FUMADORES DE «QOTO CAMPANILLA»

por Efraín Gómez Pereira
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Reinicio

En Lambrama, al floripondio se le conoce como “Qoto campanilla”, expresión achacada por la inflamación de la tiroides, hinchazón de la garganta o aparición de paperas en los menores. Es una planta que los niños, sobre todo las mujercitas, la tienen entre sus preferidas para los juegos, pues sus flores grandes, aromáticas, vistosas y de diferentes colores las atraen, claro sin que adviertan de las consecuencias negativas que pueden generar en la salud.

El floripondio es una planta antigua de origen sudamericano, y diseminada por todo el mundo. Debido a sus características alucinógenas es utilizada para diferentes fines, en muchos casos seriamente peligrosos. 

Cuando niño, en Lambrama, travieso como todos los infantes, en patota juguetona con Juvenal, Mario, el Chino y Maco, coetáneos y llactamasis, recogíamos sus flores blancas y rojas, en las inmediaciones de Ccotomayo y en las afueras de la huerta de don Manuel Milla, las dejábamos secar a la intemperie sobre rocas calientes y, una vez “crocantes”, las envolvíamos en papel despacho, esas que se usaban para envolver el azúcar a granel en las tiendas, o en hojas de cuadernos Minerva, convirtiéndolos en “puros” mágicos.

A escondidas, sabiendo que hacíamos algo imprudente que nos merecería un latigazo de San Martín tres puntas en el siqui, encendíamos el “puro” para darle una pitada a la “ganagana”. Una sola aspirada y caíamos golpeados por el fuerte olor del humo que brotaba de las hojas de la flor de Qoto campanilla. No recuerdo haber sucumbido a sus efectos, pues la travesura terminaba al primer contacto con el envuelto y a seguir con otras actividades infantiles.

En Abancay, durante los paseos de fin de semana por los arrabales de la ciudad, bajo la sombra de los frescos bosques del río Mariño, con amigos y ocasionales acompañantes del barrio El Olivo o La Capilla, en las aventuras adolescentes en busca de siracas, paltas o moras, incluíamos las flores secas de floripondio, que estaban tiradas en el suelo; una sacudida y a envolverlas en papel hasta convertirlas en artesanales cigarros naturales que asemejaban a los antiguos Inca con filtro, de tabaco negro en su cajetilla roja. 

Los ánimos fumaderos de los pikis, no se limitaban al floripondio, también hacíamos de nuestras apetencias traviesas, los tallos secos de arhuinchos, una especie de enredaderas que se secaban abrazadas a los molles viejos, pisonayes, jacarandáes, eucaliptos o a las cabuyas de las cercas.

Tras encenderlos cuidando que el palillo del fósforo Inti no se apague con el viento del valle, dábamos rienda suelta a nuestras apetencias y antojos. A la primera jalada del “cigarro” natural, un concierto de toses roncas nos llenaba de carcajadas y con ojos lacrimosos, reíamos hasta el cansancio.

El recuerdo al novel fumador adolescente me traslada al colegio Miguel Grau, donde en los recreos, tanto de la mañana como de la tarde, en complicidad con Víctor y Guido, trepados sobre un eucalipto en las inmediaciones de la piscina que nunca tenía agua, fumábamos cigarrillos Dexter Junior, extraídos subrepticiamente de la bodega de don Lucho. Competíamos en hacer “secas”, a “golpear”, a hablar sin que se escape el humo, a botar el humo por las narices o a hacer argollas. Antes de retornar a clases, se debía mascar hojas de pino o ciprés, que actuaban como repelentes del olor a tabaco. Nadie sospechaba de nada. Se fumaba a escondidas. 

Hoy, no. Fumar es un vicio universal, alimentado por millonarias campañas de publicidad, del que no escapa ni hombre ni mujer, ni joven ni viejo. Se fuma en público, a pesar de las leyes de prohibición y de las advertencias gráficas como: “Fumar es dañino para la salud” o “Fumar causa cáncer de pulmón”.

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