En una ocasión, mis padres tuvieron que viajar juntos a Lima.
Normalmente solo lo hacía papá, pero por motivos de salud esta vez, debía ir tambien mamá ya que llevaban a mi hermana Alicia, la menor de todos, a un control médico. Así que quedamos en casa con la supervisión del tío Juanito y la tía Berthita.
Ellos, siempre con gentileza, establecieron ciertas pautas que todos en casa, los hermanos como el personal doméstico, acatamos de buena gana.
Todos los días, compartíamos la mesa, dónde disfrutábamos la comida junto con agradables tertulias.
Una noche, de aquellas, faltando muy poco para el regreso de los papás, a la hora de la cena, no se presentó mi hermano menor.
Se encendió la alarma y yo, como el hermano mayor, junto con el personal doméstico fuimos conminados a salir en busca del travieso.
Yo me fui al pampón entre la calle Apurímac, Núñez y Díaz Bárcenas, donde ahora está el Palacio de Justicia, pues ahí se montaban los circos cada vez que llegaban a Abancay, y por esos días, había llegado uno.
Di varias vueltas por las alrededores, abriéndome paso entre mirones, vivanderas y comerciantes ambulantes, pero no logré ver ni a Julito ni a ninguno de sus habituales compinches.
La función circense ya había comenzado, se escuchaban risas y gritos de cuando en cuando, adentro, en el iluminado y llamativo ambiente, mientras en la penumbra que rodeaba la carpa, en el espacio entre la lona y las rejas, rondaban un par de tipos que con solo sus torvas miradas desanimaban cualquier intento de colarse.
De rato un rato, algún payaso o alguna de las estrellas en brillantes bikinis, pasaban por ahí llamando la atención de los mirones, pero aparte de ello, se estaba muy aburrido, por lo que tras un rato, me fui a casa.
A eso de las 10:00 pm apareció Julito. La tía Berthita lanzó un suspiró aliviado, y lo mandó a la cama de inmediato, y el tío Juanito solo dijo:
—¡Ah caray! ¡Este muchacho!
Yo quedé decepcionado, pues esperaba que le dieran una severa reprimenda, pero Julito se acostó prontamente, completamente agotado por sus correrías y se durmió con cara de angelito.
Al día siguiente, mientras conversábamos en el desayuno, todos esperábamos la llamada de atención.
Mi tío Juanito, con la bonhomía que lo caracterizaba, ya lo había perdonado y más bien le causaba gracia la travesura, idea que no compartía mi tía Berthita, que siendo muy buena también era muy recta.
—¡Ay Julito! ¿Cómo te fuiste así sin avisar? ¡Que no se entere mi comita de las canas verdes que nos sacaste con la preocupación! —le dijo frunciendo el seño levemente —¿Dónde te fuiste?
—¡Fuimos al circo, con mis amigos! —dijo Julito con absoluto desparpajo, con cara de triunfo y una gran sonrisa.
—¿Pero con qué plata…? —preguntó el tío Juanito.
—Nos metimos por bajo la lona… —contestó el moreno, orgulloso de su proeza.
—¡Ah caramba! —contestó admirado el tío Juanito, y murmuró riendo— ¡Este muchacho!
—¡El susto que nos has dado! — dijo la tía Bertita persignándose—No vuelvas a hacer algo así, por favor Julito. ¡Avísanos siempre a donde vas!
Francamente, me quedé algo decepcionado, pues mi yo perverso esperada una reprimenda más dura para Julito, pues constantemente desaparecía con los simpáticos gamberros que tenía como amigos, destruía zapatos y pantalones y causaba muchas inquietudes a mi madre. Pero con su sonrisa de «dientes de haba», se libró una vez más, como siempre lo hacía.
Mi tío Juanito para distender el tenso ambiente, preguntó:
—¿Y qué tal el circo…? ¿Había fieras…?
—¡Si! —dijo Julito, mostrando su oreja colorada e hinchada como una coliflor— ¡El dueño del circo!