En un gran hospital de la ciudad, una joven enfermera acudía todas las tardes, para brindar sus servicios. Curiosamente, siempre era saludada por todos desde su ingreso al edificio, parecía que todos querían llevarse un cachito de su sonrisa, un abrazo, un beso o un apretón de manos. Por eso ella, deliberadamente, iba varios minutos más temprano para nunca llegar tarde, porque cada saludo inevitablemente, era una demora.
Ya en el piso donde trabajaba, varios pacientes suspiraron de alivio al verla, pues su presencia era como un bálsamo para ellos y sus familias. Ella siempre los escuchaba, los entendía y los consolaba, pues su corazón irradiaba compasión y su profesionalismo era incomparable.
Aquella tarde, empujando su carrito de medicamentos se disponía a atender a la primera sala que le tocaba, cuando la técnica le dijo que, antes debía atender a alguien que la estaba esperando.
Era Margarita, una anciana paciente que no había querido retirarse al recibir la alta pues había pedido a sus acompañantes que primero, debía despedirse de la enfermera de ojos luminosos que la había atendido con tanto cariño. La licenciada Liz, abrazó afectuosamente a la paciente sentada en la silla de ruedas, comprometiéndose a visitarla cuando Margarita, con sus manos huesudas cogieron las suyas y se las apretaron con fuerza, y sus grandes y acuosos ojos le expresaron amor y gratitud.
Conmovida se despidió y se puso a sus tareas. Se impuso concentrarse, pues a veces los sentimientos impedían concentrarse debidamente.
Esa tarde iba a ser memorable.
Mientras Liz recorría los pasillos bañados por la luz dorada del atardecer, sus ojos se posaron en la familia de un paciente recién llegado al servicio.
Era Luisito, un niño de 5 años que luchaba contra una enfermedad implacable.
El servicio de Pediatría estaba saturado por eso el pequeño había sido derivado a su servicio.
La madre, con el rostro marcado por el dolor, le contó entre sollozos que Luisito, súbitamente había decaído mucho y no respondía al tratamiento y que los médicos temían lo peor.
Liz sintió un nudo en la garganta al ver el angelical rostro del niño y la angustia de aquella familia y les prometió, de corazón, hacer todo lo posible por ayudar.
Cada día, Liz esperaba con ansia poder atender a Luisito. No solo administraba los medicamentos con precisión milimétrica, sino que también brindaba cariño y esperanza al pequeño y su familia, envolviéndolos en una manta de amor y compasión.
Una tarde, al ingresar, súbitamente sintió que sus piernas se quedaron sin fuerzas al ver su habitación vacía. Se imaginó por un instante que lo peor había pasado. El alma le volvió al cuerpo cuando inquirió por el pequeño y le informaron que había sido pasado al servicio de Pediatría donde ya había camas disponibles.
Liz respiró aliviada, y en su momento de descanso fue a visitar al pequeño en el servicio contiguo.
Los días posteriores, ingresaba antes y a la salida se quedaba un momento más para visitar al pequeño, y siempre trataba de colaborar estrechamente con el equipo médico, pero la salud de Luisito empeoraba sin dar señales de mejoría.
–Mamita, mamita, ¿por qué llegas tan tarde? –le preguntó su pequeña hija, al llegar a casa.
Y Liz le contó del pequeño Luisito, el pequeño angelito que estaba muy mal, y le pidió que, cada noche orara por él.
Una noche oscura y tormentosa, Liz ya se retiraba, estaba bajando las escaleras cuando sintió timbres y gritos al fondo del pasillo. Tuvo una corazonada y volvió corriendo, el monitor de Luisito chillaba pues su corazón se había detenido.
El pánico se apoderó del técnico y la enfermera que lo atendían, luchando por devolverle la vida. Liz no necesitó permiso ni invitación para intervenir, ayudó con toda su sapiencia y experiencia y, poco después, tras minutos interminables, sintió un gran alivio al lograr estabilizarlo.
Pero Luisito había caído en un coma profundo, que llenó de angustia los corazones de los presentes.
Los días se convirtieron en semanas, Luisito seguía sin despertar y Liz trataba de buscar tiempo para poder visitar al pequeño.
La desesperación se apoderaba lentamente de la familia y de Liz, todos aferrándose a la esperanza de un milagro. Oraban fervorosamente pues conocían el poder de la oración, pero el tiempo pasaba implacable, y la situación de Luisito parecía cada vez más sombría.
Al caer una tarde, justo habían prendido las luces cuando de pronto todo se apagó y la oscuridad envolvió al hospital. Liz, intuyendo algo, corrió hacia la habitación de Luisito y lo encontró colapsando. El monitor funcionando con baterías, llenaba de luces espectrales el ambiente, pero algún irresponsable había reducido al mínimo los timbres de alarma, y las alarmas parpadeaban pero no sonaban.
Clamó por ayuda y pronto estuvo rodeada de médicos y enfermeras, todos luchando por salvar la vida de Luisito, una vez más.
El corazón de Liz latía con fuerza mientras volvía a su servicio mientras sus colegas realizaban maniobras de reanimación frenéticas, rogando por un milagro que parecía inalcanzable.
Tranquilizó a sus pacientes y una vez que vio que todo estaba en orden, apenas retornó la energía eléctrica, volvió a la habitación de Luisito.
Todos estaban en silencio y solo se escuchaban las respiraciones agitadas del personal de salud, en medio de la oscuridad y la zozobra, mas un milagro ocurrió. Un leve pitido resonó, anunciando que el corazón de Luisito volvía a latir.
Lágrimas de alivio y gratitud brotaron de varios ojos, mientras su madre abrazaba al pequeño con fuerza,
Pero no fue el único milagro.
Luisito, contra todo pronóstico, comenzó a despertar lentamente del coma.
Después de ser abrazado y besuqueado por toda su familia, buscó con la mirada en la habitación, hasta que encontró el rostro que buscaba.
– ¡Yo te vi allá! –le dijo a Liz con vos cantarina y emocionada.
–¡Aquí estoy precioso! ¿Dónde me viste, papacito? –preguntó Liz sorprendida.
–¡Allá en el cielo, al lado de papá diosito!
Todos quedaron sorprendidos por lo dicho por el niño. Liz, reponiéndose de la sorpresa, respondió:
–Te habrá parecido hijito lindo, –le dijo Liz, emocionada– seguramente era una angelita que tus lindos ojitos la hicieron parecerse a mí. Una linda Angelita
–Sí, como tú, era una angelita, con sus alitas y todo, que me dijo que bajaba todas las tardes a ayudar en un hospital.
Todos se quedaron en silencio ante la afirmación del niño y nadie tuvo valor para rebatirlo, total no hacía ningún daño.
Quizás por su ingenuidad o quizás sintiendo el amor que la profesional le prodigaba, expresó lo que muchos pacientes sentían constantemente.
Los días se convirtieron en semanas, y poco a poco Luisito se fue recuperando. Liz no perdía oportunidad para visitarlo.
Se había corrido la voz de lo afirmado por el niño, y muchos pacientes le daban la razón cuando los atendía con paciencia y ternura en su camino hacia la recuperación.
Finalmente, llegó el día del alta.
La familia de Luisito abrazó a Liz con lágrimas de alegría y gratitud al despedirse, reconociendo en ella a un verdadero ángel guardián que había luchado incansablemente por salvar la vida de su hijo.
Y así, cómo Liz, Julita, Mariluz, Aldi y muchas otras enfermeras desempeñan su noble labor cada día, guardando en su armario, bien apretaditas sus blancas alitas, y llenando de esperanza y amor cada rincón que sus corazones de oro iluminan.
Nota: Este pequeño cuento, fue urdido en duermevela, en una tarde de aquellas que pasé acompañando a un ser querido en el hospital de ESSALUD de Abancay, y fue inspirado por la magnífica atención del personal de ese centro, y en especial por la enfermera que da nombre al personaje, la licenciada Liz Zela.
¡Gracias a todos por su maravillosa labor!
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