LAS COSQUILLAS DEL TERROR

por Jorge Ramírez Cabrera
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Reinicio

—¡Hay una fiesta!, ¡vamos! —gritaba eufórico mi hermano; movía los brazos y gesticulaba con auténtica emoción—, “¡una fiesta sorpresa!

Me levanté del suelo, donde estaba jugando, y salí raudo tras él. Mostraba tanta felicidad que no me pregunté cómo era que una fiesta infantil se hacía en horas de la noche. La posibilidad de golosinas, amigos y alegría me entusiasmó tanto, que no pensé en nada más. Él tenía once y yo diez. Tras caminar dos cuadras llegamos a la casa de un amigo; no había ningún indicio de luz, estaba a oscuras.

—No hay nadie —dije, decepcionado.

—Es una fiesta sorpresa —explicó bajando la voz, no sin emoción —, todos están adentro, tienes que entrar y te paras a un lado, cuando llegue el del cumpleaños tenemos que gritar, ¡sorpresa!

“Genial”, me dije, y traspuse la puerta que se cerró a mis espaldas. La oscuridad era tal que me sentí flotar en la nada. “Así deben sentirse los astronautas en el espacio”, pensé.

Mi hermano era alto y delgado, y yo todo lo contrario; siendo un año mayor me llevaba dos cabezas por lo menos, y yo dos barrigas a él. Cuando salíamos de aventura con los amigos y cruzábamos el río o trepábamos el cerro, siempre estaba con un ojo sobre mí. Cogía una rama, me la alcanzaba y me halaba para que soportara el cansancio, o dejaba que pusiera mi mano en su hombro, otra forma de remolcarme.

Cuando volvíamos a casa de aquellas correrías llegábamos siempre tarde, casi era noche. Mi madre nos esperaba con el corazón traspasado por la angustia y la preocupación. Al vernos llegar sanos y salvos suspiraba con alivio, pero al tiempo que el alma le volvía al cuerpo parecía que la sensatez abandonaba su cabeza; cogía lo que tuviera a mano, generalmente una rama de pisonay, y blandiéndola en alto exclamaba:

—¡¿Dónde han estado, so desgraciados?!

Mi hermano daba un paso al frente cubriéndome con su cuerpo y levantando una mano, gritaba: 

—¡Un momento, es mi culpa, él no ha hecho nada, es mi culpa!” 

Mi madre parecía haber perdido por completo la puntería, porque siempre pegaba o muy alto, o muy bajo, o muy al costado, y cuando por fin daba en el blanco era como si hubiese perdido toda su fuerza, porque el ramalazo resultaba más bien en una suave caricia sobre las nalgas de mi hermano. Nunca nos infringió dolor, pero el susto que nos metía nos quitaba las ganas de volver a llegar tarde por mucho, mucho tiempo; hasta el siguiente fin de semana por lo menos.

A todos, con excepción de los niños, nos gusta que nos asusten; todos tenemos un gustillo por el susto, el miedo e incluso el terror. Si no miremos la taquilla de las películas de este tipo, ¡santo Dios!, ¡cientos de millones al año! Por otro lado, a todos, esta vez incluidos los niños, nos gusta asustar. En mi niñez, época en la que poseía una imaginación profusa y desbocada que ya quisiera tener hoy, me asusté mucho, durante las noches, debido precisamente a esa imaginación que me desbordaba; sin embargo, esta misma hacía que mis días fueran cortos, entretenidos y emocionantes.

El patio de mi casa estaba partido en dos; una mitad de cemento y la otra de tierra. Un muro de ladrillos intercalados separaba ambos lados; al fondo, un pisonay alto y frondoso inclinaba sus ramas más bajas hasta casi tocar el suelo formando una especie de covacha, una higuera en un rincón cuyas ramas hacían fácil escalarla y algunos arbustos más. Ese espacio era mi mundo, era todo el mundo; era la selva, el mar, el desierto, las heladas montañas, las tierras lejanas llenas de fieras peligrosas y hombres malvados; era el escenario de batallas, combates y escaramuzas, y también de serios y extensos diálogos; unas veces con Toro, otras con Robin, otras leía largas cartas de mi buen amigo Yáñez; y claro, ¡romance!: siempre rescataba a la chica y me casaba con ella.

Gracias en gran parte a mi imaginación puedo decir que tuve una infancia feliz, sin duda. Pero esta me jugaba también en contra; cuando llegaba la noche mi mente elaboraba otro tipo de historias: espectros, fantasmas, monstruos y vampiros. Y no era gratuito por cierto, no. Todo provenía de los cuentos de manchachico, que es como les llamábamos a este tipo de relatos.

Algunas noches nos reuníamos todos los hermanos, primos y algunos amigos, y los mayores eran los encargados de contar y asustar a los menores, entre los que me encontraba, con historias que yo creía ciertísimas porque siempre comenzaban con, “Una vez mi abuela vio…”, “Mi tío me contó que cuando pasaba por el cementerio…”

De modo que a los siete años estaba convencido de que, durante las noches, cada rincón oscuro de la casa ocultaba un fantasma, un cura sin cabeza y cuanto espectro pudiera crear mi mente; y creaba muchos. La consecuencia de esto fue que mis padres se sorprendieron, de pronto y sin razón aparente, al encontrar mi cama mojada por las mañanas. Entonces noté un cambio en el trato que de común me dispensaban; comenzaron a prestarme más atención, a ser más permisivos que de costumbre y a darme más amor del que pudiera soportar. 

Tenía asuntos urgentes: allá en la mar embravecida mis hombres esperaban a su capitán, el corsario negro, para proceder al abordaje de una fragata inglesa. No tenía tiempo pues para arrumacos y mimos que, ante la envergadura de mis obligaciones, resultaban ridículos y triviales.

Es que no me orinaba dormido sino despierto, despierto y consciente. Ocurría que estaba absolutamente seguro de que bajo mi cama había alguien, o algo, que me cogería apenas sacara un pie fuera de las frazadas; y si superaba aquello, aún tenía por delante recorrer el pasillo, oscuro, y entrar en el baño, más oscuro todavía; todo lo cual estaba por completo fuera de lo posible. Así que soportaba hasta donde podía el dolor en la vejiga, me acercaba a un borde de la cama y aflojaba sin más, y luego al otro, para dormir lo que quedara de la noche.

Mis padres limpiaban y secaban el colchón al sol, cambiaban las sábanas a diario y yo encontraba mi cama siempre limpia y agradable al acostarme. Sin embargo, la culpa no me dejaba en paz; a esa edad ya entendía que, de algún modo, los estaba engañando. Por eso, aunque me costó mucho, logré vencer al espectro de debajo de mi cama; pero el resto ya era otra cosa, el terror a las tinieblas era insuperable. 

Una noche, mirando la oscuridad desde la puerta de mi dormitorio, sin atreverme a dar un paso y con la vejiga a punto de estallar, estuve a nada de orinar ahí mismo, parado donde estaba, cuando se abrió la puerta del dormitorio de mis padres, salió él, caminó rápido y encendió la luz del baño; corrí veloz y llegué a tiempo, justo a tiempo; luego lo miré agradecido y avergonzado, suspirando de alivio. Mi padre apagó la luz, me cogió de la mano y me llevó al medio del pasillo, se sentó en el piso y me hizo sentar a su lado.

—¿Sabes que hay en la oscuridad? —preguntó.

—¿Qué? —respondí expectante.

—Pues lo mismo que hay… cuando hay luz —Sacudí la cabeza esperando una explicación mejor.

Me llevó de vuelta al baño, encendió la luz y me enumeró todas las cosas que había en él, señalándolas una por una, la apagó y me pidió que las enumerase yo, así lo hice, sin faltar una sola y en el mismo orden.

—La oscuridad —me explicó—, es solo la falta de luz, cuando la apagamos no pasa nada, no desaparece ni aparece nada, todo sigue igual, no hay porqué tener miedo.

—¿No hay fantasmas? —pregunté un poco azorado.

—A ver —me dijo sentándose otra vez—, los forajidos y maleantes con los que luchas todos los días allá en el patio, ¿existen?

—No —contesté terminante.

—¿Y por qué no existen?

—Porque los inventé yo.

—Exacto —me dijo—, los fantasmas también los inventó alguien, así que no existen.

—¿Y los cuentos de manchachico?

—Todos los inventaron personas como tú, absolutamente todos.

Y se hizo la luz, no en el baño sino en mi cabeza; si lo decía él, por fuerza tenía que ser cierto.

—Todo aquello que no tenga lógica —continuó —, o es falso o no existe; piensa en eso —Posó su mano sobre mi cabeza —. Solo haz que esta cabecita piense más cosas bonitas y menos cosas feas, es todo lo que tienes que hacer. A dormir.

El resto de la noche no pensé en aparecidos, fantasmas o demonios; aquella noche dormí pensando en mi padre y en lo genial que era; con el último bostezo, ya casi entregado al sueño, “mañana”, me dije, “tengo que preguntarle qué cosa es lógica”.

Y con esa su forma sencilla y clara de explicarme las cosas, me hizo comprender cómo es que algo carece de lógica; aprendí a razonar; en menos de lo que tarda un pestañeo elaboraba un razonamiento lógico que me ponía a salvo de cualquier susto.

Era una lógica básica, de niño, pero lógica al fin. Perdí el miedo por completo, desobedecí a mi padre también por completo y me dediqué a pensar en cosas feas, terroríficas y por supuesto ilógicas, pero no ya asustado, sino divertido más bien.

Mi mente se hizo prolífica en la creación de historias tenebrosas, personajes aterradores y hechos inexplicables que daban miedo precisamente por inexplicables e ilógicos. Y en las noches, en los cuentos de manchachico, pasé de ser el asustado a ser el asustador.

 Siempre daba a mis historias el inicio clásico; por lo general me lo había contado una persona mayor, que además era el protagonista; eso les daba más credibilidad, las hacía más ciertas. No podrían haber imaginado siquiera, los asustados, que aquellos relatos espeluznantes salían de la cabeza de un niño que hasta hacía poco mojaba la cama.

Empecé a balancear mi cuerpo como si flotara en el espacio, esperando que el del cumpleaños llegara, pero no llegó. Quien llegó fue un esqueleto, completito de pies a cabeza.

Apareció en el fondo de la habitación caminando lentamente hacia mí, con los brazos extendidos y los huesos de las manos en forma de garras amenazadoras.

Al mismo tiempo sonaron aullidos y voces ululantes que me hubieran erizado los pelos si no elaboraba, en menos de lo que tarda un pálpito, el siguiente razonamiento: “Mi hermano me quiere y me protege, es capaz de hacerse dar una cuera de esas para que no me toquen un pelo; no tiene lógica pues que me traiga, con engaños, a un cuarto oscuro para que una calavera me coma”.

Me quedé parado y sonriendo, esperando a ver qué pasaba y emocionado de participar en el jueguito. La calavera llegó a mí y me abrazó rugiendo, su abrazo me produjo cosquillas y solté una carcajada feroz.

Se hizo la luz, y allí estaban, mi hermano y otros dos, además de la calavera que se quitó la máscara, la arrojó al suelo y salió de la habitación. Todos la siguieron. De un salto alcancé a mi hermano y al traspasar la puerta lo escuché murmurar: “Este cojudo no se asusta carajo”. 

Lo miré, estaba serio; “está enojado”, pensé, “no me hubiera reído, hubiera gritado mejor, aunque sea un gritito, pero me reí y ahora está enojado”.

Una extraña compunción me cerró la garganta, quise abrazarlo, animarlo y devolverle la alegría; pero no, no lo abracé, solo caminé a su lado, mirándolo para arriba y dándole pequeños empujoncitos con mi hombro sobre su brazo, como diciéndole: oy, Guiducha, ya pues…

FIN

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