Una tarde vino el Gobernador con dos envarados y notificó a mi madre que yo debía asistir a la escuela.
— Si no va el muchacho, tu marido será bien multado…
No me gustaba la escuela, esa casona vieja donde se reunían los otros muchachos del pueblo y del campo, donde un señor enseñaba castigando con un carrizo, y donde los escolares mestizos y grandes, llamados pasantes, pateaban a los chicos indios, y de donde muchos ya crecidos, se habían fugado para no volver ni a sus casas porque, según decían, era muy difícil aprender a leer.
Una profunda tristeza se apoderó de mi alma. lba a comenzar a vivir una nueva vida. ¡Y qué vida! Me fuí al rio. un río siempre alegre que corría bullicioso entre frondosos pisonayes, buscando mayor soledad para calmar mi angustia. Entonaba huaynos. Improvisaba los versos como los cholos y arrojaba piedras al fondo de las aguas. Cuando quise llorar, pensé un instante y me dije: Los hombres no lloran…
Ir a la escuela ¿para qué?. Quería ser un indio de respeto como mi padre; como don Lucas, un ganadero ricachón; como don Pasco, el venerable anciano, siempre Gobernador o Alcalde.
Sentí que alguien venía. Luego, una voz: — iKilko…!
Era Antucha. mi única y bella amistad. Algo traia en su lhclla y se sentó a mi lado.
— Te traigo alfajores y panes dulces del pueblo…
Comíamos dulces y le conté que pronto iria a la escuela. que iba contra mi voluntad. que ya no iríamos por las mañanas con los ganados. nl por las tardes a buscar pichones en los nidos de los árboles.
— Tienes que ir. Kilko. Los sábados y domingos, estaremos siempre juntos. Eres hombre y no te apenes.
Luego. envolviéndose con su lliclla floreada se fue. Pero cantaba un huayno muy triste, por un caminito de flores, perdido entre el verde mar de los maizales…
Desde el primer día de mi escuela comencé a conocer las primeras letras y los primeros números. Me hicieron sentar en un ángulo del largo corredor y ése fue mi mi sitio obligado durante los tres años que permanecí en el recinto del saber. Nunca cambié de asiento, a no ser para barrer diariamente el local. traer agua y hacer los mandados del maestro, ir al pueblo, ir al campo, él que debía hacer de todo.. No sabía nada, pero mis calificativos eran excelentes. Después de todo, que me importaba saber o no saber.
Extraído de «Prosas del Ande» – Guillermo Viladegut Ferrufino – IRAL – Abancay 1992