LA VERDADERA BELLEZA: REGRESO A CLASES

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Reinicio

Cuando los alumnos ingresaron al aula impregnada del aroma a tiza y la mixtura de papeles viejos y cuadernos nuevos, los niños evocaron momentos pasados. Para algunos eran buenos, pero para otros no lo eran tanto.

Regresaban al colegio después de las vacaciones, algunos apenados y otros ilusionados.

La maestra, una mujer de mirada bondadosa, luego de darles una calurosa bienvenida, les propuso como tarea especial para ese primer día: componer una poesía que retratara sus vivencias vacacionales.

Todos se pusieron a ellos y tras un tiempo prudencial, la maestra preguntó:

—¿Ya terminaron?

Marco, hijo de una de las familias más acaudaladas del pueblo, fue el primero en alzar la mano con entusiasmo. 

—¿Quieres leerla, Marquito?

— Claro que sí, maestra —respondió Marco. Se plantó frente a la clase y comenzó a recitar con voz impostada, cómo le había visto hacer a papá:

«En la gran ciudad estuve yo,  

edificios de cristal y acero vi.

Juguetes y libros me compraron,

por calles bonitas paseamos, 

Comimos ricos helados

y al cine varias veces entramos.

Visitamos parques y zoológicos,

Y en avión fuimos  y regresamos.

Al próximo año volveremos

Y les vuelvo a contar lo que encontremos.»

Los versos fluían de sus labios como un río de palabras, narrando las maravillas de la ciudad, despertando la admiración y la envidia de muchos. Al terminar, un aplauso resonó en el salón, halagando su composición urbana.

—A ver jóvenes, ¿quién sigue? —preguntó la profesora, luego de felicitar calurosamente a Marco.

Nadie se atrevía a seguir después de tan grandilocuente poema.

La maestra paseaba la mirada por los rostros hasta que vio a Hernán, un muchacho de cabellos hirsutos, rostro tostado por el sol y mirada soñadora. Permanecía ajeno, a lo que sucedía en clase, observando por la ventana algo que llamaba su atención.

—Hernán —lo llamó la maestra, mas él no respondió, absorto en sus cavilaciones.

Fastidiada por su falta de atención, la mujer levantó la voz y le pidió que leyera su poema, a modo de escarmiento por estar distraído en clase. 

Hernán se encaminó al frente, y sonriente se paró frente a sus compañeros.

—¿Y tu cuaderno, hijo? —inquirió ella— dónde está tu composición.

—Mi mamá me prometió comprarme cuadernos este fin de semana —respondió con humildad— pero tengo la composición aquí — agregó, tocándose la cabeza.

La maestra suspiró.

—A ver, te escuchamos —dijo la profesora

Hernán asintió, y su voz adquirió un tono sublime, como si transmitiera los secretos del viento:

«Al salir, la primera luz del día

al establo, con mi hermano partía

envueltos en la fresca bruma

a ordeñar la leche con espuma 

Alegres por los campos, vagábamos

muchas frutas de árboles, robábamos    

y a la sombra, escuchando pichincos

comiamos sentados… como vikingos

Y nadamos en las pozas del río

pataleando fuerte, para no sentir frío

jugando hasta que la panza rugía

y a comer en casa, lo que allí había

Por las tardes pateábamos pelota

a pata pelada, sin usar ojota,

hasta que las estrellas titilantes

nos cubrían como manto de diamantes.

Y luego de la leche con canchita

papá, contaba una historia antiguita

mamá, con un beso nos mandaba a la cama

y rezabamos al buen Dios que tanto nos ama.»

A medida que las improvisadas estrofas brotaban de sus labios, los  idílicos parajes campestres perecieron proyectarse frente a sus ojos, y cuando el último verso se desvaneció, un silencio reverente reinó en el salón. 

Luego, estalló en una ovación, aun más fervorosa que la que recibió Marco. Conmovida hasta las lágrimas, la maestra abrazó a Hernán y como premio, le obsequió un cuaderno y un lápiz.

Aquella noche, don Pancho, preguntó a su hijo Marco, a la hora de la cena.

—¿Y cómo te fue hoy día?

—¡Muy bien, padre! —respondió— Pero mis próximas vacaciones me gustaría pasarlas en el campo. 

Lo dijo plenamente convencido, pues había leído una hermosa cita que decía: 

«La belleza verdadera no se ve en las vitrinas de las galerías opulentas, ni en los desfiles de modas. La belleza verdadera se plasma en el lienzo eterno que pintan los amaneceres y ocasos con su pincel de luz, y todos los artistas citadinos se esmeran en emularla.

La belleza auténtica no mora tras los muros de frío granito, sino que florece en el regazo materno de la naturaleza.

La verdadera belleza no está en la riqueza material está en la riqueza del alma y del corazón.»

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