JUNIN 06 DE AGOSTO

por Luis Echegaray Vivanco
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Reinicio

A 4000 metros sobre el nivel del mar, en plena puna de Junín, a orillas de la laguna Chinchaycocha, un 06 de agosto de 1824, en la epopeya que daría inicio a la expulsión de los españoles de tierras peruanas. A pesar del grito de independencia 3 años antes en Julio 28, el ejército español se encontraba activo e intacto. Ambas fuerzas se encontraron una fría mañana en las condiciones climáticas, que sufrimos y conocemos los peruanos nativos de las serranías de los Andes. Estaban frente a frente los ejércitos; realista español y los patriotas del ejército libertador comandado por Bolívar, Antonio de Sucre, Guillermo Miller, Mariano Necochea, José María Córdova, Jacinto Lara, José de La Mar  y José Andrés Rázuri.

La batalla de Junín se desarrolló únicamente con caballerías usando armas blancas, allí fue destruida la caballería española. Los muertos en batalla en ambos bandos fueron cercana a los 500 fallecidos.

 Canterac, el español, seguido de su clarinero daba órdenes, recorría el campo, y el clarín tocaba incesantemente a degüello.

El clarín sonaba endemoniado, soplado por las voces del averno.  Se escuchaba en todo el campo de batalla, dando ánimo a los realistas. Era una estrategia impensada que estaba inclinando la batalla a favor de los españoles. 

Raudo galopaba el rocín de Canterac, seguido de su fiel clarinero, mandando degollar a los patriotas de sus bravíos corceles, de los regimientos del virrey el jerezano José La Serna, que se encontraba controlando aún el virreinato de Perú en 1824, habiendo perdido Lima en 1821, pero conservando el fortín del Real Felipe, del Callao.

Al promediar la batalla, Necochea y Miller enviaron a callar al maldito clarín, sin suerte.

 El clarín seguía sonando como si el mismísimo belcebú lo tocará. Sablazos realistas tiraron a Necochea, al campo. El oficial argentino herido clamó: 

— Capitán Herrán  déjeme morir; pero acalle antes ese clarín.

La caballería realista ganaba terreno;  el sargento realista  Soto apresaba y ponía a Necochea, a la grupa, para llevarlo prisionero.

 Ya los patriotas habían sido arrollados; a pesar de su arrojo y decisión no habían podido resistir al terrible impulso de la caballería de los realistas; ya estos empezaban a entonar el himno de la victoria de su corcel.

Los realistas en ese momento ya cantaban victoria, sentían que habían derrotado a los patriotas. Sin embargo, en retaguardia comandada por el coronel peruano Suarez, desobedeciendo a Bolívar llevó a la carga a los dos regimientos de caballería de reserva y se lanzaron bizarramente, sobre los creídos vencedores que se hallaban asimismo en jolgorio y el mayor desorden y confusión mezclados con los vencidos. Reunidos estos con aquella masa de bronce que se hallaba en perfecta formación, cayeron de nuevo sobre los diseminados realistas, los acuchillaron horrorosamente, los obligaron a ponerse en pronta retirada, y les arrebataron el campo de batalla.

Puede escribirse que la derrota estaba consumada. El sol de los incas se eclipsaba y la estrella de Bolívar palidecía.

De pronto el clarín cesó. El escuadrón peruano carga sables en mano, por un flanco y por retaguardia a los engreídos vencedores, y el combate se restablece. Los derrotados se rehacen y vuelven con brío sobre los escuadrones españoles.

El general Necochea se reincorpora.

—¡Victoria por la patria! -dice al pelotón de soldados realistas que lo conducían prisionero.

—¡No! -insiste el bravo argentino-. Ya no se oye el clarín de Canterac, están ustedes derrotados.

Y así era en efecto. La tornadiza victoria se declaraba por el Perú, y Necochea era rescatado.

—¡Vivan los húsares de Colombia! -gritaba el general Herrán  colombiano,  aproximándose a Bolívar.

-¡La pinga Pinela! -contestó el Libertador, que había presenciado los incidentes todos del combate-. ¡Vivan los húsares del Perú!

El capitán Herrán había logrado tomar prisionero al infatigable clarín de Canterac, y en el mismo campo de batalla lo presentaba rendido al general Necochea. Éste, irritado aún con el recuerdo de las recientes peripecias o exasperado por el dolor de las heridas, dijo lacónicamente:

—Que lo fusilen… que muera el clarinero realista.

—General… -observó Herrán interrumpiéndolo.

—O que se meta fraile -añadió Necochea, como complementando la frase.

—Mi general, me haré fraile -contestó precipitadamente el prisionero.

—¿Me empeñas tu palabra? -insistió Necochea.

—La empeño, mi general.

—Pues estás en libertad. Haz de tu capa un sayo.

Terminada la guerra de independencia, el clarín de Canterac vistió en Bogotá el hábito de fraile en el convento de San Diego.

Recopilación histórica. Luis Echegaray

 

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