LA PACIENCIA DE LA ARAÑA

Cuando el viento, el invisible barrendero, disipó la tupida niebla, el contorno paisajístico del Ampay comenzó a dibujarse. También el sol, mágicamente, se abrió paso entre las perezosas nubes que se agazapaban entre los peñascos. El astro rey pudo más, y el cielo se pintó de un intenso azul puro.

Roque y sus amigos, habiendo partido de Abancay a las tres de la mañana y tras superar las dos lagunas, en lugar de seguir el antiguo camino que lleva a las faldas del nevado, decidieron trepar las ásperas rocas que se yerguen hacia la derecha y el sur del glaciar.

El ambiente mágico del nevado es una maravilla que invita a contemplar más profundamente con el alma. Las apariencias o fenómenos físicos, ropajes de la naturaleza, son captados por los sentidos, especialmente por la vista y el oído; pero la realidad en sí, el ser mismo que está más allá de la física, se capta con el alma intelectual. Como le suele ocurrir, Roque observaba ensimismado el paisaje y se deleitaba admirando toda esa maravilla.

A Roque le había costado mucho esfuerzo trepar al peñón; le dolían los pies y su polo estaba empapado. Además de ello, respiraba con dificultad y su corazón latía intensamente, dejando oír su bum bum bum acelerado, que ambientaba el silencio sepulcral del monte. El joven encontró un lugar adecuado para sentarse y apoyar la espalda en la roca. Extrajo un cigarrillo y lo fumó con fruición. Al soplarlo, el humo blanquecino, contrastando con el trasfondo hosco de la roca, desaparecía en el espacio. Roque se apoyó sobre aquella roca. La botella de agua, un tanto inflada, echó gas al ser abierta; sorbió algunas bocanadas y se hidrató. Su mirada se perdió en la inmensidad del cielo, mientras en su alma barbotaban mil cuestiones.

En eso, sus ojos toparon con una araña gris, que, mimetizada con la roca, aguardaba quieta, suspendida en sus hilos de plata. En inactiva perseverancia, la araña esperaba su desayuno —tal vez un insecto, una mosca o una mariposa— cayera en la trampa. La sencillez de la vida arácnida, adaptada a los cinco mil metros sobre el nivel del mar, perdura desde hace millones de años. Tal vez su ADN, la unidad más sencilla de la vida, sea también lo más fuerte y resistente en los avatares de la existencia animada.

Roque no se contuvo. Buscó con la mirada algún bichito. En efecto, vio que una especie de polilla, del color de la roca, volaba cerca. La capturó y la dejó caer en la telaraña. En un santiamén, la araña saltó hacia el bichito, lo envolvió con sus hilos, le inoculó sustancias que solo ella conoce y volvió a su lugar de vigía.

Pensó en la araña, en la polilla, en su perro llamado Saco y en el gato Fernando, animales que difícilmente o nunca saben compartir, y que son seres que viven para sí mismos; pero, en contraste, el ser humano, siendo relacional, vive —debe vivir— para los demás.

En efecto, el ser humano puede donarse y hacer el bien donde quiera que se halle. Por eso mismo, si quiere llegar a su plenitud y ser perfecto, no debe encerrarse en sí mismo… Cuestionado de este modo, Roque, se dijo a sí mismo: “déjate de cosas: si quieres llegar a ser tú mismo, sal de ti y ponte a servir a los demás. Si quieres ser justo, sirve primero a Dios y luego a los demás, especialmente a quienes viven contigo” … Y se avergonzó de no ser así.

Allá en lo alto del Ampay, pudo degustar el pensamiento: Ser don y regalo de Dios para los demás es, y debe ser, el tenor natural de mi diario vivir. Si yo entendiera la donación personal y viviera para servir por amor a los demás, sería una persona poderosa; podría ser más imagen de Dios y no contentarme siendo como esa araña parduzca que, a cinco mil metros, espera pacientemente su presa y vive para sí misma.

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