En una oficina —una de esas donde los escritorios se alinean como soldados y el reloj parece mandar con sus tic tac— trabaja Mauricio. Alto, de andar pausado, mirada serena y gesto contenido. Impecable, sí. Pero callado. No era de los que se lucen en las reuniones ni de los que ríen por cualquier chiste. Prefería el silencio al murmullo sin propósito, y el correo electrónico antes que las videollamadas.
Desde el colegio, muchos lo habían llamado «el rarito». No por incompetente —¡para nada!—, sino porque no sabía qué decir en los patios y corredores, ni cómo reaccionar cuando alguien lloraba o estallaba de risa. Las charlas triviales lo dejaban perplejo. Y en las celebraciones, se sentaba lejos, comiendo en silencio, mirando por la ventana. No es que no quisiera compañía… simplemente no sabía cómo habitarla.
Ya pasados los treinta, tras años sintiéndose fuera de sintonía, alguien —con buena intención, pero con cautela— le sugirió ver a un especialista:
—«Podrías tener Asperger», le dijeron, casi en un susurro.
Esa palabra, lejana hasta entonces, se volvió un faro. Tras varias sesiones, vino el diagnóstico: autismo nivel 1. No fue un golpe, ni un castigo. Fue, más bien, un descanso.
Por fin, Mauricio comprendía por qué siempre se había sentido como un extranjero hablando su propio idioma. No era un error, no estaba roto. Solo era diferente.
Y con esa certeza, empezó a mirarse con nuevos ojos. Descubrió que su mente funcionaba como un reloj suizo: meticulosa, lógica, afinada al detalle. Veía patrones donde otros solo veían caos. Recordaba lo que para otros era ruido. Leía las normativas más densas como si fueran relatos policiales.
Mientras sus colegas evitaban las planillas, Mauricio las abordaba como quien arma un rompecabezas: con placer.
Ahora bien, fuera de la jornada laboral, el mundo seguía siendo difícil. El doble sentido lo confundía. Las bromas le sabían a idioma extranjero. Le costaba interpretar los gestos, no disfrutaba los abrazos, y nunca estaba del todo seguro de cuándo felicitar o cuándo guardar silencio.
El mundo, para él, no venía con subtítulos. Y eso —a veces— dolía.
Por eso, más allá del caso de Mauricio, hay algo que como sociedad deberíamos entender: la verdadera inclusión no se trata solo de tolerar al distinto, sino de comprenderlo, de abrirle espacio, de acercarnos sin prejuicio.
Porque alguien que no domina una charla de café puede tener un universo entero por compartir… si se le pregunta con respeto.
Y sí, el autismo nivel 1 no impide ser brillante, ni sensible, ni comprometido. Es, simplemente, otra manera —genuina y valiosa— de estar en el mundo.
Las personas como Mauricio no buscan lástima ni favores. Buscan comprensión, accesibilidad, el derecho a no fingir.
Porque como él, hay muchos. En oficinas, aulas, hospitales, talleres… Gente que quizás no sepa cómo romper el hielo, pero que puede enseñarnos a mirar la vida con una sinceridad que escasea.
Ahí está la belleza de la diversidad: no en forzarnos a encajar, sino en aprender a moldear un mundo donde quepan más formas de ser.
Un mundo verdaderamente inclusivo no es aquel que acomoda a las personas diferentes… sino aquel que se transforma con ellas.
Quizás el ejemplo más conocido de esta singularidad —esa manera distinta y poderosa de habitar el mundo— sea el del Dr. Shaun Murphy, el personaje interpretado por Freddie Highmore en la serie The Good Doctor. Un joven cirujano con autismo y síndrome de Savant, cuya mirada clínica es tan aguda como su desconcierto ante las sutilezas sociales. Su historia, aunque ficticia, ha permitido que muchos comprendan, por primera vez, que las personas con autismo no son menos capaces… sino maravillosamente diferentes. Que pueden salvar vidas en un quirófano, mientras luchan por entender una conversación casual. Y que en esa aparente contradicción reside una belleza profunda: la de una mente que no necesita parecerse a las demás para ser brillante.
Y si, al leer esto, pensaste en alguien —un compañero, un familiar, un amigo que parece vivir en otra frecuencia—, o si tú mismo te viste reflejado en estas líneas… no lo minimices. No lo escondas.
Busca. Infórmate. Acércate a profesionales, asociaciones, redes de apoyo. Tal vez no encuentres respuestas inmediatas, pero sí pistas. Y esas pistas pueden ser el inicio de un camino hacia algo profundamente liberador.
Porque entenderse no es una etiqueta, es un permiso. El permiso de ser uno mismo, sin máscaras ni culpa.
Porque ser diferente no es un defecto. Es, a veces, un don.
Y este mundo —tan apurado, tan superficial— necesita más personas que se atrevan a ser auténticas.
Personas como tú.