Tras pasar Soccllacasa, divisaron Abancay desde las alturas. Los gritos de alegría aturdieron al chofer del automóvil, quien, incapaz de soportar más, frenó en seco.
—¡Jóvenes! —exclamó con voz trémula—. Perdónenme. Entiendo que están de fiesta, les he puesto su música y todo… pero ya cálmense, me están volviendo loco, además de sordo.
—¿Qué le pasa a este huevón, oye? —masculló uno de los muchachos que iba en la tercera fila, su voz teñida de indignación.
—Ya… ya… tranquilos —intervino Pepe, que iba en el asiento del copiloto, intentando apaciguar los ánimos—. Disculpe, señor, es la alegría…
—¡Qué alegría ni qué nada! —replicó el conductor, su rostro enrojecido por la frustración—. Ahorita nos para la policía, va a ver puro borracho y nos detienen a todos. A mí me clavan una multa, de repente hasta me quitan el brevete. Eso, si no nos matamos antes.
—No, manito, ¡no pasa nada! —intervino otro, con una sonrisa pícara—. Este de aquí, ahí donde lo ve, es coronel. ¿Cuántos tallarines tienes, mano…?
El conductor, aún más exasperado, respondió:
—¡Así sea general! —su voz temblaba de indignación— Si los tombos ven tanto borracho, van a pensar que yo también estoy chupando. Yo les dije que no tomaran, dijeron unita no más, pero ahí hay latas como para hacer un puente… ¡Disculpe coronel, por lo de tombos!
Una carcajada colectiva estalló en el vehículo, haciendo vibrar las ventanas.
—Se pasan ustedes —dijo Pepe, meneando la cabeza—. ¡Borrachos de miércoles! Ya paren.
—Sí, sí, no se pasen de pendejos —intervino el coronel, su voz grave imponiendo algo de orden—. Ya mucha vaina. Así no somos los grauinos.
—Ya, ya… —terció otro más—. Tiene razón el fercho, están muy chacoteros.
Varios murmuraron «perdón, perdón» y bajaron el volumen de sus voces. El chofer, aún receloso, redujo también el volumen del reproductor, arrancó y tras algo menos de una hora, llegaban a Abancay, la ciudad que se extendía ante ellos como un lienzo de techos rojos y calles serpenteantes.
—Francamente, me alegro de haberlos traído —dijo el chofer al despedirlos en la Plaza Micaela Bastidas, su rostro suavizado por una sonrisa rebelde —. Pásenla lindo.
Ahí, tras un último brindis que selló su camaradería, se despidieron. Algunos se dirigieron a las casas de sus familiares y otros a hoteles, quedando en encontrarse en ese mismo lugar a las ocho en punto de la noche.
Raúl, un hombre curtido por las experiencias, caminó hacia la casa donde vivió su juventud y su infancia. Cada calle, cada casa, cada esquina despertaba un recuerdo en su memoria, como si el tiempo hubiera quedado suspendido en cada rincón de Abancay.
—¡Cómo ha pasado el tiempo! —murmuró para sí—. Ahora, todo parece más chiquito.
Unas casas antes de llegar a la suya, se detuvo frente a aquel murete donde dio su primer beso.
—En realidad, me lo dieron a mí, —pensó con una sonrisa nostálgica— Pucha, ¡qué monse era! —se dijo, riendo para sus adentros, pero enternecido por el recuerdo de Rossemary.
Su tía Olga lo recibió con una alegría desbordante, y más aún su tío Alfonso. Hasta «Ringo» le movió la cola, solo que ya no era amarillo, sino marrón y ahora se llamaba «Pancho».
—Debe ser descendiente de mi «Ringo» —comentó Raúl, acariciando al can—. Se parece.
—Seguro, hijito —respondió la tía Olga con ternura—. Él sabe que eres familia, si no, mira cómo te bate la cola.
—Siéntate, hijo —dijo el tío Alfonso, con una sonrisa cómplice—. Nos tomaremos una «helena».
—No, viejo. Déjalo descansar —intervino la tía Olga—. Ya tomarán después.
—Sí, tío, estoy molido —admitió Raúl, agradecido por la preocupación de su tía.
La tía Olga lo guio al segundo piso y ahí le abrió la puerta de su antiguo cuarto.
—Esta era tu habitación, ¿recuerdas…?, casi está como la dejaste —explicó ella—. Aquí vivió también tu primo Kike, cuidó mucho tus cosas. Él ahora anda por las Europas —agrego ella y la nostalgia la dejó sin habla por un momento, al recordar a su hijo.
Aquella habitación estaba casi igual a cómo la recordaba, solo se había añadido un viejo escritorio con una computadora del siglo pasado.
—Si quieres la usas, hijito, con confianza —le dijo la tía Olga con absoluta ingenuidad, sin suponer que ese trasto ya no tenía ninguna posibilidad en estos tiempos.
Cuando la tía se fue y Raúl quedó solo, entre el polvo de los recuerdos, encontró su viejo libro de poemas, allí mismo donde lo había dejado.
Como un tesoro olvidado, lo tocó con reverencia, sopló el polvo sobre este acumulado y al abrirlo lo vio: ahí yacía el geranio de pétalos marchitos, pero aun conservando algo del color y la forma del amor que una vez representó.
Raúl acarició la flor con dedos temblorosos, y en ese instante, el tiempo se detuvo, y su mente voló hacias varios años atras.
Pudo escuchar nuevamente la risa de Yessenia, sentir el calor de su piel, oler el aroma de su cabello, y comprendió que algunos amores, como algunas flores, están destinados a ser eternos en su fugacidad, inmortales precisamente porque no pueden durar. Con una sonrisa agridulce, cerró el libro, guardando en él no solo la flor, sino también el recuerdo de aquel día en que aprendió que la vida, como los gitanos, nunca se queda quieta, siempre en movimiento, siempre en busca de nuevos horizontes.
Cerró los ojos, al poner la cabeza sobre la almohada, y de pronto volvió a aquellos tiempos.
En aquel entonces, Abancay parecía un pueblo olvidado por el tiempo, donde las horas se deslizaban perezosas como lagartos al sol, la monotonía era un manto pesado que cubría las vidas de sus habitantes.
El cine era la única distracción, y no se podía ir a diario, salvo cuando se ponían de acuerdo para molestar a aquel viejo controlador que abandonaba su puesto cuando le gritaban «maestro», y entonces todos aprovechaban para colarse a la galería.
Raúl, un joven de mirada inquieta y sueños contenidos, creía conocer cada recodo de su existencia, cada giro predecible de los días que se sucedían sin sorpresas. Pero el destino, ese titiritero caprichoso, tenía otros planes.
Fue en una mañana de esas, yendo al colegio cuando vio la colorina carpa, el aire vibraba con la promesa de lo nuevo, y entonces vio a Yessenia. Así la llamaban, era su nombre artístico, aunque su verdadero nombre permanecería oculto como un tesoro enterrado.
Era la artista del circo. Trapecista, equilibrista, ayudante del mago y hasta payasita.
Su presencia era una explosión de color en el lienzo gris del pueblo; su vestido, un caleidoscopio de telas que danzaban con cada movimiento. Y sus ojos, ah, sus ojos eran pozos profundos donde se ahogaban secretos milenarios.
Quiso acercarse a ella, pero unos hombres morenos y fornidos, de barbas y torva mirada se le cruzaron sin verlo, inspirándole un temor instintivo.
Tuvo que ir corriendo, pues le ganaba la hora y el «Chivo» Acosta daba muy buenos fuetazos a los que, como él, consuetudinariamente llegaban tarde.
En el patio del colegio, donde los muchachos se congregaban como hormigas, la noticia de la llegada del circo había corrido como fuego en paja seca, y todos hablaban de la belleza que habían traído.
—¡Pucha hermano! —decía Lucho, y torciendo los ojos agregó— ¡Es rica!, parece estrella de cine.
Javier, el eterno fanfarrón, con una sonrisa torcida y ojos chispeantes de malicia, lanzó el desafío al aire cargado de hormonas adolescentes:
—El que logre robarle un beso a esa hembrita, será el rey de esta mancha —proclamó, hinchando el pecho como un gallo triunfante.
Raúl, desde su rincón de sombra, sintió el zarpazo de la curiosidad. No era la apuesta lo que le atraía, sino el misterio que emanaba de aquella criatura exótica, tan fuera de lugar en ese pueblo como una orquídea en un campo de maíz.
Le apenó, pues había más duchos en el arte de enamorar y él no era de esos. Apenas hacía unos meses atrás había recibido su primer beso, y eso fue todo, pues Rossemary estaba peleada en esos días con su enamorado, pero luego volvió con él, haciéndole prometer que no diría nada, y él, como todo un caballero, nunca dijo nada.
Los días se deshilachaban, y Raúl se encontró gravitando hacia Yessenia como un planeta atrapado en la órbita de una estrella incandescente.
Varios iban, saliendo del colegio a plantarse frente a las rejas de metal, donde muchos miraban a algunos escuálidos animales pero ellos estaban atentos a las esporádicas apariciones de la bella.
Raúl vendió buena parte de su colección de revistas para pagar sus entradas al circo, y no se perdía función, excepto el sábado y domingo que había tres funciones, él solo asistía a una.
Yessenia se percató de su presencia al segundo día, o quizás al tercero, y desde entonces lo miraba cada cierto rato y hasta le sonreía. Él, tonto e ingenuo, sentía que todos lo miraban cada vez que la artista lo miraba, y se ponía colorado. Ella se daba cuenta de su sonrojo y le sonreía, apenada.
Para Raúl, cada movimiento suyo era un hechizo, cada gesto, una danza celestial. Imaginó caminos polvorientos y noches estrelladas, de hogueras que ardían con historias jamás contadas y de una libertad infinita. ¿Sería gitana? ¿ Él se convertiría en cirquero?, sí, pero, ¿Qué haría?
Se puso a leer cuanta lectura encontraba sobre actos circenses, en revistas, enciclopedias y exprimió todo lo que había, el «Tesoro de la juventud», la «Biblioteca Quillet» y la «Biblioteca Billiken», pero no avanzó casi nada en su afán de saber.
Por último, se inclinó por la magia y aprendió algunos trucos, pero no engañaba ni a su hermanita de 7 años.
El domingo estuvo presente en la función de despedida, y lloró sin poderlo evitar, siendo visto por Yessenia que aquella noche, casi no le quitó los ojos de encima.
Luego, se metió a la cama sin comer y soñó que la llevaba a pasear por el valle del Mariño y ella le dijo:
—Somos como el viento, Raúl —mientras sus dedos jugueteaban con una flor silvestre—. Somos imposibles de atrapar, imposibles de retener.
Se despertó angustiado. Eso significaba algo.
Raúl, embriagado por el aroma de lo prohibido, comenzó a tejer versos en su mente, palabras que intentaban capturar la esencia de aquella mujer que era más espíritu que carne.
La buscaría y le diría un verso.
No en vano era adicto a los versos de Neruda, Bécquer y García Lorca. Si hasta había ganado premios por ello y era el favorito de la profesora Ítala, que enseñaba Literatura. De algo le servirían.
El lunes fue feriado y él fue enviado al mercado, estaba comprando la fruta cuando sintió su corazón lanzarse a galope. Apenas pudo balbucear algo cuando ella se acercó y le dijo:
—Hola.
—Hoooolllaaa… —respondió su voz temblando como una hoja al viento.
—¿Estás bien?
—Sí, claro —dijo él, intentando recuperar la compostura.
—Te he visto en mis actos, no te perdiste ninguno, ¿no?
—Sí, iba a diario.
—¿Te gustó?
—Mucho, solo iba a verte a ti…
—¿No te gustaba lo demás…?
—Sí…, pero no tanto como lo que tú hacías.
—¡Gracias! —le dijo ella sonriendo, y él sintió que se estaba elevando.
Ella le preguntó acerca de lo que había por conocer en esa ciudad, y él dijo que no mucho, excepto la Plaza de Armas, los cines y la piscina.
Quedaron en ir a la piscina al día siguiente, pues su padre y algunos hombres habían viajado al Cusco por unos días, pues en breve, darían algunas funciones allá.
La mañana siguiente faltó al colegio. Llevó una camiseta y su short en el maletín y se cambió en la capilla del Señor de la Caída, luego escondió sus cosas tras el confesionario y fue corriendo a buscar a Yessenia.
Ella esperaba, pero no sola. Estaban sus dos hermanitos y uno de los barbudos, que los acompañó con cara de pocos amigos.
Salieron los cuatro del pampón donde estaban las carpas y fueron por la calle Junín hasta el Camal y luego tomaron la carreterita hasta la Piscina Cristal, del Dr. Díaz.
Para su mala suerte, aquel día no atendían. Habían vaciado la piscina y la estaban pintando. El Sr. Chama se disculpó y les dijo con amabilidad que en tres días estaría operativa otra vez.
Al salir, ella se acercó al muchacho que los acompañaba y le dio algo, después de decirle algunas palabras al oído. Él barbudo se fue por delante con los pequeños, no sin advertirle que no demorara mucho.
Ya solos, caminaron remoloneando, mientras conversaban y se sentaron luego en una piedra, al costado del río. Luego pasearon por un pequeño bosque y en un claro, donde las flores silvestres crecían en un desorden glorioso, Raúl sintió por primera vez el vértigo del amor, cuando ella le preguntó:
—¿Has besado alguna vez a alguna chica?
Sorprendido, él se quedó sin habla por un instante para luego decir tontamente:
—¡Ufff! A tantas, que ni me acuerdo…
—¡Qué pena!
—¿Por qué?
—¡Porque yo quiero que mi primer beso sea con alguien para el que sea también su primer beso!
Raúl estuvo a punto de dar un cabezazo al tronco que tenía al costado, enojado por la estupidez que había dicho, así que trató de enmendarlo.
—¡Te mentí! Solo lo hice una vez.
—Sabía que mentías, pero igual. Una vez no es ninguna. Ya tienes experiencia.
—En realidad me besaron, yo no sabía.
—Ya déjalo. No pasará. Y además de no haber besado nunca, ese chico tendría que gustarme…
—¿No te gusto? —preguntó él, tontamente.
Ella sonrió y bajó la mirada algo ruborizada, entonces, de pronto, la luz llegó como un flash a la mente del muchacho.
—«Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso… ¡yo no sé qué te diera por un beso!» —declamó emocionado, pero con el ritmo y la dicción perfecta.
Ella lo miró extrañada y dijo:
—¿Y eso?
—Es un poema, la Rima XXIII de Gustavo Adolfo Bécquer.
Yessenia rió, y su risa era música que hacía danzar a las hojas de los árboles.
—Me gustó, dilo otra vez —pidió ella.
Él lo repitió y, allí, bajo un cielo que parecía contener todas las promesas del mundo, sus labios se encontraron en un beso que sabía a libertad y a despedida.
Tras muchos más poemas y algunos besos adicionales, ella le dijo:
—¡Debo partir! —susurró, y sus palabras eran puñales que se clavaban en el corazón de Raúl—. Tengo que alistar mucho. Mi papá nos llamó, mañana nos vamos al Cusco.
El camino de regreso fue un calvario.
Iban tomados de la mano. Raúl sentía su cerebro recalentar, maquinando miles de formas para hacer que ella se quedara, aunque fuera solo un día más, pero ella decía «No» a todo. Ya pensaba en secuestrarla, pero el destino es cruel, y tenía preparado un final distinto. Vieron al muchacho barbudo caminar hacia ellos.
—Tu madre me está volviendo loco por vos —le espetó al llegar, y tomándola del brazo, comenzó a jalarla.
Raúl se quedó frío. Ella, sin embargo, se soltó y algo le dijo al muchacho. Este le hizo una advertencia a ella y, lanzando una torva mirada a Raúl, le dijo:
—¡Si no os apuráis…! —culminando con un gesto, pasándose una rígida mano por el cuello, simulando un cuchillo.
—No le hagáis caso. Es mi medio hermano, y es un bruto. Pero ya tengo que irme. Espero volver algún día para que me digas más poesía.
Raúl intentó retenerla con palabras, con promesas, con sueños de un futuro compartido. Pero Yessenia, con la sabiduría de quien ha vivido mil vidas en una sola, lo silenció con un beso final.
—Toma —le dijo, colocando en sus manos temblorosas un geranio de un rojo intenso que había recogido en el camino—. Para que recuerdes que el amor, como las flores, puede ser efímero, pero su belleza perdura en el recuerdo.
Y así, como había llegado, Yessenia se desvaneció en la tarde, dejando tras de sí el aroma de lo que pudo ser y nunca será.
Más tarde, se despertó poco antes de las ocho en punto. Se alistó velozmente y fue a encontrarse con sus amigos.
—Oye, maricón, tienes los ojos hinchados. ¿Has huajateado?
—No, no, es la alergia —dijo Raúl— ¡Siempre me pasa!
—¡Si huevón…! —dijeron en coro.
Y así, en aquel pueblo donde nada parecía cambiar, Raúl descubrió que el verdadero cambio ocurre en el corazón, donde las flores del amor, aunque marchitas, nunca dejan de florecer en la memoria.
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