LA NUEVA CARA DEL MERCADO DE ABANCAY

por Efraín Gómez Pereira
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Reinicio

Se dice que el mercado de una ciudad es el espejo de sus habitantes. Es el referente de varios escenarios que se resumen en: capacidad adquisitiva, variedad, abundancia, limpieza, seguridad, orden; pero también en hacinamiento, desorden, suciedad, delincuencia, y varios etcéteras. En ambos debe destacar el comportamiento de clientes y comerciantes, su personalidad.
El Mercado Central de Abancay, ubicado desde que lo conozco, hace más de sesenta años, en lugar privilegiado de la principal avenida de la ciudad, está ligado a la historia y trasuntar de los abanquinos que lo visitan para las compras diarias, a buscar jugos, panes, quesos, asnapas, carnes, caldo de gallina o de cuy, lechones, lomo saltado, desayuno, menú popular.

Mercado central de Abancay, en tres momentos de su historia.
Es, como todos los centros de abastos de las grandes ciudades, lugar de conjunción de necesidades e intereses comunes, donde los colores, razas, posiciones sociales y billeteras se democratizan, se podría decir “hasta se codean”. Característica de nuestra abanquinidad, las infaltables “mamacita” y “papacito”, de las caseras, a pesar de la presencia de chamos y su “mande mi amor”.

Cuando estudiante del colegio Miguel Grau, en los años setenta, tuve mi infantil y fugaz experiencia comercial en uno de sus pasadizos. Con inocultable vergüenza, por el “que dirán”, vendí por dos fines de semana papas Renacimiento, que don Laureano, mi señor padre, había cosechado en abundancia en sus predios de Qahuapata y Limunchayoc. Balanza en mano, despaché cantidades inusitadas del tubérculo “Made in Lambrama”, con expectantes ganancias que me permitieron saborear, en secreto, un lomo saltado y una gaseosa Nectarín, casi un lujo para un niño.

En otras ocasiones alternaba con Rafael, mi hermano, en hacer las cobranzas a las carniceras que comerciaban las reses que mi padre había beneficiado en el moderno camal de la ciudad.

Fui, como “pensionado” asiduo visitante de la juguería de doña “Na” (Juana), para tomar un surtido con yapa, hasta donde llegábamos en fila con mis hermanos, antes del desayuno diario en la pensión del recordado y afamado Efraín “Zorro” Salas, en el jirón Huancavelica.

Siempre que viajo a nuestra querida Abancay, el mercado me jala como un imán. Inevitable sentarse por un jarrón de jugo especial, con algarrobina, miel de abeja, malta Cusqueña y huevo, en el puesto más concurrido, señal de calidad y buena atención. Obligatorio comprar quesos, tallarines, panes y maicillos para las encomiendas que en Lima son esperadas con ansias por mis hijos.

La fisonomía del mercado ha cambiado de manera notoria, por dentro y por fuera. Lejos han quedado las imágenes de una fachada descolorida o ganada por publicidad comercial. Hoy luce ventanales y vitrales que le dan sello de modernidad.

Adentro, los puestos ordenados, en los tres pisos del edificio. La novedad saludable, el funcionamiento de los ascensores para carga y personas mayores. Sin duda grandes cambios que se hacían necesarios. El calor amistoso y lenguaje cariñoso de comerciantes, abaceras, vivanderas, productores, intermediarios, empleados, autoridades y clientes son características naturales que se mantienen en Abancay y sus mercados.

La imágenes que acompañan esta nota describen el transcurrir en el tiempo del primer centro de abastos de Abancay. La gráfica en blanco y negro con marco y columna, nos remonta a 1928; mientras los oficiosos señalan que el mercado central tipo minorista empezó sus actividades en 1942. Sea como fuere, la historia de Abancay, de los Pikis abanquinos, tiene en el Mercado Central, a un personaje de especial importancia, que hay que cuidarlo y quererlo.

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