Cuántas historias perdidas. Cuántas anécdotas familiares y comunales escondidas en la ausencia de sus coposos follajes. Cuántos amores forjados bajo sus sombras ausentes. Cuántos encuentros amorosos furtivos entre las húmedas encañadas de sus finos y caprichosos troncos, testigos silenciosos de esos avatares.
Al mismo tiempo, vivencias inolvidables de niños, adolescentes, jóvenes y adultos campesinos que, por la naturaleza de la vida rural, pasaron muchos años, quizás los mejores de sus vidas, en este pedazo de tierra lambramina, que hoy solo lo vemos en la añoranza, en una dolida añoranza.
Chozas de ichu humeantes y únicas, cabañas rústicas y acogedoras, casas artesanales con puerta y aldaba; cobijaban a familias de Lambrama y Atancama, que en períodos de pastura, se sucedían en este hermoso remanso, a orillas del río Atancama, para la crianza de vacunos criollos destinados a la producción de leche y quesos, los famosos “cachicurpas”; además de algunas ovejas, cabras y caballos.
El paraje se ubica en el extremo norte de la comunidad campesina de Atancama, una de las 19 comunidades del distrito de Lambrama. Está cruzado, desde que tengo memoria, por la carretera que une Lambrama con Chuquibambilla; y era, hasta el Siglo pasado, uno de los últimos bastiones de ecología nativa del distrito que, lamentablemente, la irresponsabidad humana, la ha convertido en solo recuerdo.
En Unca, lugar de travesías a la que nos referimos, había un hermoso bosque de Uncas –de ahí su denominación-, una especie arbórea forestal en dramática situación endémica. Desde lejos, se veía un manto verde oscuro, con algunos puntos claros salpicados, que correspondían a los corrales de crianza de los pueblerinos.
En el bosque, los árboles de Unca –milenarios, aliados naturales de los habitantes de la zona- se abrazaban en un pacto eterno, pugnando por ganar las primeras gotas de lluvia de temporada, entre setiembre y marzo, generando con la humedad creada en sus bases, una capa firme de musgos bien apretados, que eran a su vez, temporales cobijos donde se desarrollaban a libre albedrío y voluntad, las sabrosas, aromáticas y envidiabes Limanchos, esenciales para “endulzar” las tradicionales, legendarias y nutritivas lawas de choclo tierno o chuño.
Allí mismo, sus ramas caprichosas, que se escapaban firmes desde los troncos duros como el acero, sus hojas verdosas y sedosas, competían con sus vecinas por alcanzar la luz del sol serrano, mañanero, que a duras penas lograba contrastar con el frío andino, ya casi al mediodía.
Este bosque de Uncas, en Unca, no esta demás reiterarlo, era un pulmón ambiental, como muchos otros bosques naturales no solo de Uncas, sino de queuñas, tastas, chachacomos, alisos, layanes, sihuar, nogales, que nos dan vida, sin que nosotros valoremos ese gran aporte.
Las Uncas de Unca, servían a los lambraminos y atancaminos, para proveerles de leña de primera calidad, de madera fina para procesar mangos de picos y chakitaccllas, bateas, queros, platos, cucharas. Sus ramas duras se usaban como listones en la construcción de las mismas chozas altoandinas, que con techos de ichu compactado, crean un microclima que permite hacer frente el frío y a las lluvias torrenciales.
La Unca era una aliada natural en la crianza de los animales. Bajo sus sombras, se saboreaba leche recién ordeñada, calientita y salpicada de cancha de maíz chullpi. Manjares incomparables. Entonces no se advertía de riesgos para la salud. No se hablaba de “intolerencia a la lactosa”. Eran otros tiempos.
En los corrales de Unca se realizaban las tradicionales “waca markay”, en las que los comuneros, en fiesta de calor y tradición, al compás de tinyas y lahuitos, y alegrones por el compuesto de cañazo bien curado, identificaban sus animales con marcas de hierro candente en las ancas y astas, o cortes horizontales en las orejas de becerros y potrancas. Fiesta familiar, fiesta popular, que duraba una semana o más.
Quienes han tenido el privilegio de haber vivido algunas temporadas en Unca, tienen en su memoria, a flor de piel, el dulce sabor de los frutos de la Unca, que se recogían a mano abierta, sin límites. Privilegio de pocos que ya no se puede repetir.
La mano del hombe, la crueldad de su ignorancia que no mide ni proyecta el futuro, destrozó este bosque, este pulmón de vida, en los años 60, 70 y 80 del Siglo pasado. Desnaturalizados comerciantes panaderos de Abancay, irresponsables autoridades comunales de Lambrama, permitieron sin inmutarse, la depredación de ese hermoso bosque, del que se llevaron camionadas, no solo de los troncos y ramas, que son incomparables para leña, sino las mismas raíces a punta de dinamizados inhumanos.
Hoy en Unca, paraje de mil historias, solo quedan dos viejos árboles, como evidencia dolorosa de la crueldad del hombre. Estas Uncas, viven su propia soledad, ahora al amparo de la mirada de los lugareños, que aunque un poco tarde, han entendido que deben ser protegidos.
El Gobierno Regional, a través del programa de Bosques Manejados y del Sacha Tarpuy, que anuncia la plantación de 5 millones de árboles forestales, debe incluir a la Unca en el listado de especies nativas que son necesarios preservar como aliado de las defensas hídricas y del medio ambiente, además de la propia historia de nuestros pueblos.
Fotografía de José Yupanqui P.
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