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El Silencio de las Llaves y el Latido de la Iglesia
En la Ciudad Eterna, cuando el bronce de las campanas calla y las puertas de la Capilla Sixtina se cierran con solemnidad, comienza un rito antiguo como el humo y sagrado como el fuego. El cónclave ha comenzado.
Una palabra, cónclave, que encierra una de las decisiones más trascendentales del mundo cristiano: la elección del Sucesor de Pedro. No es un simple proceso electoral. Es una plegaria hecha deliberación, un discernimiento revestido de siglos, una búsqueda humana iluminada por el Espíritu Santo que nos convoca a todos a ser partícipes del misterio divino.
Ciento treinta y tres cardenales electores, pastores de diversas lenguas, tierras y culturas, ingresan al cónclave como hombres, y saldrán, si Dios lo quiere, habiendo elevado a uno de entre ellos al Papado.
En este cónclave, quizá de manera más notoria que los anteriores, se perciben como suaves corrientes bajo un barco, las distintas tendencias que reflejan los desafíos de una Iglesia en diálogo con un mundo herido y sediento, y cada vez más complicado.
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- La línea de continuidad pastoral, representada por cardenales que desean seguir el impulso misionero, abierto y sinodal del pontificado que concluye. Entre ellos, destacan nombres como el cardenal Matteo Zuppi, cercano a las periferias y al diálogo ecuménico, y el cardenal Jean-Claude Hollerich, con una mirada universal e integradora.
- La corriente reformadora más estructural, que aboga por clarificar posturas doctrinales y fortalecer la identidad católica ante la confusión del tiempo presente. Aquí se encuentran purpurados como el cardenal Raymond Burke o el cardenal Robert Sarah, voces serias y espiritualmente profundas, preocupadas por la fidelidad a la Tradición.
- Una tercera vía, menos visible, compuesta por aquellos que buscan tender puentes entre ambas sensibilidades, conscientes de que la Iglesia necesita tanto raíz como alas. En este crisol se encuentra el cardenal Péter Erdő, de alma litúrgica y mente jurídica, o el cardenal Antonio Tagle, cuya ternura pastoral se acompaña de una inteligencia teológica brillante.
Nadie sabe el nombre que traerá el Espíritu en su soplo, pero todos quedamos esperando el humo blanco que pronto se eleve, con corazones palpitantes de esperanza.
¿Y qué papel tenemos nosotros, los millones de católicos de a pie, en este misterio tan elevado? Orar, velar, esperar, pues en cada plegaria se teje el futuro de la Iglesia.
El cónclave no es un espectáculo para comentar en redes, para hacer apuestas, sino una batalla espiritual donde cada oración cuenta como lanza invisible que atraviesa el velo entre lo humano y lo divino.
Los católicos estamos llamados a revestirnos de esperanza viva, a pedir un Papa que sea santo antes que popular, valiente antes que diplomático, y humilde como un siervo que lava los pies del mundo.
¡Qué hermosa misión la nuestra! No todos entran a la Capilla Sixtina, pero todos podemos entrar al aposento sagrado de la fe. Mientras los cardenales votan, nosotros ofrecemos nuestro fervor. Mientras ellos eligen, nosotros sostenemos con manos entrelazadas el edificio invisible de la gracia.
Cuando el humo blanco aparezca y la voz de «Habemus Papam» retumbe como un eco de Pentecostés en la plaza de San Pedro, no habrá terminado un proceso, sino comenzado uno nuevo.
Que el nuevo Pontífice, quienquiera que sea, sea fuerte sin dejar de ser tierno, y que lleve en el anillo del Pescador no solo el peso del poder, sino la marca invisible de nuestras súplicas ardientes.
Y que nosotros, miembros vivos de este cuerpo sagrado, no dejemos de amar a la Iglesia ni en sus silencios ni en sus tormentas. Porque en ella, pese a las grietas humanas, habita el Dios que hace nuevas todas las cosas. Y nuestra misión, sublime y eterna, es ser testigos incansables de esa renovación perpetua, portadores de la buena nueva que transforma el mundo desde lo más íntimo de los corazones hasta los confines más remotos de la tierra.
Oremos.