Relatos insolentes IV
En una de esas tardes primaverales, cuando el tiempo transcurre lentamente, incitando a la aventura de buscar, investigar o hacer algo, decidí revisar el cajón mágico.
Mi casa, de construcción tradicional, hecha de adobes, como muchas de esa época, las habitaciones no tenían closets o armarios empotrados, tenían roperos y cómodas, y en la habitación de mis padres, había una cómoda grande para organizar la ropa, con varias divisiones.
Mi mamá había reservado el último cajón para guardar sus reliquias. Era una caja de Pandora; cada vez que podíamos, nos gustaba revisar porque algo interesante podíamos encontrar. Había álbumes de fotos, regalos de cumpleaños, objetos de valor material y sentimental, souvenirs, monedas y billetes antiguos, algunas joyas, recuerdos de bautizos, primeras comuniones, matrimonios e incluso de divorcios.
¡Había de todo! Allí, debajo de un álbum de fotos, casi escondido, encontré una pequeña bolsa de tela. Dentro había una cajita. La fui abriendo despacito, con la esperanza de encontrar alguna sorpresa, y vaya que sí, había un par de navajas: una roja suiza y otra artesanal. Obviamente, la primera se veía muy cara y fina, pero yo no sabía que la segunda valía mucho más, porque era un obsequio que le hicieron a mi papá. Tenía tres letras, las iniciales del nombre del amigo que se la dio, lo que demostraba el gran aprecio hacia mi padre, ya que era un objeto de su uso personal.
Abancay, lugar de ensueño, los jóvenes solíamos deleitarnos con cosas simples: disfrutar de la brisa primaveral, viendo al viento empujar las nubes, observando el vuelo de las mariposas en el Mariño, frase que me recuerda a unos amigos. De vez en cuando, íbamos al Pachachaca o dábamos un paseo por las angostas veredas del centro, y de pasada, como parte de la rutina, teníamos que entrar a Bata Rímac a preguntar precios, como si estuviéramos haciendo hora, y saludar al chino. Nunca supe su nombre, pero era el encargado de la tienda, alegre y muy carismático. Estando ahí, observando modelos de zapatillas, entró una persona, yo diría un forastero, porque no era del lugar; casi todos nos conocíamos, aunque fuera de vista. Preguntó si cambiaban dólares, a lo que el chino respondió que sí, e inmediatamente la persona sacó sus dólares y recibió soles a cambio. En ese momento, recordé haber visto esos billetitos verdes en el cajón de Pandora de mi mamá. Creo que le servían de amuletos para la buena suerte.
Al día siguiente, Cynthia y yo los llevamos donde el chino y lo que nos dio a cambio nos alcanzó para comprar esos deliciosos helados de la heladería Mundial durante una semana. Estuvo bueno el negocio, y como todo se acaba, debíamos pensar en otro buen negocio para seguir deleitándonos con tantas delicias que había.
Al cabo de unos días, mientras caminábamos por la plaza de armas, bajo un bello cielo azul claro y un sol radiante, observando la torre sobresaliente de la catedral y admirando las hermosas flores que había, vinieron a mi mente como flashes las figuras de las navajas. Ya teníamos qué negociar.
De regreso a casa, fui directamente hacia la habitación de mis padres para revisar nuevamente el cajón. Ahí seguían las navajas. Al parecer, me estaban esperando. La suiza roja no la quise tocar, y no dudé en sacar la artesanal.
En realidad, nunca supe de qué estaba hecha, y según madame Cynthia, era del cuerno de un unicornio. Pensándolo bien, yo creo que sí, porque era única y especial. Esperamos con ansias el día siguiente; la idea era llevarla donde el chino para poder venderla, pero teníamos dudas por si nos preguntaba de dónde la habíamos obtenido. Mientras tanto, no nos dimos cuenta de que su viejito estaba escuchando nuestros planes y, sabiendo nuestras “buenas” intenciones, nos propuso dar una propina a cambio de la navaja de cuerno. A decir verdad, se la vendimos. Cuando leas esto, papá, espero que me perdones. Todo fue idea de Cynthia; yo estaba dudosa, y ella me convenció.
De inmediato nos fuimos a jugar pinky (fútbol de mano) al lado del parque Micaela Bastidas. Había una feria de juegos, que cada cierto tiempo solía instalarse en ese lugar y se convertía en el punto de encuentro de los chicos. Agotadas y con dolor en las muñecas, regresamos a la heladería. Al día siguiente, nos antojamos de unas ricas empanadas de queso de la panadería de Barazorda. Fuimos también al mercado central a tomar esos deliciosos jugos de fruta de la señora Cande (+), donde pagabas por un vaso y te daba dos. Otro día fuimos a la carretilla de golosinas que se ubicaba al frente de la librería Zegarra. Éramos sus clientas habituales, y así estuvimos varios días disfrutando de lo recaudado por la navaja.
Pasaron muchos años y olvidé por completo este hecho. Incluso un día se le ocurrió a mi papá obsequiar las navajas a mis hermanos y le preguntó a mi mamá dónde estaban. Solo encontraron la navaja suiza, pensaron que en la mudanza de Abancay a Lima pudo haberse perdido, y el tema se cerró.
Hace unos cuantos años, yo ya vivía en el extranjero. Recuerdo el inicio del invierno, una tarde con vientos huracanados que precedieron a una fuerte lluvia, típica del clima pampeano. Era mi cumpleaños, y hablaba con Cynthia, una de mis tantas tertulias telefónicas. Después de su efusivo saludo cumpleañero, empezamos a recordar nuestras vivencias y aventuras colegiales, saliendo a relucir el tema de la navaja. Me dijo: “Le voy a contar a tu papá que su navaja se la vendiste al Velarde”… Sentí un escalofrío en el cuerpo.
¡Qué regalo de cumpleaños! También mencionó que su papá aún la tenía y que era hora de decir la verdad a mi viejo. En realidad, me estaba amenazando. Sería el remordimiento de conciencia que le invadía, ya que la idea de venderla fue suya. Bueno, es mi pinky, y a ella le perdono todo, hasta esa vez que nos estrelló contra una pared cuando íbamos en un triciclo y cuando casi nos mata al volcar un auto, y otras tantas cosas que algún día les contaré.
Ahora que la navaja volvió a mis manos, gracias a las negociaciones hechas con el señor Amílcar, siendo por supuesto la intermediaria mi amiga, sin duda fue una gran idea habérsela dado. ¿En manos del chino dónde hubiera acabado?
Bueno, estoy pensando en qué momento voy a devolvérsela a mi viejito. Se me ocurre que quizá para ese día sería bueno hacer una reunión previa, con unos cuycitos chactados, papas doradas con ese Uchucuta de Huacatay que tanto extraño y traer cambray desde el Pachachaca para el brindis.
Tan solo pensar en la reacción que tendrá mi viejo me pone nerviosa.
No sé cómo lo tome, si con alegría por recuperarla, con decepción por nuestras acciones o simplemente como una palomillada propia de esa edad. Lo único que sé es que lo convenceré para que la navaja de cuerno de unicornio acabe en mis manos de manera legal.
Cba. Octubre 2023
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