eran dos piedras, de 53 y 72 kilos, y permanecían en los interiores de la iglesia San Blas, desde donde eran llevadas en huantuna, cada una por cuatro hombres, hasta el cementerio, en un paseo ceremonial que asemejaba una procesión cristiana; con rezos, cánticos, velas y desfile de banderas negras. De niño vi solo una piedra, la que hoy permanece en el cementerio. Se dice que la más grande estaría en una vieja casona ubicada en la plaza.
Volviendo a Tomás, luego de arrojar la piedra desde sus hombros, lanza un grito retador: “Maipin qarikuna, caraju” (Dónde hay un hombre). Para hacer lo mismo con la piedra, que en ese día de fiesta se dice dobla su peso. Las miradas entre los cercanos se hacen esquivas. Nadie quiere asumir el reto y evitar hacer un papelón.
El atancamino Laurencio, espigado y de largos brazos, también sazonado, se lanza al ruedo. Mira la piedra desde varios ángulos y con serenidad campesina alza la “fabricarumi” en dos tiempos y cargado sobre sus hombros rodea el perímetro del cementerio a trote ganándose la admiración de propios y extraños. Le llueven halagos, vasos de cerveza y jarrones de chicha que calman su agitado cansancio.
El tío Goyo, observa resoplando el logro del atancamino. Está “picón”. Avanza a trancos hacia la piedra, que descansa tirada, fría y solemne. La mide con la mirada y hace cálculos. Se frota las manos con un escupitajo. La endereza sobre el pasto y con las dos manos encallecidas, la levanta de un tirón hasta la cabeza. La mano derecha agarra con firmeza la roca brillosa y con esta sobre el cuello, corre a saltos por encima de los nichos y en dos minutos recorre la ruta hecha por el atancamino. En lugar de lanzarlo al suelo, se detiene y juguetea con la piedra cual fuera un peluche y le da varias vueltas sobre la cabeza y recién la lanza al pasto.
Nadie más se atrevió entrar al reto y pasarían muchos años para que esta marca sea igualada o superada. Lambraminos y atancaminos tenían en la “fabricarumi” un pretexto para armar competencias al fragor de los responsos, tragos, ayatakis y sangregorios.
Entre los lambraminos que destacaron en hacer de las suyas con la “fabricarumi” recuerdo a Vidal Zanabria, Aquilino Gómez, Luis Gamarra, Alfredo Gómez y los atancaminos Santiago Ccanre, Laurencio Serrano y Mariano Quispe. Alfredo Gómez, cuando tenía 30 años, logró lo que hasta hoy nadie lo ha hecho. Con la piedra sobre los hombros, salió a trote en un ida y vuelta sin parar hasta la plaza de Armas. Quienes lo han intentado han llegado a la plaza, pero sin regreso.
“Fabricarumi”, es un elemento integrador de los lambraminos, que sienten orgullo de tocarla, cargarla y celebrarla porque es quien custodia a las almas lambraminas que reposan en el panteón. Es una piedra que irradia respeto y admiración, como en ningún otro pueblo.