JOSÉ ENRIQUE JERI ORE: EL PODER EN MEDIO DE LAS SOMBRAS

Fue en las horas inciertas de la madrugada —cuando el Perú duerme a medias y los rumores políticos circulan más rápido que la luz— que José Enrique Jerí Oré juró como presidente del Perú.

La vacancia de Dina Ercilia Boluarte Zegarra, decidida por unanimidad en el Congreso, cerró un capítulo turbulento y abrió otro cuya trama apenas comenzamos a descifrar.

¿Quién es este hombre que ahora ocupa Palacio? ¿Cómo llegó hasta aquí? Y, sobre todo, ¿qué significa su ascenso para un país exhausto de crisis, traiciones y promesas rotas?

Un hombre de currículum y claroscuros

José Jerí nació el 13 de noviembre de 1986 en Jesús María, un distrito limeño que hace décadas fue símbolo de clase media aspiracional y que hoy se debate entre la nostalgia y el comercio desbordado. Su origen es modesto. No viene de familias políticas tradicionales ni de las élites empresariales que suelen poblar los pasillos del poder. Es, en ese sentido, un outsider —aunque no en el sentido romántico que algunos quisieran creer.

Abogado de formación —bachiller por la Universidad Nacional Federico Villarreal en 2014, titulado por la Inca Garcilaso en 2015—, Jerí también posee estudios de posgrado, entre ellos una maestría en Gestión de Políticas Públicas. Pero el papel aguanta todo, y el Perú ha aprendido a desconfiar de los títulos universitarios tanto como de las palabras de los políticos. Lo que importa, al final, no es lo que estudiaste, sino lo que hiciste con ello. Y ahí es donde la historia de Jerí se complica.

El ascenso: de las juventudes partidarias al sillón presidencial

Milita en Somos Perú desde 2013, un partido de centro que alguna vez tuvo peso electoral pero que hoy es más una franquicia política que una maquinaria ideológica. Dentro de esa estructura, Jerí fue escalando: secretario nacional de juventudes, primer vicepresidente del partido, personero legal alterno. Roles técnicos, casi burocráticos. Nada que hiciera sonar alarmas ni encender reflectores.

En 2021 postuló al Congreso por Lima Metropolitana. Obtuvo apenas 11,654 votos de preferencia —una cifra casi insignificante en los ámbitos políticos—, pero la suerte (o la geometría implacable del sistema) le sonrió: accedió a la curul como accesitario tras la inhabilitación de Martín Vizcarra, otro personaje cuya caída fue tan estrepitosa como su ascenso. Así entró Jerí al Parlamento. Sin gloria, sin mandato popular robusto. Por la puerta trasera, diríamos con franqueza.

Una vez dentro, demostró habilidad para moverse entre bambalinas. Fue presidente de la Comisión de Presupuesto entre 2023 y 2024 —un cargo con enorme poder fáctico, aunque invisibilizado en la opinión pública—, y vocero de su bancada. En julio de 2025, llegó a la presidencia del Congreso. Y ahora, apenas tres meses después, es presidente de la República.

La velocidad de su ascenso es inquietante. No porque sea joven —el Perú ha tenido presidentes jóvenes antes—, sino porque su trayectoria está plagada de interrogantes que no se disipan con discursos de juramentación ni con llamados a la unidad nacional.

Las sombras que lo persiguen

Aquí es donde el análisis político debe ceder paso a la reflexión ética. Porque José Jerí no llega al poder con las manos limpias. Llega, más bien, con un expediente judicial que pesa como una losa.

1. La acusación de intento de violación

La denuncia es grave. Una mujer lo señaló como autor de un intento de violación, describiendo al agresor como calvo, con barba —rasgos que coinciden con los de Jerí— y relatando intentos previos de acoso.

La Fiscalía archivó el caso por falta de pruebas. Y aquí surge un dilema ético complejo: ¿cómo equilibrar la presunción de inocencia con la seriedad que merecen las denuncias de violencia sexual? El archivo no prueba inocencia, pero tampoco culpabilidad. Sin embargo, en política, donde la confianza es el capital más valioso, incluso la duda razonable puede ser letal.

¿Cómo puede un hombre con una denuncia de esa naturaleza jurar como presidente de la República? La pregunta no es jurídica, es moral. Y el Perú, con su historial de impunidad y pactos de silencio, parece haber dejado de hacerla.

2. Desobediencia a la autoridad

Como parte del proceso vinculado a la denuncia anterior, Jerí fue ordenado a cumplir un tratamiento psicológico. No lo hizo. Esa desobediencia abrió un nuevo proceso penal. Es un detalle que podría parecer menor, pero revela algo más profundo: un desprecio por las instituciones, una soberbia que se cree por encima de las reglas. Y eso, en un futuro presidente, es una señal de alarma.

3. Corrupción y sobornos

Fue denunciado por haber recibido 150,000 soles para favorecer un proyecto en el presupuesto nacional. Existen audios, capturas de chats, testimonios. Jerí ha negado todo, ha separado a un asesor implicado, ha alegado persecución política. Pero la investigación sigue abierta. Y mientras tanto, él gobierna.

La pregunta filosófica aquí es brutal: ¿puede un hombre investigado por corrupción liderar un país que clama por justicia? ¿O hemos normalizado tanto la podredumbre que ya ni siquiera nos inmutamos?

Los desafíos: gobernar sobre ruinas

José Jerí asume el poder en medio de una crisis multidimensional. El Perú no solo está polarizado; está fracturado. La vacancia de Boluarte —una mujer que llegó al poder casi por accidente y que lo ejerció con mano dura y poca legitimidad— dejó heridas abiertas. Las protestas sociales, especialmente en el sur andino, no han cesado. La economía se tambalea entre la inflación, el desempleo y la informalidad. Y la clase política, en su conjunto, es vista con una mezcla de desprecio y resignación.

El teatro del poder: aplausos después de la guillotina

Hay una escena que merece detenerse, porque condensa todo lo grotesco de nuestra política.

Minutos antes de que José Jerí jurara como presidente de la República, ese mismo Congreso había votado para vacar a la Mesa Directiva de la que él era cabeza visible.

¡Increíble!: primero intentaron sacarlo, y minutos después lo aplaudían, lo abrazaban, lo felicitaban efusivamente.¿Cómo se explica semejante contradicción? ¿Estamos ante un cambio de opinión súbito y sincero, o ante algo mucho, muchísimo más turbio?

La respuesta es tan vieja como el poder mismo: pragmatismo sin principios.

En el Congreso peruano, los tira y afloja son el pan de cada día. Las alianzas se tejen y se deshacen según la conveniencia del momento. Los enemigos de hoy son los socios de mañana, y viceversa. No hay ideología que valga, ni coherencia que importe. Solo hay cálculo político, intercambio de favores y supervivencia.

Esos aplausos no eran para Jerí como persona, ni como líder. Eran aplausos al nuevo reparto de poder, a las cuotas que se negociaron en los pasillos, a los acuerdos que se cerraron minutos antes de la juramentación. Eran aplausos a sí mismos, porque al encumbrar a Jerí, cada congresista aseguraba su propio espacio en el tablero. Es triste, pero es la pura verdad.

Hay algo profundamente inquietante en esa imagen: un hemiciclo lleno de parlamentarios que votan en contra de alguien y, acto seguido, lo celebran como salvador. Es el cinismo político en estado puro. Y nos revela algo esencial: para buena parte del Congreso, la política no es un ejercicio de representación ciudadana ni de debate de ideas. Es un juego de sillas musicales donde lo único que importa es no quedarse de pie cuando pare la música.

Desde una perspectiva filosófica, esto nos remite a lo que Maquiavelo describió hace cinco siglos: el poder no se gobierna con virtud, sino con astucia. Y en el Perú de 2025, esa astucia ha mutado en algo peor: en una desfachatez que ya ni siquiera intenta disimularse. Los congresistas saben que los estamos viendo. Saben que registramos cada contradicción, cada cambio de bando, cada abrazo hipócrita. Y aun así, no les importa. Porque han comprendido algo terrible: que la indignación ciudadana ya no tiene consecuencias reales.

Ese es el verdadero escándalo de esa escena. No solo la incoherencia del Congreso, sino nuestra propia impotencia para hacer algo al respecto.

¿Qué puede hacer Jerí?

Sus tareas son claras, aunque titánicas:

1. Restablecer la gobernabilidad en un país donde el Congreso y el Ejecutivo han sido enemigos durante años.

2. Promover el diálogo con sectores sociales, indígenas y movimientos que han sido ignorados o reprimidos.

3. Impulsar la economía sin caer en el populismo ni en el neoliberalismo extractivista que ya fracasó.

4. Enfrentar las investigaciones judiciales que lo acechan, sin usar el poder para blindarse.

5. Preparar el terreno para las elecciones generales de abril de 2026, que ya asoman en el horizonte como la única salida institucional a este laberinto.

Pero la pregunta esencial no es qué puede hacer, sino si quiere hacerlo. Y si tiene la capacidad moral para intentarlo.

Queda la duda esencial: ¿gobernará Jerí para el país o para pagar las facturas políticas de su ascenso? Porque en ese Congreso que hoy lo aplaude, nada es gratis. Y los favores, tarde o temprano, se cobran.

El espejo roto de la democracia peruana

El ascenso de José Jerí es, en cierto modo, un espejo de lo que somos como país. Un espejo roto, lleno de grietas, donde se refleja nuestra incapacidad para construir instituciones sólidas, nuestra tolerancia a la impunidad, nuestra fatiga democrática.

Hemos normalizado que los políticos sean investigados. Aceptamos que las autoridades roben, «no importa, que robe pero que deje alguito» dice la mayoría. Hemos aceptado que la corrupción es «parte del sistema». Hemos aprendido a votar con resignación, no con esperanza. Y ahora tenemos a un presidente interino cuya legitimidad es tan frágil como la de sus predecesores.

Desde una perspectiva filosófica, esto nos lleva a una pregunta antigua pero urgente: ¿qué es un líder legítimo? ¿Es aquel que cumple con los procedimientos legales, o es aquel que encarna los valores de la comunidad que representa? Jerí cumple con lo primero. Pero lo segundo está en duda. Y sin esa dimensión ética, el poder es solo fuerza bruta, no autoridad.

¿Y ahora qué?

Las elecciones de abril de 2026 siguen en pie. Ese es el dato objetivo. Pero lo que ocurra de aquí a entonces es incierto. Jerí puede intentar gobernar con seriedad, enfrentar sus demonios legales y dejar al menos un rastro de dignidad. O puede usar estos meses para consolidar poder, tejer alianzas oscuras y perpetuar la podredumbre que lo trajo hasta aquí.

El Perú, mientras tanto, observa con una mezcla de escepticismo y cansancio. Ya no esperamos héroes. Apenas pedimos que no nos hundan más. Y eso, quizás, sea lo más triste de todo.

Porque un país que ya no espera nada de sus gobernantes es un país que ha dejado de creer en sí mismo. Y ahí, en esa resignación colectiva, se gestan las verdaderas tragedias históricas.

José Enrique Jerí Oré es ahora presidente del Perú. Cómo será recordado depende de lo que haga en los próximos meses. Pero también depende de nosotros: de si seguimos mirando hacia otro lado o si, por una vez, exigimos más.

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2 com.

Genaro 10/10/2025 - 1:12 pm
Exelente análisis del panorama político de la patria, llamado Perú..
Carlos Antonio Casas 11/10/2025 - 2:46 pm
Gracias por comentar Genaro
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