En los años setenta, cuando los pantalones campana flotando sobre zapatos makarios se pavoneaban por las calles , y los discursos militares intentaban sonar más convincentes que la propia realidad, mi padre trabajaba como administrador de Radio Apurímac.
Lo suyo era la organización, las cuentas, los permisos, los avisos. Nada hacía suponer que acabaría con un micrófono entre las manos. Pero, como suele ocurrir en las buenas historias, la vida decidió jugarle una broma con pelota incluida.
Todo empezó como un pasatiempo inocente: narrar partidos de fútbol. Y no cualquier partidito de barrio, sino los clásicos inolvidables de equipos como Unión Grauina (que más tarde se transformaría en Miguel Grau de Deportes), el club Bancario, el Telepostal, El Olivo y La Victoria. Las tardes de fin de semana se llenaban de voces, gritos, goles y ese aroma inconfundible de cancha polvorienta mezclada con anticuchos en la esquina.
Mi padre, con el ingenio de un chico que arma su propio juguete, creó un grupo de transmisión que bautizó con un nombre prestado, casi con descaro: «Adalit, el As de los programas deportivos», inspirado en la cadena radial Tahuantinsuyo del Cusco. No era plagio, era homenaje, aunque seguramente con un toque de travesura.
Lo hermoso es que ese equipo no fue solo un pasatiempo: fue una escuela. Allí muchos jóvenes encontraron la primera puerta para hacer radio. Yo era muy niño entonces, pero recuerdo a varios muchachos con voz temblorosa, aprendiendo a anunciar goles como quien aprende a declamar poesía. Era como regalarles alas cuando apenas habían aprendido a caminar. Fue un equipo que llegó a hacer grandes transmisiones. no solamente de fútbol. Cuando pasó Caminos del Inca por Abancay, se apostaron en la esquina de Núñez con Díaz Bárcenas, en un local que era del ministerio de educación, y desde ese balcón coordinaron con varios puntos de transmisión, en Andahuaylas, Tamburco, Curahuasi, y realizaron una jornada épica. Aún resonaban nombres como Henry Bradley, Peter Kube, Arnaldo Alvarado, el «Zorro» Yangali, y otros.
Pero claro, eran años de marejada. Juan Velasco Alvarado presidía el país con discursos reformistas, y el SINAMOS (ese Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social con nombre tan largo como su sombra) vigilaba los medios con celo de suegra desconfiada.
Un buen día, el equipo de prensa que manejaba el noticiero del mediodía —el más escuchado de la ciudad, dicho sea de paso— se declaró en huelga. Y huelga en los setenta no era cualquier cosa: era un temblor que podía voltear mesas, acallar voces y de paso complicar la vida del administrador más tranquilo.
Mi padre intentó negociar. Nada. Insistió con paciencia. Peor. Y cuando ya no quedaba salida, tomó una decisión que aún hoy me parece casi heroica (o casi suicida): se convirtió en periodista. Así, sin título universitario ni credencial en el bolsillo, salió a buscar noticias.
Se rodeó de colaboradores valiosos. Convocó a Hugo Viladegut, a Carlos Cuaresma, y consiguió que don Guillermo Viladegut Ferrufino le regalara su pluma para escribir una columna llamada «El Mirador». Así, todos juntos armaron un noticiero que nació de la urgencia y del puro atrevimiento.
Lo increíble fue que funcionó. La gente los escuchaba con devoción, como si se tratara de un programa planificado con lupa y paciencia. Pero no: era pura improvisación bien hecha, ese arte que en el Perú conocemos de memoria, donde se cocina con lo que hay y aun así sale sabroso.
El noticiero sobrevivió y se convirtió en compañía diaria. ¿La clave? Una mezcla de frescura, humor y esa sensación de que los locutores hablaban de tú a tú, sin solemnidad ni poses de sabiduría.
Como decía Ortega y Gasset: «La claridad es la cortesía del filósofo». En este caso, la claridad fue también la cortesía del periodista improvisado.
Si uno escarba en esta historia, encuentra más que anécdotas familiares. Descubre una lección que vale oro: la vida no espera a que tengamos todos los diplomas ni los manuales listos. A veces, cuando parece que todo se desmorona, basta con animarse a dar el paso y confiar en que el resto se resolverá en el camino.
Mi padre no soñó con ser narrador de fútbol ni director de prensa. Y sin embargo, lo fue. Porque la radio, como la vida, tiene esa magia de sacar lo mejor de nosotros cuando menos lo imaginamos.
Al fin y al cabo, como dijo alguna vez Chesterton: «La vida es siempre una aventura audaz o no es nada». Y él, sin saberlo, convirtió cada transmisión en una pequeña aventura, donde las noticias eran también goles y la improvisación se volvió triunfo.
Hoy, en el «Día del Periodista», mi recuerdo y mi gratitud vuelven inevitablemente hacia el mejor hombre que conocí en este mundo: mi padre, Julio César Casas Casas. No solo fue un hombre cabal, íntegro hasta en los detalles más pequeños, sino también un periodista de esos que dejan huella, porque entendió que informar no era un oficio, sino un servicio.
Y cómo no aprovechar esta fecha para felicitar con un cariño especial a mi hermano Julio César Casas Suárez, que no solo heredó el nombre de nuestro padre, sino también su temple, su inteligencia y —lo más valioso— su calidad humana. Verlo ejercer el periodismo es como reconocer en él un eco vivo de aquel legado.
Un abrazo fraterno a todos los buenos periodistas de esta tierra noble. Que nunca olviden que en medio del ruido y las pasiones, la verdad y la cordura deben seguir siendo las estrellas que guíen su trabajo. Porque, como decía Kapuściński, «para ser buen periodista hay que ser buena persona».
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