Al medio día el calor en la hacienda era insoportable. Los trabajadores metidos en los cañaverales tenían que soportar temperaturas que sobrepasaban los 35 grados No obstante, los peones seguían dándole a la lampa y al pico, picchando hojas de coca para no sentir sed ni hambre, hasta la hora del cocaví, que sus mujeres les preparaban y llevaban hasta el mismo lugar donde laboraban, merienda que consistía en una porción de cancha de maíz, un picante de berros con queso y un poco de leche y unas cuantas papas cortadas en trozos.
Allí, la única forma de darse cuenta del paso del tiempo era viendo desaparecer la sombra de sus cuerpos al ponerse el sol sobre ellos en forma vertical porque ninguno tenía reloj. No era necesario, porque la posición del astro rey era su mejor reloj y el avance de la sombra los segunderos inequívocos de esa natural forma de medir el tiempo.
No obstante, se enteraban de la hora de la merienda cuando se escuchaba el sonido de un pito, parecido al de un tren, y simultáneamente todos dejaban sus herramientas y se iban a buscar la sombra de un molle o de un árbol de tara donde daban cuenta a su franciscano almuerzo y luego descansaban recostados sobre el pasto.
Algunos, los que estaban más cerca de la casona, se iban al patio principal de la hacienda para esperar a las vendedoras de menús sentados sobre unos poyos hechos de adobe de barro, adosados a la pared, junto a una pileta de agua y al costado de la puerta principal.
Por órdenes del hacendado, a todos les servían un vaso de chicha de jora, pero el aguardiente y el upi, (la última melaza de la caña de azúca), lo tenían que pagar.
Ruperto y Demetrio, eran los peones más jóvenes y muy amigos. Y mientras esperaban que la vendedora les dejara el refrigerio, porque aún eran soleteros y no tenían quién les prepare sus alimentos, se les ocurrió jugar al tejo para matar el tiempo. En ese momento se apareció en el patio una adolescente linda y sensual que atrajo la mirada de los jóvenes.
–Es la Cata, hija del capataz – Murmuró Ruperto – Pero, ni la mires carajo porque puedes chocar con el dueño de la hacienda
La conversación se interrumpió con la llegada del capataz quien, acompañado de dos peones que cargaban las tinajas de chicha y las botellas de aguardiente, ordenó que empiecen a llenar los caporales y los quintos. Y apenas llegaban a las manos de los trabajadores se lo vaciaban a sus gargantas en un santiamén. A los jóvenes, en lugar del aguardiente les encantaba el upi.
–Patroncito, no nos caería mal una copita de aguardiente para limpiar la miel.
–Cuando cumplan los 18 años, Además, el trago cuesta un sol y tu cuenta Demetrio está subiendo por las compras que has hecho en el almacén – Le advirtió, mientras miraba su libreta de apuntes.
–Si patrón.
Los peones no solamente tenían extensas cuentas por todo lo que consumían en la hacienda. Y, claro, luego de cancelar sus deudas, sus remuneraciones se reducían a centavos. Por eso algunos tenían que trabajar en doble turno para contar con algunos soles que les permita comprarse ropa, ojotas y otros artículos que los huasaq’epes que llegaban de Puno los vendían en los alrededores del mercado de Abancay, haciéndoles una competencia desleal a los mercachifles lugareños..
Por sus deudas, la mayoría de trabajadores casi nunca recibía sus jornales en duro sino en papeles, donde estaban anotadas sus cuentas que, para colmo, no las entendían ni pío porque muchos de ellos no sabían leer. Por eso, cada sábado sentían una gran frustración y miraban con desdén al encargado de hacer los descuentos.
– ¡Carajo! cómo me gusta la Cata. Todas las noches sueño con ella. Le confesó Demetrio a su amigo Ruperto mientras le salía un sonoro y profundo suspiro.
–Tendrás que aguantarte, amigo, porque dicen que está reservada para el patrón.
– ¡Ese hijo de…! Todo lo quiere solo para él.
Ruperto hacía bien en advertirle a su amigo Demetrio porque el hacendado era un hombre de armas tomar y no aguantaba pulgas. Sin su venia nadie podía pretender a las mozas que vivían en su hacienda, mucho menos a sus preferidas. Tenía tal dominio sobre sus jornaleros que no se les permitía hacer nada sin su conocimiento.
Uno de los mayores placeres del hacendado, además de disfrutar de la buena comida y la buena bebida, era pararse sobre el altillo de la vivienda acompañado de alguna pareja ocasional, que nunca le faltaba, para tomar sol y contemplar la inmensidad de sus propiedades. Eran tan grandes que sus límites no se podían divisar a simple vista.
Cuando no estaba con su esposa, convivía con cualquier moza, “con tal que tenga buenas piernas, bustos bien formados y cara bonita”, según se jactaba hablando con sus amigos bebiendo los más variados tragos preparados a base del aguardiente de caña que su hacienda producía.
La Cata, además de ser tal como las describía a sus amantes, era de buen porte, bella, leída y distinguida, pero tenía un carácter irreductible. No obstante de su corta edad, no se sentía débil por su condición de mujer, siempre se mostró indoblegable y se resistía a los requerimientos del hacendado.
Como a toda adolescente, le encantaba jugar en el campo. Corría descalza sobre la hierba fresca y entre las plantaciones de caña, algunas veces sola y otras veces acompañada de otras muchachas de su misma edad. Subía y bajaba por las laderas como una gacela, sorteando las piedras y pencas. Y cuando se cansaba, se entretenía cazando mariposas que se posaban en los pétalos de los amancaes. Así fue moldeando su cuerpo de Venus y su cintura de avispa.
Demetrio, era consciente que no podía competir con el patrón pero tampoco tenía miedo de asumir ese reto. Por eso cada vez que se aparecía la Cata no dejaba de mirarla con ardor. No había duda, estaba perdidamente enamorado y era capaz de cualquier cosa por estar con ella.
Precisamente, una de esas mañanas frescas y brillantes, como son los amaneceres en Abancay, Demetrio se hallaba regando los cañaverales cuando de pronto se apareció la Cata saltando entre los surcos y le sonrió, y como quien lo reta a competir en una carrera, empezó a alejarse raudamente volteando la mirada burlonamente. Tentado por el mismo diablo y sin pensarlo dos veces, Demetrio salió tras ella como un tigre tras su presa.
La muchacha, al darse cuenta que el pez había picado el anzuelo, reía de felicidad sin dejar de correr hasta ocultarse detrás de unos matorrales.
Demetrio, jadeando por el cansancio, la alcanzó y la cogió de la cintura para luego tenderla sobre una alfombra de hojas secas donde ambos dieron rienda suelta a sus más ardientes y apasionados deseos.
Ambos, con el candor propio de su juventud y la fogosidad de sus años primaverales, se entregaron el uno al otro, dando la impresión que hasta el sauce llorón que los acogía bajo su sombra, empezó a moverse de alegría al ritmo del viento.
Lamentablemente, bastó que un trabajador de la hacienda los viera para que el chisme llegara a los oídos del dueño. Y antes que los rumores se conviertan en un escándalo, el hacendado le puso a Demetrio en la disyuntiva de escoger la renuncia o el cementerio.
Al sentirse entre la cruz y la espada, el aprendiz de galán, escogió la primera opción y se fue a trabajar a los lavaderos de oro de Madre de Dios, de donde nunca más volvió.
La Cata, al enterarse del viaje del hombre que la había convertido en mujer, se sumió en una profunda pena y, no obstante que el tiempo se encarga de borrarlo todo, según dicen, sus heridas tardaron en cicatrizar y nunca pudo olvidar su primera aventura de amor.
Dos años después de la ausencia de Demetrio, cuando la Cata retornaba de uno de sus acostumbrados paseos al campo, encontró sobre su cama un hermoso traje de mestiza. Y, sin preguntar cómo había llegado hasta allí, se lo probó. Al mirarse en el espejo recién comprendió que ya no era una adolescente y sospechó que su padre se lo había comprado para la fiesta de cumpleaños del patrón. No estaba equivocada, porque el capataz era el más interesado en que la Cata luzca como nunca ese día, para impresionar al dueño de la hacienda.
Su presencia en la reunión fue deslumbrante. Y el primero en quedarse muy sorprendido por la belleza de la joven fue el hacendado que no dejaba de mirarla con sus ojos libidinosos. Ella también estaba feliz porque aquel día había ingresado por fin al mundo de los mayores.
El dueño de la hacienda tenía por costumbre celebrar su cumpleaños por partida doble, el mismo día con sus amigos y familiares, donde se comía opíparamente, se bebía whisky, champán y cerveza y durante tres días se bailaba valses y rumbas con una orquesta traída del Cusco. Y, naturalmente que en esta reunión, la reina de la fiesta era su esposa, una distinguida dama educada de acuerdo a las costumbres morales y religiosas de la época.
Una semana después, cuando sus amigos y familiares ya no estaban en la hacienda, lo celebraba con los comuneros y trabajadores. En “la octaba”, se bailaba huaynos y carnavales y se bebía abundante chicha y aguardiente de caña. Un día antes se hacía la tradicional matanza de varias clases de animales como toriles, corderos, chanchos, así como gallinas y perdices para preparar una serie de platos típicos.
Este año, la novedad era la presencia de la Cata, con su extraordinaria belleza y siempre vestida a la usanza de las mestizas abanquinas. Al hacendado se le salían los ojos de lujuria, pero al darse cuenta que ella se resistía de caer en sus redes porque se trataba de un hombre casado y con una notoria diferencia de edad.
El hacendado se volvió loco de amor y a medida que iban pasando los días su pasión se acrecentaba y estaba dispuesto a dejarlo todo con tal de tenerla a su lado.
La esposa, quien como todas las mujeres del mundo, tenía un sexto sentido, rápidamente se dio cuenta que le estaban sacando los cuernos.
Llamó a sus amigas para que le saquen de la duda, pero ninguna de ellas se atrevió a decirle la verdad por temor a perder la amistad del hacendado.
Se moría de la cólera pensando que ya no era la catedral donde el hacendado le rendía pleitesía, sino una iglesia más del pueblo. Y cuando comprobó que su marido definitivamente había sacado los pies del plato, lo cuadró. Pero él ya lo tenía todo definido: La Cata o nadie.
Y para evitar las habladurías, el marido le planteo una salida económica irrenunciable. De esa manera la esposa y sus hijos se vieron obligados a guardar el secreto bajo siete llaves. A cambio, el marido se comprometió a no hacerles faltar nada. El hacendado cumplió con su promesa y les enviada el dinero suficiente para que vivan en Cusco a cuerpo de reyes.
Claro, a la Cata tampoco le hacía faltar nada porque le atormentaba la idea que, como sucede con la mayoría de las amantes, en cualquier momento lo podía dejar.
Lo que jamás se supo es por qué la cata se involucró con el hacendado porque, definitivamente, no fue por su dinero. Ella, no era ninguna pobretona, sus padres y abuelos eran propietarios de grandes extensiones de tierras y su familia siempre gozó de una vida holgada. Entonces ¿fue por una revancha social? ¿Por su deseo de escalar a una clase a la que ella miraba de abajo para arriba, o a un estudiado apetito de poder? Lo único cierto es que lo tenía embobado al hacendado.
La cata era una mujer de estirpe campesina pero de gustos refinados. Le gustaba vestir bien y siempre a la usanza de las mestizas de su tierra: sombrero blanco con cinta de seda negra, polleras de terciopelo y pana, botines de taco que le cubrían los tobillos. Y nunca dejaba de usar aretes de oro con incrustaciones de piedras preciosas que hacían juego con sus chamarras. Vivía realmente orgullosa de ser así. Y era, además, muy atractiva, de caderas bien formadas, trenzas cuidadas y sonrisa discreta y, es probable, que le daba al hacendado lo que la esposa le negaba por pudor y vergüenza.
Era, asimismo, una mujer bondadosa y caritativa. Su presencia en la haciendda cambió totalmente las relaciones con los trabajadores y comuneros. Se preocupaba por su salud y su bienestar económico. Estableció un sistema de atención médica especialmente para las mujeres embarazadas y para los niños a quienes nunca les hizo faltar, en navidad o en sus cumpleaños, un regalo. Obligó a los padres a enviar a sus hijos a la Escuela y ordenó al capataz a no contratar niños en los trabajos de la hacienda, salvo en las tareas domésticas.
Siempre andaba con mucho dinero en el bolso para dar propinas. Con ella cambió totalmente el trato a los empleados a quienes los respetaba y no le gustaba que los traten de sirvientes por eso caminaba junto con ellos para hacer sus compras y gestiones.
Quienes se sentían más afectados que la misma esposa con la infidelidad del hacendado eran sus familiares. La choleaban a la Cata a su regalado gusto, pero tampoco querían el divorcio por temor a perder las gollerías del hacendado ya que, todos, de manera directa o indirecta, dependían económicamente de sus arcas.
El día en que él se enteró de los insultos a la mujer que amaba, se dedicó a llenarle de regalos y dinero como queriendo resarcir de alguna manera aquellas ofensas. Y hasta la envió al extranjero para que conozca Francia, Italia, España, la India y el Medio Oriente, acompañada de dos de sus empleadas y una intérprete personal y siempre vestida a la usanza de la mestiza abanquina, captando la atención de los extranjeros.
–Hace tiempo que no la veo a la Cata – Le preguntó en una ocasión uno de sus amigos más cercanos.
–Está de viaje – Respondió, mientras miraba el calendario que colgaba en la pared del comedor, y siguió –Hoy debe estar conociendo los mismos lugares que de niña leyó en los Cuentos de Las Mil y Una Noches.
El hacendado le daba todo lo que ella quería, incluido su automóvil de lujo, en el que se iba de compras a la ciudad, sin embargo, nunca quiso pasar de ostentosa, prefería dejar el carro en las afueras y caminar hasta el centro, acompañada por un séquito de empleados.
Empezaba visitando la antigua Casa Félix Triveño, donde adquiría telas, artículos de pasamanería y discos de 33 RPM de sus artistas preferidos. Y luego se dirigía al bazar de Atala, un ciudadano árabe de finos modales y exquisitas costumbres culinarias quien, personalmente le ofrecía una gama de perfumes franceses y otros artículos de tocador. Allí también compraba juguetes americanos y japoneses para sus ahijados. Y todas sus compras las pagaba sin chistar con billetes generalmente de alta denominación que los sacaba por fajos de un pequeño bolso oculto entre sus polleras.
De este local pasaba a la tienda de la señora Blanquita Ocampo, donde adquiría joyas de oro y plata, así como chocolates suizos. Y terminaba su shopping en la tienda de los esposos Luis y Felícitas Aguilar adquiriendo productos de primera necesidad, al por mayor.
Y tal como llegaba, regresaba al auto del hacendado estacionado en las afueras de la ciudad, en la zona de El Olivo, y siempre acompañada de su séquito de empleados.
Cuando los familiares de la esposa se enteraron que la Cata había hecho un viaje a Europa y al Medio Oriente, se les revolvió el hígado y prometieron que no descansarían hasta hacerle pagar con creces sus amoríos con el hacendado. Pero la amenaza quedó ahí, porque el infiel nunca llegó a tener hijos con la Cata y en esa época la justicia era más ciega que la de hoy, y el adulterio era un delito muy común que no tenía sanción.
Hasta que por esas cosas de la vida, y la plata, el dueño de la hacienda fue elegido Senador y se olvidaron de su infidelidad. Cuando se produjo el golpe de estado de Velasco que injustamente arrasó con todas las haciendas del país a través de una absurda reforma agraria, los herederos que se disputaban las propiedades quedaron sin soga y sin cabra.
Sin embargo, se supo que, días antes de la dación de la ley de reforma agraria, el hacendado había logrado sacar algunas de sus pertenencias, especialmente maquinarias, porque alguien le pasó el soplo. Y cuando se las llevaba al Cusco, el camión en que viajaba se volcó y como consecuencia de este accidente sufrió una grave lesión cerebral y al poco tiempo falleció en Lima.
La Cata quedó sola, Quizás su viaje a la India le hizo reflexionar en la necesidad de ayudar más a quienes estuvieron junto a ella en todo momento y les regaló tierras y dinero, quedándose con lo necesario
Seguramente más por la pena que por el cáncer, años después, la Cata también dejó de existir. Y cuando su cuerpo se velaba en la capilla ardiente se apareció un hombre desconocido quien, luego de arrodillarse delante del féretro con los ojos humedecidos por las lágrimas, se acercó al cuerpo inerte, le dio un beso en la mejilla y le colocó un prendedor de oro en la chamarra. Y así como ingresó, de manera discreta, se retiró sin que nadie se diera cuenta.
Ya después se supo que fue Demetrio que, con el correr de los años y un denodado trabajo en Madre de Dios, se había convertido en un próspero empresario.