En un céntrico barrio de una ciudad que nunca dormía, donde las luces de los edificios escondían las de las estrellas y el bullicio de las calles confundía los pensamientos de sus habitantes, vivía Lucía.
Era una joven más entre millones, atrapada en una rutina que apenas le dejaba espacio para soñar.
Trabajaba en una oficina gris, rodeada de papeles, timbrazos y reuniones interminables, y cada noche regresaba a su pequeña habitación, donde el silencio era su único y anhelado compañero.
Una tarde, tras un día particularmente agotador, una lluvia repentina la hizo entrar en un local de libros usados que encontró en una callejuela poco transitada. Varias veces había pasado por ahí, y aunque sentía curiosidad, el término «usados» la repelía.
Allí, entre estanterías polvorientas y el aroma a papel viejo, vio los coloridos lomos de muchos libros interesantes. Por alguna razón desconocida, un viejo libro de gastada cubierta gris captó su atención, pero no quiso tomarlo.
Después de haberlo pasado, pensaba en él y regresó algunos metros decidida a verlo. Estiró la mano y lo tomó con cuidado.
Su cubierta era de cuero gastado y alguna vez había tenido caracteres dorados en tapas y lomo, pero solo quedaba una tenue huella de estos.
Al abrirlo, en una página al azar, leyó una frase subrayada con tinta desvaída: «El mundo no cambia por lo que piensas, sino por lo que crees profundamente.» Intrigada, compró el libro y pasó esa noche devorando sus páginas.
El texto hablaba de afirmaciones, esas frases que, repetidas con constancia, prometían moldear la realidad. Inspirada por la promesa de cambio, Lucía decidió intentarlo. Se paró frente al espejo de su baño y, con voz insegura, comenzó a repetir: «Soy fuerte, soy libre, soy feliz.» Al principio, le resultó extraño, como si las palabras fueran ajenas a su boca. Pero cada noche regresaba al espejo, con la esperanza de que algo, aunque fuera un destello, cambiara en su aburrida vida.
Los días se sucedieron sin novedad, seguían siendo muy largos, el tráfico seguía siendo caótico, el trabajo igual de monótono y el cansancio eterno.
Empezó a dudar de la veracidad del método del viejo libro. Nada había cambiado. Eran bobadas, concluyó, un engaño para almas desesperadas.
Una noche, mientras caminaba por el parque cercano a su casa, observó a un anciano que hablaba solo, decía una especie de letanías que parecían una oración. Su aspecto peculiar: una boina gastada, una chalina tejida y de colores vibrantes, su voz varonil, dicción clara y, sobre todo, su bella sonrisa, la hicieron detenerse.
—¡Buenas noches, encantadora dama! —dijo el anciano, que desdecía cierto aspecto desarreglado, que en realidad no existía, pues era un hombre limpio y prolijo.
—Buenas… ¿Qué es lo que decía?
—¡Bah!, tonterías mías —dijo el hombre—. Me gusta reflexionar en voz alta… pensaba en el poder de las palabras.
Lucía, impulsada por una mezcla de curiosidad y frustración, le habló de sus intentos fallidos con las afirmaciones. El anciano le respondió con una voz tranquila:
—Las palabras son como semillas, señora. Pero si las plantas en tierra seca, jamás florecerán. No basta con repetirlas; debes sentirlas, darles vida con tus emociones. ¿Cómo esperas creer en tu felicidad si ni siquiera la imaginas?
—¿Y cómo hago eso? —preguntó Lucía, confundida.
El anciano cerró su cuaderno y señaló al horizonte.
—Ven, siéntate a mi lado —le dijo, haciéndole espacio en la banca—. Cierra los ojos. Piensa en un momento en que te hayas sentido realmente viva, libre.
Ella, obediente, con los ojos cerrados, movió la cabeza de arriba a abajo, afirmando.
—¡Recuerda esa sensación!, hazla crecer en tu pecho. Guárdala dentro de ti, abrígala y dale un hogar.
Ella volvió a asentir, en silencio.
—¡Muy bien! ¡Eso es todo! —dijo el hombre, dando una palmada.
Lucía abrió los ojos y se sorprendió al notar que todo parecía tener más color, mayor intensidad.
—¿Eso es todo…? —preguntó ella.
—¡Así es! —respondió el anciano—. Por ahora. Luego, cuando hables, deja que esa emoción acompañe tus palabras.
Esa noche, Lucía decidió intentarlo de nuevo, pero esta vez diferente. Apagó las luces de su apartamento, encendió una vela aromática y puso música suave.
Se sentó en el suelo, en medio de su único tapiz, cerró los ojos y recordó la emoción que le hizo sentir el anciano caballero, recordando un verano de su infancia, cuando corría descalza por la playa, con el viento en su rostro y el sonido de olas y gaviotas en sus oídos. Sintió de nuevo la libertad, la alegría pura de ese momento. Entonces, con una voz firme y cálida, dijo: «Soy fuerte, soy libre, soy feliz.»
La mañana siguiente, algo en ella comenzó a transformarse. Su andar se volvió más seguro, su sonrisa se hizo más frecuente. En la oficina, se atrevió a proponer ideas que antes habría callado. En el parque, comenzó a hablar con extraños y a encontrar belleza en los detalles cotidianos: el aroma del café, el canto de un pájaro escondido entre los edificios, el reflejo del sol en las ventanas.
Quiso hablar de nuevo con el anciano que la había guiado la noche pasada, pero no lo encontró.
Un día, mientras pasaba por la librería donde consiguió su viejo libro, vio al anciano del parque entre los pasillos. Quiso agradecerle, pero él simplemente le guiñó un ojo, le hizo un signo de silencio con su índice sobre sus labios y le entregó un pequeño papel que sacó de un bolsillo, donde se leía: «Creer no es cuestión de magia, sino de corazón».
Lucía agradeció con una amplia y hermosa sonrisa antes de marcharse.
Nunca volvió a verlo, pero las palabras del anciano quedaron grabadas en su memoria.
Había entendido que no se trataba de convencer al universo, sino de convencerse a sí misma, de vivir con la certeza de que aquello que sentía en su interior tenía el poder de cambiar el mundo.
En medio de la agitada ciudad, aprendió a crear un espacio donde su verdad floreciera, y con ello, su vida dejó de ser un reflejo gris para convertirse en un lienzo lleno de colores, como la chalina de aquel viejo caballero que le enseñó la fórmula.