Llegaba la Nochebuena y Mañuco, aunque estuvo lo más atento posible, no vio ningún regalo para él esa noche. Ya nunca sería igual.
—Ahora que papá se fue —se dijo—, ya nada será igual. ¡Ya no tendré más regalos!
Mirando con tristeza desde la ventana de su humilde hogar, recordó el último día de clases. En una charla grupal, mientras esperaban al profesor, escuchó con pena, pero con admiración, los comentarios de sus compañeros de clase acerca de sus costumbres familiares. Algunos hablaban del pavo relleno y las ensaladas, otros de todas las marcas de panetón que habían comido, y los más de los regalos que esperaban recibir, de los cohetes que habían reventado y de los que estaban bien guardados para la noche buena y hasta de los villancicos que cantaban después de la cena.
—¡Yo tomo champán! —dijo uno de ellos.
—Mi papá dice que los niños nunca deberíamos tomar champán —dijo el hijo de un médico, que además era uno de los mejores alumnos — Dice que llevan a niños intoxicados en emergencia por haber tomado una copa. Nuestros cuerpos no pueden metabolizar alcohol.
—¡Eso será con los débiles! —dijo el más bravucón de la clase—. A mí no me hace nada. Mi papá nunca se emborracha, ¡No cae ni con una caja de cerveza! —dijo con admiración— ¡Y yo soy como él!
—Allá tú… ¡Yo nunca tomare! —dijo el niño que había hablado antes.
—¡Mi papá ha comprado unos «Lapabum»! —dijo otro.
—¿Y qué es eso? —preguntaron algunos
—Un cohete con Lapadula. ¡Revienta chévere!
—Pero… ¿el año pasado no te quemaste con un cohete…? —preguntó otro niño.
—Si, pero fue culpa mía —respondió el aludido—. Ya mi viejo me sacó la mier… por bruto. ¡Estaba asado! Dijo que nunca más compraría cohetes, pero sé que lo hizo, aunque todavía los tiene escondidos.
Mañuco movió la cabeza desconcertado, ¡Qué manera tan estúpida de divertirse! pensó.
Recordó que, a él su madre le dio un coscorrón una vez, cuando en lugar de comprarse golosinas, gastó su propina en «Rascapiquis». Y cuando feliz los frotaba contra el suelo, haciendo saltar a la gente que pasaba. Su mamá lo sorprendió.
—¡No seas sonso oye! —le dijo, quitándole los palitos explosivos y tirándolos a la acequia— ¡Igualito a tu papá estas resultando!
Así era mamá, pensó.
Su padre había desaparecido de sus vidas varios meses atrás y su madre le había dicho.
—Hazte a la idea de que está muerto.
—Pero ¿dónde está? —replicó.
—No lo sé, ni me importa, y a ti tampoco debería importarte.
—¿Pero no está muerto? No… dime la verdad —preguntó.
—¡Si no lo está, va a estar si se aparece por aquí!
Mercedes era una buena mujer que luchaba sola para mantenerlo a él y a sus dos hermanitos.
Mañuco extrañaba la época en que papá llegaba a casa con juguetes y abrazos en esta fecha especial. Pero eso fue, antes de que perdiera el trabajo. Luego se hizo más difícil, y peor cuando él se puso a tomar.
Ni Mañuco ni sus hermanitos volvieron a tener buenos regalos, ya nunca les llevó nada. Su mamá sí, aunque era solo ropa y juguetes sencillos. Luego, papá se fue y ahora solo quedaba oscuridad, frío y hambre. Unas solitarias lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
De pronto, unos golpes en la puerta lo sorprendieron.
Al abrir, una oleada de luz y calor lo envolvió. Allí estaban unas vecinas llevando una pequeña canasta que a él le pareció gigantesca.
Mañuco no podía creer tanta generosidad.
La recibió emocionado y las invitó a entrar, pero ellas no aceptaron y se fueron pronto.
La puso encima de la mesa, ¡mamá se pondría muy contenta!
Luego, junto a sus hermanas, mirando a través del celofán trataron de descubrir los productos que había en ella.
La más pequeñita, rompió un pedazo de celofán tratando de sacar un juguetito que vio adentro. No se lo permitieron.
—Será para ti, pero más tarde, cuando venga mamá… —le dijeron, y la pequeñita se puso triste, sin entender porqué no la dejaban tenerlo ya.
Pero lo mejor estaba por llegar: mamá llegó con un enorme pollo a la brasa, un montonazo de papas fritas, ensalada y muchas salsas y hasta un panetón navideño.
—¿De dónde salió eso? —preguntó al ver la canasta, mientras acomodaba las bolsas que había llevado.
Unas señoras la trajeron
—¿Que señoras? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió Mañuco.
—¡Ay, bien opa eres! Debiste preguntar, pues…
—SI me dijeron, pero no me acuerdo…
—Te daría un lapo, pero hoy es navidad. Te salvaste —le dijo riendo, mientras observaba la canasta con ojos brillando de emoción—. ¡Mira! ¡Aquí hay una tarjetita!
Justo en ese instante tocaron la puerta. A la <<gana gana corrieron a abrir, pero no había nadie… solo unas bolsas en el suelo, con ropa nueva y juguetes diversos, algunos de madera hechos a mano.
Mañuco sintió que su corazón se derretía ante ese despliegue de bondad.
La más pequeñita se les adelantó y cogió un hermoso camioncito de madera…
—¡No! Deja… —le gritó Mañuco— Eso es un regalo para hombre tontita, es para mí… —decía, cuando su madre los apartó.
—¡No toquen nada! —dijo mientras salía a mirar afuera, dando un salto por encima de los regalos.
Escrutó las sombras en una y otra dirección, sin distinguir nada que llamara su atención. Ya estaba por entrar, cuando todos escucharon una ronca voz al frente.
—¡Hola Mechita…. hola chicocos…!
Se quedaron helados. Pasó un siglo en segundos… más luego, reponiéndose rápidamente, los dos niños mayores salieron disparados, pasando por encima de los regalos y se abalanzaron sobre un hombre que se aproximó lentamente, saliendo entre las sombras. Mercedes trató de impedírselos, pero no pudo.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaban ellos.
La más pequeñita miraba todo, desconcertada. Decidió que lo que sucedía no era de su interés y se dedicó a hurgar entre los regalos.
El hombre, luego de acariciar a sus hijos, paso a paso, quizá por temor o vergüenza, se acercó a ella. Quiso decir las palabras que había preparado, pero estás se habían esfumado, nada, nada se le ocurría decir.
Ella parecía furiosa. Mañuco recordó que su mamá había dicho que ella lo mataría cuando apareciera. Se puso tensó y no los perdía de vista, estudiando sus expresiones con miedo.
Ellos, se miraron a los ojos por largo rato y en esas miradas se dijeron muchas cosas, un discurso completo.
De pronto ella dio un paso, él también… otro más y terminaron fundiéndose en un abrazo.
Mañuco y su hermana se sintieron felices y no pudieron evitar que las lágrimas fluyesen a raudales cuando vieron el prolongado abrazo. Mañuco fue corriendo donde las más pequeñita que indiferente a todo, luchaba con las envolturas de los regalos, y contra su voluntad la cargó y la llevó al lado de sus papás, donde todos se abrazaron.
La pareja se estremecía, y todos vibraron de emoción.
En la radio de doña Flora, la vecina media sorda del costado, se escuchaba muy fuerte una clásica canción navideña, y el hombre que cantaba pareció dirigirse a ellos:
«Tú que has vivido, siempre de espaldas,
Sin perdonar ningún error,
Ahora es momento de reencontrarnos,
Ven a mi casa, por favor.
Ahora ya es tiempo, de que charlemos,
Pues nada se perdió,
En estos días, todo se olvida,
Y nada sucedió.
Por eso y muchas cosas más,
Ven a mi casa esta navidad ».
Más tarde, Mañuco indigesto con la comilona, no podía dormir y pensaba. ¡Qué linda era la Navidad! Siempre le había parecido que en esta época la gente se volvía más buena.
Gente que nunca lo miraba, ahora le sonreía, le saludaba y algunos hasta le daban propinas.
¡Qué bonito era recibir regalos!
Pero más bonito todavía, era quererse y perdonarse.
Entendió porque el cura había dicho en la misa que la Navidad no se trata de cosas materiales, sino del amor que nos une como comunidad. Jesús seguiría viviendo mientras haya entrega desinteresada.
Esta vez, lo entendió plenamente.
Aquella velada, alumbrada por las estrellas, escuchando aún bailes y cantos a lo lejos, y de cuando en cuando, los gemidos de su perrito, cada vez que sentía reventar algún cohete, Mañuco recuperó la esperanza.
Entendió que la magia de la Nochebuena radica en abrir nuestros corazones al prójimo, especialmente a quienes más los necesitan y se desconcertó al pensar cuan estúpidos pueden ser algunos al hacer sufrir, al ser egoístas, envidiosos y hacer daño, antes que disfrutar del amor que da el vivir en paz.
Allí, rodeado del amor y la generosidad del mundo, volvió a creer en los milagros y se durmió con una gran sonrisa en su rostro, deseando que todos los días sea navidad.