LA MIRADA DEL TORO

Ya atardece. De regreso a casa, Roque atraviesa el Angasqocha del Ampay.
En pocos minutos, deja atrás el bosque de Intimpas, los árboles del sol.
A media bajada, al detenerse para tomar aire, queda admirado al descubrir que, por encima del Qorawiri —el monte guardián de Huancarama—, el cielo se ha pintado de miles de tonos: rojos, naranjas y rubíes.
«¡Los celajes de mi llaqta!», se dice en su alma.
Se pregunta si acaso aquella obra pictórica, aquello que agrada al ser visto, que el Inti —el poderoso sol andino— está plasmando, quiere remitirlo a una realidad más profunda, al Autor de toda belleza…
Más aún, se percata de que una tenue neblina —en su pura inocencia— se tiñe de rojo y, vanidosa como una dama, se exhibe flotando en la pasarela de los árboles. Pero los árboles, indiferentes ante la fugacidad, impasibles, se mecen lentos, al ritmo de la brisa que asciende desde el Pachachaca.
Para evitar la noche, Roque baja corriendo, casi a trompicones.
El torrente de Sawanay queda a la derecha. De pronto, le sale al paso un perro chusco, muy nervioso, ladrando sin cesar. Roque se aparta y recuerda que «perro que ladra no muerde», pero no logra que el animal deje de chillar ni de mostrarle sus colmillos; tampoco consigue acallar su propia ansiedad. El can le ha dado un susto repentino que, tal vez, podría sofocarlo golpeándolo. Pero entiende que el perrillo es inocente, que solo defiende su pequeño territorio, que ha marcado como suyo.
A duras penas logra superar al can. Y, metros más abajo, en un recodo del arroyo, un toro rubio bebe agua con delicadeza, como si solo besara la fuente. Al percatarse de la presencia de Roque, el buey alza la testa y le clava los ojos.
«Si quieres estar sano, mejor sigue tu camino», parece decirle con esa mirada.
De entre las charamuscas —matorrales y malezas— surge un niño de ocho o nueve años, vestido humildemente.
—¡Cuidadito no más, tío! ¡Mi toro sabe cornearse! —le lanza. Su voz, grave para su edad.
—¡Ya, sobrino, gracias! —responde Roque y le avienta unos caramelos de limón. El niño los recoge sin decir palabra.
—¡Toro, carajo! —grita. La bestia obedece.
Roque ha trepado a un montículo.
El toro pasa cerquita, y sus cachos casi rozan los pies del caminante. El animal, muy horondo, comienza a ascender la ladera. El caminito es angosto. El chiquillo va detrás, golpeándole las ancas con unas sogas. El toro, sumiso, obedece.
Antes de que Roque cruce el camino, una bandada bulliciosa de pichinkos llega a la poza. Los pajarillos sacian su sed, alzan el vuelo y desaparecen en la penumbra.
A Roque todavía le da tiempo para descubrir cañitas del monte —wiro, chullkus, las llaman en su llaqta (pueblo)—. Va hacia ellas y toma tres o cuatro. Las va masticando mientras continúa su camino. El jugo de los vegetales es parecido al del limón, pero más agrio y áspero. La garganta reseca de Roque agradece el gesto.
Ya cerca de Mawkacalle, un hombre mayor sube la cuesta. Lleva un costal a la espalda. Camina despacio. Su mirada es triste, apagada.
Roque intuye que, además del peso del bulto, el anciano carga otra cosa más pesada. Tal vez los años; tal vez sus hijos y nietos, que no se acuerdan de él; tal vez una soledad; tal vez una amargura íntima, que solo él conoce; o, simplemente, sus achaques, sus huesos cansados… o quizás —quién sabe.
—¡Buenas noches, señor! —saluda Roque.
—¡Buenas noches, caballero! —responde el viejo.
La noche ha caído.
A lo lejos, el Quisapata, el Rontoqocha y las montañas vigías de mi Abancaycito se funden con el cielo negro.

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