JULIO CASAS, EL CONTADOR DE SONRISAS

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Reinicio

Tributo a un hombre demasiado generoso

Estando mi padre hospitalizado con una crisis hipertensiva y posiblemente provocada por la orden de detención que contra él había dictado el régimen militar de entonces, la madre Coronata, una linda monjita alemana, le preguntó:

—¿Cómo amaneciste Julio?

—Bien madre, gracias… —respondió, y dejando de sonreír al observarla, le preguntó— ¿Y usted… está bien, madre? La veo triste…

—¿Y cómo no estar triste, Julio? —respondió ella con sus erres guturales y sus vocales masticadas— ¡Estoy muy triste! Una pobre mujer de campo se está muriendo, tiene nueve hijos pequeños y no hay sangre…

—No se preocupe madre… ¡Yo se la doy!

La religiosa sorprendida, fijo en él sus hermosos ojos azules, y negando con movimientos de cabeza, le dijo:

—¡Tú estás loco, Julio! Tú no puedes, tú estás enfermo…

—No madre, ya estoy bien, y en todo caso tengo más sangre de la que necesito. Le caerá bien a esa pobre mujer, ya verá, a lo mucho ¡se emborrachará!

—¡Ay Julio! —dijo la religiosa soltando la carcajada. Llamó de inmediato a la madre Consolatriz, que rápidamente dispuso las pruebas pertinentes, que superadas y habiendo plena compatibilidad, ella misma le extrajo 500 ml, que era lo que se estilaba entonces, y con eso se salvó la vida de aquella humilde desconocida.

Luego de aquel episodio, las monjitas, conocedoras del buen corazón de mi padre enviaban a la casa de cuando en cuando, recetas de algunas personas de bajos recursos, que mi padre, siempre en coordinación y con la colaboración de mi madre, satisfacían prontamente. Así de generoso y desinteresado era él, colaboraba siempre anónimamente, porque de otra forma —me dijo— «más que caridad sería pura vanidad». Seguramente mi adorada madre, cuando lea esto me ha de jalar las orejas, porque ella piensa igual.

Por aquel entonces, mi padre era director de Radio Apurímac, y como los buenos periodistas, estaba contra los excesos del régimen militarista de Juan Velasco Alvarado, que entre otras cosas, expropió mucho y con malos resultados la mayor parte de las veces. Por ello, papá decía, parafraseando conocidas canciones de Los Morochucos «Velasco expropio el “Huerto de su Amada” a Felipe Pinglo para entregárselo a “Jacobo el leñador”».

En la radio, incentivó la formación de muchos jóvenes al darles la oportunidad de ponerse frente a los micrófonos y enseñarles algunos rudimentos básicos del oficio. Muchos de ellos, varios años después, alcanzarían notoriedad en las nobles labores de la locución y el periodismo, entre ellos: Hugo Viladegut, Carlos Cuaresma, Abraham Herrera, Edwin Ferrel, Humberto Muñoz y otros más que no logró recordar.

El Colegio de Periodistas del Perú lo reconoció como uno de ellos, por su labor con el micrófono y la pluma, y por los artículos memorables que creó sobre temas relacionados a la tierra que amaba.

Una tarde de aquellas, hubo un incendio de grandes proporciones en la segunda cuadra de la Av. Núñez, que solo con la ayuda de Dios y algunos valerosos ciudadanos se pudo apagar. A raíz de ese infortunado evento, se formó la Compañía de Bomberos Voluntarios de Abancay, y mi papá estuvo entre los promotores y fundadores. Él coordinó con el comandante Villalobos de la Compañía de Bomberos del Cusco para que vinieran a capacitar al personal y formalizar la compañía que él apadrinó, en una inusual ceremonia bomberil. Recuerdo con nitidez a mi padre, empapado y feliz, retornando a nosotros cuando cogió la naranja que habían hecho correr con tremendos chorros de agua por toda la pista, a María Isabel mi pequeña hermanita chillando a gritos, por lo que habían hecho a papá, y recuerdo también aquella naranja, que estuvo realmente deliciosa.

Mi padre miraba al mundo con ojos benevolentes y creía en la bondad innata de las personas, en su honradez y en sus buenas intenciones. Cuando alguien lo defraudaba, pensaba que había surgido algún imponderable y lo seguía tratándo con gentileza y alegría.

— ¿Hasta cuándo pues, bandido? —bromeaba con el adjetivo, y poniendo cara y acento mexicano, continuaba —o eres de esos que dicen: «Las deudas viejas no se pagan. ¿Y las nuevas…? Pos… ¡hay que dejarlas envejecer…!» —reían y luego, la negociación era relajada y mucho más fluida.

Una vez le pregunté «¿Por qué eres tan servicial y “buena gente”»?» y él me respondió: «Servir es una obligación, más que un privilegio. Nunca dejes de hacerlo, cuando puedas hacerlo».

Era un hincha acérrimo del Grau desde la época en que se llamaba “Unión Grauina” y colaboró en su dirigencia en varios periodos. Más de una vez el DT o el presidente del club lo buscaban en la tribuna «Julito, te necesitamos en los camerinos, los muchachos están hechos unos nudos de nervios». Mi padre entonces iba, los arengaba bravamente y contaba unos chistes que eran bien festejados con tremendas risotadas, y chau nerviosismo, los muchachos salían a la cancha relajados y con ánimo ganador.

Yo tendría unos diez años, cuando papá, con algunos dirigentes y amigos, se había apostado cerca a los camerinos, para ver el partido mientras tomaban unas cervecitas para aminorar la tensión. Al costado, había una señora que preparaba anticuchos que a mí me encantaban, y como me había despachado ya media docena y quería más, papá me dijo: «Bueno, un anticucho por cada gol del Grau», así quedamos. El Grau estaba perdiendo a 0, pero súbitamente, volteó el partido y gano por 9 a 1. La gente de la tribuna no entendía porque esos hombres soltaban estruendosas carcajadas cada vez que el Grau metía un gol, y es que, al cuarto o quinto gol, yo ya no quería saber nada de anticuchos, pero ellos gritaban entusiasmados y entre risas «¡Anticucho, anticucho…!», y fue, la goleada más indigesta de la historia.

Cuando el Grau tenía que disputar partidos importantes, para alejarlos de las chicas y de las jaranas, mi padre, con su propio peculio, invitó a todo el plantel a concentrarse en el Hotel de Turistas, y cuando clasificaron para la Copa Perú, había visto que algunos de los jugadores vestían muy humildemente e iban a las concentraciones con sus “maletas ahorcadas”. Entonces, se le ocurrió y lideró una campaña desde la radio, para uniformarlos adecuadamente. Con la colaboración de toda la comunidad abanquina, se consiguió los fondos para uniformarlos y dotarlos de lo más básico, incluyendo maletines. Visitaron a todos los sastres de la ciudad, conminándolos a confeccionar 4 o 5 ternos cada uno, a marchas forzadas, y así, cuando viajaron a Lima, causaron sensación en la prensa citadina al bajar del avión perfectamente uniformados con sus flamantes ternos. No logramos campeonar aquella vez, y eso que los muchachos desplegaron un titánico esfuerzo, pero sin duda fuimos históricamente el equipo mejor vestido y más apuesto de la Copa Perú.

Le gustaba recibir los boletos en el “Cine Abancay” y saludar afectuosamente a los que ingresaban, y una vez empezada la película, viendo la tristeza en los ojos de los muchachitos que infructuosamente habían esperado un descuido para colarse, les decía “¡Entren ya, pistolines!” abriéndoles las puertas, y estos, felices ingresaban en cargamontón.

Mi padre disfrutaba haciendo felices a las personas, por eso contaba chistes y bromeaba con todo el mundo. Se saludaba con todos, «¡Hola muchacho loco!» exclamaba, «¿A qué te dedicas aparte del trago?» solía preguntar en broma a sus amigos.

Abanquino que llegaba, abanquino que lo buscaba, aunque a veces, llegaban a colmar tanto la paciencia de mi madre, que algunas veces hasta dejó de invitarlos a almorzar en casa, como era costumbre con los visitantes amigos.

Tuve el privilegio de acompañarlo por muchas ciudades, y su celebridad como decidor de chistes lo había precedido. Me sorprendió qué en Lima, en Cusco, en Arequipa incluso en la más lejana Tacna, siempre era el centro de las reuniones.

En el Club Unión, donde en tiempos dorados se hacían hermosas fiestas, había un momento en que las señoras tenían que bailar solas entre ellas, pues los caballeros, estaban todos en el salón del primer piso, y muchos de ellos en corrillos concéntricos, festejando los chistes de papá.

En los últimos años, le gustaba pararse a la entrada de la casa y charlar con los conocidos, que felizmente nunca faltaban. Resultaba delicioso escucharlo compartir su sabiduría y su buen humor, y nunca vi a nadie despedirse de él con el ceño fruncido, todos se iban luciendo una hermosa sonrisa.

Mi madre fue su adoración, toda la vida. Ella era la niña de sus ojos y ella miraba el mundo a través de las pupilas de papá. ¡Cómo se quisieron! Estuvieron juntos 58 años y dedicaron sus vidas a amarse y hacerse felices mutuamente, contagiando en el proceso a todos los que los rodeábamos. A ella también le bromeaba diciendo “Mira viejita, si con una mujer tengo dos cines… con dos mujeres tendría cuatro”, reconociendo el duro trabajo que mi mamá hacía junto con él.

¡Vivir bajo su sombra fue maravilloso!

Su buen humor fluía permanentemente, y en la intimidad del hogar, mostraba su alegría cantando versiones particulares de sus canciones favoritas. Aún resuenan en mis oídos una melodía setentera llamada “Mantequilla caliente”, que él cantaba: «Chirin chirin porok pok…», o el carnaval arequipeño que a su manera sonaba «Chirinka chirinka pok pok… chirinka pok pok». Cuando se duchaba cantaba un clásico ruso con voz de bajo profundo «Ochichornio ho ho, ochichornio, ochichornio…».

¡Ah mi padre querido! Él fue un hombre bueno y feliz. Siempre tenía a mano miles de chistes y anécdotas. Me parecía increíble la facilidad con la que él recordaba y asociaba sus historias a cualquier situación.

Hugo Viladegut entiende mejor, esta cualidad, que él llama Oralidad.

Él dice, en el prólogo del libro que inspiró mi padre: «Julio maneja el hemisferio izquierdo con gran destreza, escucha, almacena, clasifica y produce a través de la comunicación boca a oído. Una complementariedad extraordinaria entre el área de Wernicke y el área de Broca. Una tiene la agudeza de idear la jocosidad cuidando no herir susceptibilidades y la otra de organizar los pasajes y completar la historia mientras habla midiendo las reacciones del público escucha que termina divirtiéndose. Ese es el esquema de la oralidad».

Una de esas miles de anécdotas que contaba, era: «Cuando yo era niñito, era tan lindo pero tan lindo, que siempre me pedían prestado para hacer de niñito Jesús».

¡Y vaya viejo querido!, te tomaste el papel muy en serio, tan en serio que hiciste de niñito Jesús toda la vida, llevando alegría a muchos, dando apoyo, consuelo y risas a quién lo necesitaba, y haciendo de este mundo, un mundo mejor cada día.

El 28 de octubre, «Día del Señor de los Milagros» él te llamó a su lado.

El dolor qué nos causó tu partida es muy grande. Nada puede aminorarlo.

El mundo se ha oscurecido para nosotros, hemos perdido los horizontes, sin tu guía ya nada tiene interés alguno.

Nos tranquiliza saber que partiste recibiendo la atención de personas maravillosas y en medio de la bruma en que nos dejó tu partida, ilumina nuestro camino la luz del cariño de tantos y tantos amigos que te homenajearon con sus hermosas reseñas y sus sentidos saludos y condolencias.

Nadie puede imaginar la falta que nos harás. Quizás con el tiempo, cuando la pena aminore, rebroten tus enseñanzas y podamos seguir viendo el mundo con la luminosidad y los colores con que tú lo pintaste para nosotros.

Te imagino alegrando a los angelitos y tomando el pelo a San Pedro, si aún le queda alguno, y reunido con tus princesas, María Isabel e Ingrita, y junto a tus padres, tus hermanos y seguramente, muchos de los buenos amigos que te precedieron, departiendo alegremente como lo hiciste acá, y no me cabe la menor duda, de que el cielo ahora contigo, será aún un mejor lugar de lo que fue.

¡Hasta siempre padre adorado!

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