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ENTRE CHERRYS Y MATACHERRYS.
Eran casi las dos de la mañana de aquel viernes santo y muchos jóvenes despertaban entusiasmados para ir a la capilla, senda abajo, por un camino pedregoso que lleva directo a la capilla cuya hacienda tenía unas 500 hectáreas o más a la redonda, era la zona en la que tuvo su vida, pasión y desaparición, una de las haciendas más notables de valle. Allí dicen que se producía el ron de aguardiente de caña y hasta una canción emblemática de Abancay, alude los mosquitos que pican, si las chicas van con minifalda. Otros jóvenes más mayorcitos, esa noche de viernes santo, venían despiertos toda la noche y botella en mano, en grupos de tres, de cinco, de siete, se desplazaban tomando distancias prudentes entre un grupo y otro, por toda la senda que lucía bordeada de molles, guarangos y malas hierbas, árboles que en la oscuridad solo ofrecían siluetas que el viento deformaba trayendo voces confusas que el oído empiscado no podía identificar bien. Esas voces se confundían con un poco de música moderna, con cumbias y los infaltables huaynos. La costumbre era que esa madrugada de viernes santo se debían azotar a todos los pecadores, donde les caiga para ayudar a Cristo en su dolor. Unos azotes impactaban en las nalgas, otros en los muslos, muchos en las piernas y las espaldas, pero no había malheridos. El camino obscuro, angosto y escabroso hacia la capilla de Illanya, era cómplice para que correa en mano fueran correteados y fueteados hombres y mujeres pagando con una soberana tanda en penitencia por los pecados cometidos cual Jesucristos en búsqueda de indulgencia. La obscuridad de la madrugada era cómplice para sorpresivas arremetidas y las chacras con pastizales también lo eran para otras experiencias más amorosas, digamos, sucumbiendo a las tentaciones que quebraban la fe dando paso a lo terrenal y a lo humano. Todo era puesto en evidencia a los ojos de Dios, se decía y los nueve meses posteriores solo había que contarlos semana por semana.
Las subidas al Ampay, en cuanto a experiencia, eran parecidas solo que en semana santa si había latigazos, en navidad no.
A los lejos se escuchó el tañer escueto de una campana que indudablemente era de la capilla, anunciando que era la una de la madrugada. Desde las doce, la fueteadera a los peregrinos se había intensificado, de tramo en tramo, la senda hacia la capilla era como un callejón obscuro. Voces de chicas se escuchaba con lamento controlado, llegaba a escucharse risas y quejidos. Voces procaces de varones saltaban por los aires despotricando de sus fueteadores. La madre era la mas nombrada y acompañada de duros adjetivos al amparo de la obscuridad.
El “chuto barrera” conocido en el pueblo por tener poses desmesuradas y rocanroleras lideraba un grupo conocido como los “matacherrys”. Cherrys, les decían a los jóvenes adónicos, bien parecidos, que vestían más o menos bien, olían bien, y gozaban de la simpatía de las chicas mas bonitas de la ciudad y estos con sus carismas habían invadido casi todos los corazones femeninos de los barrios. Los matacherrys en cambio eran más broncos, más desopilantes debido a su andar desordenado por las calles, como imitando a los rockeros de fama tipo Kiss o Ted Zepelín. Pelo largo y premeditadamente desordenado era el sello de sus apariencias, y ellos gustaban andar siempre en grupo. La rivalidad iba en crecimiento.
Una curva semi cerrada del camino tenía dos frondosos arboles de guarangos como indicador de ruta hacia Illanya, tras estos árboles y otros arbustos, escondidos estaban los matacherrys ataviados de látigos a manera de sanmartines hechos de cuero vacuno. ¡Ya vienen, ya vienen!, anunció el Chuto barrera, al otro conocido como el Pato, el chito Cáceres y el Calin Martinelly, todos se pusieron en guardia. Era viernes santo y una buena fueteadera a los Cherrys para que ayude a Jesús en su dolor, no les caería mal a decir por los pecados de ser tan bonitos y tan aceptados por las chicas que escuchaban rock y pop en sus radios. La envidia como pecado en la biblia era conceptuado como un acto egoísta y destructivo, y asi lo habían entendido los cherrys, pero los matacherrys no leían, por tanto quizás habrían sido inumputables a los ojos de Dios, por que él todo perdona, decían. Al ver a los cherrys a alcance, al grito de ¡Ya! Fuete en mano, saltó el chuto Barrera, seguido del Calin Martinelly, cayéndole de lleno al Chachaco Mantemayor y al Paquito Soteldo y su hermano Chunchunin, quienes solo atinaron cubrirse y a decir con delicadeza; ¡Suéltame, no me agarres!, ay, ay y varias voces de los Cherrys atrás lamentaban el impacto de la fueteadera, las lindas chicas que venían con ellos no fueron tocadas. Nadie se atrevió. Fueron unos segundos infernales pero los cherrys pasaron el callejón obscuro. Luego de la acción, los matacherrys se escabulleron revolcándose por los matorrales como almas que lleva el diablo, en semana santa. Nadie los reconoció. Según ellos, pero los ojos de Dios todo lo ve. Lo dijo el padre Domingo, clarito.
Los cherrys pasaron lista: estas bien, preguntó Solteldo, Si contesto el Chachaco. Su rostro pecoso tenia unos ojos casi desorbitados, Y tú, yo también contestó otro limpiándose los zapatos. ¿Y ustedes?, bien contestaron en coro las chicas lindas que no habían sido tocadas ni el pétalo de las flores del camino hacia IIlanya. !Nos han latigado, dijo Aurora tomándose la cintura. Sí. Contestó la Payito, linda ella. Pero a ustedes no las han tocado, inquirió Chachaco ya medio repuesto de la paliza. Si pues, justos pagan por pecadores, sentenció El flaco Janku, que pasaba por allí agarrado de sus largos brazos por dos pequeñas jóvenes que lo adulaban.
Entraron en grupo los cherrys a la plazoleta de la hacienda, tres palmeras altas gobernaban el recinto en los que se lucían varias fogatas que los jóvenes habían organizado, cada cual con su grupo. Unos tomaban traguitos piteados, otros fumaban cigarros que silueteaban el aire entre conversaciones confusas, algo de música y grupos de chicos que tendidos permanecían en el pasto. Era viernes santo, ya la capilla había cerrado, las vivanderas que traían ponches y bebidas calientes hacían su agosto en semana santa y hasta el triciclero que vendía golosinas y cigarros en la puerta del cine, había llegado a la explanada de la Hacienda Illanya ese viernes santo.
La madrugada de ese viernes santo había marcado las distancias entre los cherrys y los matacherrys que más adelante mostrarían fuerzas marcando el territorio del barrio de la calle Lima y el barrio central, con el ChiChu Aguilera a la cabeza. Las grescas entre barrios habían empezado en la ciudad por el “pecado” de la envidia, el egoismo, el complejo y la frustración, quien sabe porque más.
Nada esta oculto a los ojos de Dios.