LA REBELIÓN DE LOS CHIVOS

A mitad del Siglo XX, detrás de las montañas que bordean el río Apurímac, entre Curahuasi y Limatambo, se asentaban varias haciendas que producían caña de azúcar y destilaban aguardiente. Los artesanos que vivían allí, como colonos, se dedicaban a la confección de odres de piel de chivo, recipiente muy solicitado para el transporte del codiciado licor de caña.

El pastoreo de chivos era una actividad rentable por su carne y su cuero. Tanta importancia adquirió que Luis Abanto Morales, “EL Cantor del Pueblo” le dedicó el huayno “Las Barbas de mi Chivato” que se hizo muy popular.

Lo penoso era que, para extraerles la piel y hacer los odres, los animales eran desollados cuando aún estaban agonizando, antes que su sangre se enfríe, un acto escalofriante que se había convertido en una costumbre.

Los chillidos de los indefensos animales se escuchaban en varias cuadras a la redonda causando pavor en la población, especialmente entre los niños porque no hay peor sufrimiento para un ser viviente que morir desollado. San Bartolomé fue uno de los que sufrió este terrible castigo en defensa de su fe. Lo irónico fue que, años después, este santo fue convertido en Patrono de los Carniceros.

Recordemos, asimismo, que el chivo era elegido por los judíos en su fiesta de las expiaciones para descargar sobre él las culpas de todo el pueblo. El chivo expiatorio era sacrificado por el sumo sacerdote judío.

“Felizmente que ahora todo es distinto.los métodos han cambiado porque hay instituciones que protegen a los animales”, me decía mi abuelo Andrés, quien conocía muy bien estas haciendas por sus frecuentes viajes para reparar los alambiques que se utilizaban en la destilación del aguardiente de caña. “Sobre esta práctica se han tejido una serie de historias” afirmó…

– ¡Cuéntame! – Le pedí.

–De acuerdo, una de las historias empieza así:

Melquíades, era un niño que vivía en una de esas haciendas y tenía como mascota a un chivito que le habían obsequiado sus padres como premio porque no hizo berrinches el primer día que lo llevaron a la escuela, a diferencia de otros niños de su edad que se resistían a desprenderse de sus padres para ir a clases.

Su mascota era muy hábil e inteligente. Fue entrenada por él mismo para llevar y traer objetos, cosechar tunas sin herirse la boca con los abrojos y quedarse tranquila en la casa mientras todos salían.

Todas las mañanas, muy temprano, Melquíades tenía por costumbre salir a sus clases, con sus ojotas bien puestas, sus cuadernos bajo el brazo y su infaltable honda al cuello. Y cuando retornaba a casa, el chivito salía a su encuentro haciendo piruetas y saltando de un lado a otro y juntos se divertían..

Los padres del niño se dedicaban al pastoreo de cabras, tarea que no era muy sencilla porque los animales, en su afán de buscar alimento. se metían en los lugares más accidentados y peligrosos, poniéndolos casi siempre en serios aprietos. Y, como la cabra siempre tira al monte, un día, por complacer a su mascota, Melquiades decidió sacarlo a jugar al campo.

De pronto, la pelota con la que se divertían, rodó hasta el fondo de un barranco. Y en su intento de rescatarla, Melquiades resbaló y cayó aparatosamente, siendo atrapado por una avalancha de piedras.

Después de recuperarse del susto, pidió auxilio a gritos pero nadie lo escuchó, salvo su mascota que bajó hasta el lugar donde se hallaba atascado. Lamentablemente, por más esfuerzos que hizo el pequeño animal, no pudo ayudarlo porque las piedras que atrapaban las piernas de su amo eran demasiado pesadas para su débil contextura física. Lo único que pudo hacer fue lamerle las manos y piernas para aliviar sus dolores y al poco rato salió en busca de alimento.

Haciendo uso de una destreza increíble, la mascota cogió aguaymantos y tunas, frutos silvestres que abundan en la zona, y se los puso al alcance de su amo y luego, sorpresivamente, salió a toda carrera como huyendo del mismo diablo.

Melquíades pensó que alguna serpiente lo había asustado o quizás una tarántula y empezó a preocuparse. De nada le sirvieron sus gritos para que retornara. El chivito siguió alejándose más y más sin perder el ritmo de su carrera.

Por la angustia y el cansancio, la voz de Melquíades se hacía cada vez más débil, mientras su mascota siguió corriendo en dirección de la hacienda.

Al llegar a la casa de sus amos, encontró que las puertas estaban cerradas porque todos se habían ido a la plaza principal, donde estaba por empezar la selección de chivos para ser sacrificados al día siguiente y convertir sus pieles en odres y su carne en parrillada.

La gente que había llegado de Cusco y otras poblaciones cercanas para disfrutar de la fiesta en la que se sacrificarían a los chivos, se hallaba bebiendo chicha de jora en caporales y aguardiente de caña en copones, que el capataz personalmente repartía a diestra y siniestra.

El chivito llegó precisamente cuando la fiesta estaba en todo su esplendor y al ver que estaban en plena selección de animales, se asustó. Y, como tampoco pudo ubicar a los padres de Melquíades, se dio media vuelta y se regresó a la casa, donde a través de baladas y saltos, les comunicó a los chivos y cabras que su amo se hallaba en peligro. Pero como los animales no podían salir porque las puertas estaban aseguradas con sendos candados, se vieron obligados a derribar las cercas y salieron al trote detrás del chivito, en busca de Melquíades.

Al llegar al barranco los caprinos adultos dieron vueltas como estudiando las condiciones del terreno y se dividieron en dos grupos. El primer grupo de chivos empezó a raspar la base de las rocas mientras el otro grupo protegía con sus cuerpos a Melquíades para evitar que ruede al precipicio. Y, finalmente, después de aflojar la tierra empujaron las rocas que lo aprisionaban. Apenas lo sacaron, lo primero que hizo el niño fue abrazar a su mascota y desahogarse en lágrimas porque creyó que jamás lo volvería a ver. De inmediato emprendieron el viaje de retorno, Melquíades cantando y las cabras balando.

El administrador de la hacienda era un hombre déspota que trataba muy mal a los colonos. Se ponía peor cuando llegaban sus amigos, seguramente para demostrarles que quien mandaba en la hacienda era él. Entusiasmado por el trago que había bebido ordenó a sus empleados, que no podían ni pararse porque también habían bebido hasta el hartazgo, juntar a todas las cabras y comenzar con la selección.

Ya repuesto del susto Melquíades jugaba con su mascota a un costado de la plaza. En ese instante, el nieto de una señora de tacones altos y sombrero floreado, exclamó.

– ¡Quiero ese cabrito!

– ¿Cuál?

–El que tiene aquel niño.

La sentencia fue lapidaria. El dedo índice de la dama, que parecía su pulgar por la gordura, apuntó insistentemente al chivito de Melquíades quien, advirtiendo el peligro, comenzó a correr pero, el administrador que estaba atento a todo, al percatarse de la fuga le ordenó a su capataz…

– ¡Tras él!

Después de una tenaz persecución lograron agarrarlos a Melquiades y a su mascota y los regresaron al centro de la plaza. El niño fue azotado en presencia de sus padres e invitados y su mascota fue a parar en manos de la rechoncha mujer. Los padres de Melquiades, sometidos a la más vil humillación, nada pudieron hacer por temor a las represalias, sobre todo de ser expulsados de la hacienda.

Esa noche, no obstante del cansancio y la paliza que recibió, Melquiades no pudo dormir pensando en su mascota. Los terribles dolores de sus nalgas como consecuencia del castigo que le habían propinado no impidieron que pensara en cómo restacatar al chivito. Su padre, que tampoco podía conciliar el sueño por la cólera, se le acercó y acariciándole la frente le dijo al oído:

–Te prometo que esto terminará. Ten la seguridad que recuperaré a tu mascota.

Y sin darle más explicaciones salió en busca de sus vecinos para solicitarles una reunión. Esa misma noche los colonos acordaron que los varones saldrían en la madrugada hacia los corrales para liberar a los animales aprovechando que el administrador, sus invitados y empleados, dormían la mona.

Del mismo modo, la mascota de Melquiades fue liberada de manos de la rechoncha dama que dormía muy suelta de huesos en una de las habitaciones de la hacienda.

Por su lado, las esposas de los colonos, como medida de precaución, tal como estaba planificado sacaron a sus hijos, entre los que estaba Melquiades, para llevárselos hacia la parte alta de la hacienda, hasta donde era muy difícil llegar.

Cuando el administrador despertó, los colonos ya estaban fuera de su alcance. Al no verlos, montó en cólera y ordenó a sus secuaces que tomen sus armas y salgan en su búsqueda pero, los trabajadores, que ya se habían ubicado en la cima de un cerro, apenas los vieron hicieron caer una galga de piedras haciéndolos huir despavoridos. Otro grupo, que había rodeado la parte alta de la vivienda del administrador, amenazó con hacer caer otra avalancha de rocas, si él y sus secuaces no se retiraban. Para salvar el pellejo, el jefe no tuvo más remedio que retroceder y refugiarse en la casa de los dueños de la hacienda donde estaban alojados los invitados. Pero, para su sorpresa, estos ya se habían ido a sus hogares en Cusco.

La cosa no terminó allí. En vista que los comuneros no podían comunicarse con el propietario de la hacienda porque no tenían su dirección en Cusco donde radicaba, el padre de Melquíades escribió una carta a Radio Cusco, quejándose por los malos tratos del administrador. La carta fue difundida y comentada por el periodista Efraín Paliza en su informativo Clarín.

Al oír el comentario, el hacendado pegó un grito al cielo y viajó inmediatamente a la hacienda donde, luego de escuchar las quejas de los trabajadores, destituyó al administrador y a la mayoría de empleados. El padre de Melquíades fue nombrado como representante de los comuneros ante una junta encargada de administrar la hacienda.

Asimismo, el hacendado dispuso que los odres sean confeccionados con métodos más civilizados. Y así terminó el despiadado sacrificio de chivos. La mascota de Melquiades se salvó y vivió muchos años a su lado.

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