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Hace algún tiempo, esperaba en la cola del cajero automático para hacer un depósito y presencié una escena que me dejó el alma en un puño. Una anciana señora usaba el cajero con lentitud e impericia, y equivocándose, una y otra vez, mientras una mujer joven e impaciente resoplaba detrás de ella. «¿No puede ir más rápido señora? Algunos tenemos cosas que hacer», masculló, en lugar de comedirse a ayudar a la pobre señora. La anciana, con manos temblorosas, se disculpó y trató de acelerar su operación, solo para equivocarse otra vez. Un joven que iba por detrás, puso los ojos en blanco tan exageradamente que casi pude escuchar el eco de su desprecio. Tuve que comedirme a ayudarla yo, ya que el guachimán del banco estaba enfrascado en su Tik Tok.
¿Cuándo nos volvimos tan insensibles? ¿En qué momento la sabiduría acumulada durante décadas pasó de ser un tesoro a convertirse en una reliquia obsoleta?
En tiempos no tan lejanos —en aquellos días en que las sobremesas se alargaban hasta la noche y nadie consultaba su teléfono cada dos minutos— los ancianos ocupaban un lugar privilegiado. Eran los guardianes de la memoria, los poseedores de secretos ancestrales, los narradores de esas historias familiares que nos dan identidad. Cuando el abuelo hablaba, incluso los niños guardaban silencio. No por miedo, sino por respeto.
«Antes se sentaba al abuelo en el mejor sillón, se le servía primero, se lo respetaba», me decía mi tía Margarita, que pasó de los 90 con una lucidez pasmosa que conservó hasta sus últimos días. «Ahora, en cambio, ignoran a los viejos, miran a otro lado para no cederte el asiento, si te escuchan lo hacen con condescendencia —como si estuviese hablando un loco—, y te apuran en lo que hagas mirando el reloj, como si tu vejez les robara minutos de vida».
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Leí por ahí, una palabra reciente acuñada para esta discriminación: «viejismo». Un término tonto que suena casi infantil para describir un prejuicio profundamente adulto y moderno.
«Es que no entienden nada, están desfasados», dicen quienes menosprecian las canas y las calvas, y se sienten más sabios solo porque pichanguean y saben googlear y manejar las IAs. Y resulta curioso, si lo analizamos, que en esta era de la información, cuando el conocimiento se ha vuelto tan valioso y supuestamente está al alcance de todos, que algunos hayan decidido que solo cierto tipo de sabiduría merece reconocimiento.
José, un amigo jubilado, ingeniero de 70 años, me contaba entre risas: «Mi nieto me quiso explicar cómo usar las redes sociales, como si me estuviera revelando los secretos del universo, lo escuché con paciencia pero cuando vio mi perfil de Facebook con más de 5.000 seguidores se sorprendió y no ha vuelto a explicarme nada sobre tecnología».
La anécdota es divertida, pero por cada José que rompe estereotipos hay cientos de ancianos que son excluidos sistemáticamente del mundo digital, no por incapacidad, sino porque nadie se toma el tiempo de tenderles puentes hacia estas nuevas realidades.
Es que, no se puede pretender que alguien que creció con cartas manuscritas, documentos mecanografiadas y telegramas crípticos, se adapte instantáneamente a los emojis, los chats y los emails, y hay quienes se burlan de ellos por eso. «¡Ay abuelo!» dicen.
«Mi hija se escandalizó cuando le dije que había conocido a una mujer», me confesó don Vladi, un antiguo profesor, viudo y de 70 y tantos años. Con ojos pícaros, agregó: «Como si el amor y las ganas tuvieran fecha de caducidad. ¡Ah caray! ¡Si supieran lo que yo sé!».
Y bien dicen que «No se deja de amar porque se envejece, sino que se envejece porque se deja de amar.»
Es que la edad, más que tomarse como una escala cronológica, debe constituir un estado de ánimo. Sentirse joven, permitirá superar muchos de los obstáculos que pone la modernidad y las malas actitudes con las que suelen tropezar los mayores.
Tal vez sea este el aspecto más cruel del viejismo: la suposición de que los mayores han dejado de sentir, de soñar, de desear. Los relegamos a un limbo existencial donde solo se les permite existir como testigos pasivos de la vida ajena, como si sus propias historias ya hubieran concluido.
Las arrugas se han convertido en una especie de frontera invisible que separa a los «vivos» de los «supervivientes». Cruzar esa frontera significa, para muchos, perder el derecho a opinar sobre música actual, sobre series y películas, a enamorarse, a reírse a carcajadas, a indignarse políticamente o a usar shorts.
A mi padre, le escuché recitar en más de una ocasión un hermoso poema que comenzaba así: «No son viejos los que en dulce calma / la paz disfrutan de la tumba fría; / muertos son los que tienen muerta el alma / y viven todavía…». Y así como hay muertos vivos, hay también jóvenes viejos.
«Mi nieto, que ahora maneja la empresa familiar, no sabe cómo resolver problemas que yo solucionaba cuando él aún usaba pañales…», se lamentaba don Javier, un empresario arequipeño, antiguo jefe mío, ochentón y ya jubilado, «…y cuando le sugiero que contrate a gente con experiencia, él dice, necesitamos ‘sangre nueva’. Como si la sangre de los viejos se hubiera vuelto rancia».
El mercado laboral es quizás donde el viejismo muestra su cara más pragmática y despiadada. En un sistema obsesionado con la innovación constante, hemos olvidado que la verdadera innovación nace cuando el entusiasmo juvenil se combina con la perspectiva que solo otorgan los años. ¿Quién contrata a personas mayores de 50 años?
En el sector público, se acostumbra, a cierta edad, dar como regalo de cumpleaños la carta de cese. ¿Es eso justo?
Empresas e instituciones gastan millones en consultorías para descubrir lo que sus empleados más veteranos ya saben, pero nadie se molesta en preguntarles.
Quizás lo más irónico del viejismo es que es si antes no tenemos un fin trágico, acabaremos todos ahí. Es como si mirásemos irrespetuosos un país que, inevitablemente, acabará siendo nuestra residencia permanente.
Cada vez que apartamos la mirada de las manos arrugadas que nos tendieron las suyas cuando las nuestras eran pequeñas; cada vez que interrumpimos una historia repetitiva sin recordar cuántas veces esa misma persona escuchó nuestros infantiles relatos una y otra vez; cada vez que respondemos con un «es que son otros tiempos» en lugar de tender puentes entre épocas… nos estamos construyendo, sin saberlo, nuestra propia prisión futura.
Pero no todo está perdido. Siempre existen pequeños actos de resistencia contra esta corriente deshumanizadora, nietos que enseñan a sus abuelos a usar sus dispositivos móviles, hijos que acompañan a sus padres, jóvenes que ayudan a los viejos.
En nuestra ciudad, en una banca adosada a la fachada de la Parroquia del Sagrario, suelen reunirse algunos jubilados y es un gusto escucharlos compartir sus historias de una ciudad que ya no existe físicamente pero que sobrevive en su memoria.
¡Escuchemos a los viejos!
Qué lindo sería que la edad sea vista como un repositorio de posibilidades y no como una cuenta regresiva. Donde los años sumen en lugar de restar. Donde la pregunta no sea «¿qué puede hacer aún?» sino «¿qué más ha aprendido?».
Es posible, y necesario sentarse a escuchar realmente —sin condescendencia, sin prisas, sin mirar el teléfono— las historias de quienes caminaron este mundo antes que nosotros.
Porque al final, como me dijo sabiamente mi madre: «No vale la pena estar peleando por tonterías, para 5 minutos locos que es la vida. El problema no es que nos han dejado a los viejos fuera del mundo digital. El problema es que los jóvenes se han salido del mundo real. El tiempo pasa igual para todos y, les guste o no, acabarán sentados en este lado de la mesa, esperando que alguien joven los escuche… o al menos tengan la decencia de fingir que lo hace».
Y cuando habla la sabiduría, solo queda callar y tratar de aprender, pues algunas historias, como las arrugas, hay que ganárselas. Y algunas lecciones, como la del respeto, nunca pasan de moda.
Debemos cultivar el arte de la gratitud hacia aquellos que, con sus manos y corazones, han moldeado el mundo que hoy habitamos. Cada privilegio que disfrutamos, cada camino que recorremos con facilidad, es fruto del esfuerzo invisible de quienes vinieron antes. Como dice un viejo proverbio chino: «Si has bebido el agua del pozo, no olvides a quien lo cavó.»
La gratitud no es solo un sentimiento pasajero, sino una forma de honrar la cadena que nos une a través del tiempo. Retribuir lo recibido surge naturalmente de los corazones nobles como manantiales de agua clara, pero es también una virtud que todos podemos —y debemos— cultivar conscientemente.
En un mundo que a veces parece premiar la indiferencia, reconocer y honrar las contribuciones ajenas es un acto revolucionario. Es recordar que nuestros logros nunca son enteramente propios, sino que florecen en el jardín abonado por generaciones anteriores.
Que nuestras acciones reflejen siempre esta verdad fundamental: somos porque otros fueron, y en nuestras manos está tejer con gratitud los hilos que unirán el presente con el futuro.