LA VENTANA MÁGICA

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Reinicio

El Día que el Mundo Entró por la Pantalla

Un día soleado, poco antes del almuerzo, papá apareció seguido por dos muchachos que cargaban una caja gigantesca. En ella se leían unas letras con un nombre que había visto en algunos radiorreceptores: “Philips”, decía en letras azules acompañadas de un logotipo al costado que parecía brillar con luz propia.

Eran mediados de los setentas y yo tendría poco más de 10 años.

En el patio, entre plásticos crujientes y cartones modelados en formas extrañas que parecían piezas de un rompecabezas futurista, desembalaron un televisor colosal. El aparato, como un monolito negro y reluciente, fue llevado con reverencia al cuarto de la abuela. ¡La televisión había llegado a Abancay, trayendo consigo la promesa de un mundo nuevo!

La empresa Entel Perú S.A. se había instalado en un terreno de la avenida Seoane, más abajo de la Gran Unidad Escolar Miguel Grau. Allí, como centinelas de la modernidad, se estaban irguiendo gigantescas torres y acomodando en ellas unos inmensos platos de microondas. Aquellas obras capturaban la atención de todos, en particular de los alumnos grauínos qué circuláramos por ahí diariamente. A la entrada, a la salida y aun en los horarios de recreo, mirábamos entre sorprendidos y maravillados cómo trabajaban los técnicos desafiando la gravedad, verdaderos equilibristas subidos en los armazones metálicos a una altura que espantaba. Esta nueva empresa reemplazaba a la Compañía Nacional de Teléfonos del Perú y la Sociedad Telefónica del Perú , expropiadas por el gobierno militar del general Velasco Alvarado en 1973, en un intento por modernizar las comunicaciones del país.

Sin embargo, la tecnología a veces juega malas pasadas. La puesta a tierra de una o más antenas, por alguna razón que escapaba a la comprensión, falló en su cometido de protegerlas de los rayos y descargas eléctricas. Una noche tormentosa, un rayo cayó sobre ellas. En vez de canalizarse la energía a tierra para disipar su corriente, el rayo fue repelido, y el chisporroteo, como fuegos artificiales mortales, afectó a varias viviendas de los alrededores, dejando grandes agujeros chamuscados en las paredes.

Por fortuna, no hubo daños personales.

Algunas partículas de aquel rayo cayeron en la casa de Don Amílcar Velarde. Se dice que llegaron a pasar por debajo de las camas de sus bellas hijas, grandes amigas mías, quizás dejando como secuela su electrizante atracción, que se sumó a la belleza de su herencia genética para dotarlas de sonrisas que parecían iluminar las calles de Abancay.

Gracias a esas antenas, el canal del Estado, RTP, empezó a transmitir, y con el tiempo, como un río que se va nutriendo de afluentes, se sumaron a la grilla otros canales, ampliando nuestro horizonte audiovisual.

La primera vez que se encendió el aparato en casa, fue como asomarse a un universo en caos. Solamente vimos una lluvia de partículas eléctricas en blanco y negro en la pantalla, acompañada de un ruido ensordecedor, el grito de nacimiento de una nueva era. 

La señal televisiva, se emitía solamente al caer la noche, aumentando su misterio y atractivo.

Aquella noche, con la solemnidad de un ritual sagrado, todos nos preparamos para la primera sesión televisiva en familia.

Sirvieron la cena temprano y apenas la terminamos, y corrimos todos a acomodamos frente al aparato como si fuera un altar. Ocupamos todas las sillas disponibles, la cómoda se convirtió en improvisado asiento, el piso en mullida alfombra, y la silla de ruedas de mi abuela se transformó en el lugar más disputado, como si fuera el trono desde el cual se vería mejor aquel milagro tecnológico.

Mi abuela Josefina, que sufría parálisis en las piernas, ya estaba acomodada en su cama, sentada sobre almohadones como una reina en su corte. A su alrededor pululábamos todos, apiñados frente al televisor recién adquirido, con los rostros iluminados por una mezcla de emoción y nerviosismo que hacía brillar nuestros ojos más que la pantalla misma.

Mi padre, con la gravedad de un científico a punto de hacer un descubrimiento trascendental, giró el dial. Estática. Otro giro. Más estática. La impaciencia comenzaba a crecer en nosotros como una ola, pero de repente, entre la nieve electrónica, como un náufrago emergiendo de la bruma, apareció una imagen. Borrosa al principio, luego más nítida, como si el tiempo y el espacio se ajustaran para permitirnos ver.

Eran unos muñequitos saltimbanquis que peleaban dando saltos. La familia contuvo el aliento, maravillada ante el milagro que ocurría en aquella habitación. 

Algunos, presuntuosamente, nos las dábamos de entendidos, pues en el Cusco y en Lima ya habíamos visto televisión, pero nada nos había preparado para tener aquel portal mágico en nuestra propia casa.

Las más sorprendidas eran Exaltación y Agripina, las nanas de mis hermanos pequeños. Sus ojos, grandes como platos, reflejaban las imágenes en movimiento. Una de ellas, con una mezcla de asombro y escepticismo, exclamó “¡Mula eh!”, cuando vio a Ultraman derribando de una patada voladora a tres pillos.

Durante algunas horas, viajamos a otras realidades sin movernos de nuestros lugares, como chamanes en trance. Vimos una telenovela melodramática llena de llantos que hizo suspirar a las mujeres y aburrirnos a los hombres,luego, las noticias nos conectaron a la realidad nacional, y por último, reímos con algunas payasadas que nos recordaron que, a pesar de toda la tecnología, seguíamos siendo humanos que disfrutaban de la simple alegría.

El pop corn, como blancas flores de sabor, circuló entre nosotros como ofrenda a este nuevo dios electrónico. El aroma a mantequilla y sal se mezcló con el olor a ozono que emanaba del televisor, creando una atmósfera única que quedaría grabada en nuestra memoria.

De pronto, como si el hechizo se rompiera, volvió la bulla y los puntos negros y blancos en la pantalla, señalando el fin de la transmisión. Nos miramos unos a otros, como despertando de un sueño colectivo, con la certeza de que nada volvería a ser igual.

La televisión cambió nuestras vidas de manera profunda e irreversible. Las noches ya no serían las mismas, las conversaciones girarían en torno a lo visto en la pantalla, y nuestras aspiraciones y sueños se verían influenciados por aquellas imágenes que nos conectaban con un mundo más amplio.

Ni de lejos imaginábamos cómo las pantallas iban a cambiar el mundo, convirtiéndose en ventanas a realidades infinitas y, con el tiempo, en espejos que reflejarían no solo lo que éramos, sino lo que podríamos llegar a ser.

Aquella noche, en el cuarto de la abuela Josefina, no solo llegó la televisión a Abancay; llegó el futuro, y nosotros fuimos sus primeros testigos, maravillados e inocentes, ante el umbral de una nueva era.

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2 com.

Carlos Bueno 28/06/2024 - 1:55 pm

Emotivo relato ,a muchos nos recuerda ese salto cualitativo en nuestras vidas,los libros y revistas pasaron a segundo plano.

Respuesta
Carlos Antonio Casas Suárez 28/06/2024 - 3:50 pm

Gracias por comentar Carlos. Efectivamente fue un gran salto, Y eso que solo fue televisión en blanco y negro, después vendría la televisión a color y mucho después las computadoras y el internet. Hoy las pantallas parecen dominar el mundo

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