LEALTAD QUE A VECES NO MERECEMOS

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Apena ver en las noches oscuras y frías, bajo los cielos que no pueden cubrir tanta injusticia, unos nobles animales, a veces recostados y otras caminando en busca de comida entre los basurales. Ensucian, si, molestan otras veces, pero esos pobres animales, no tienen la culpa de su abandono. En otras circunstancias, serían verdaderos poetas de la lealtad.

No hablan, pero entienden todo. No piden nada, pero lo dan todo. No guardan rencor, aunque tengan mil motivos para hacerlo. Porque un perro no olvida quién fue su manada, aunque esa manada lo haya traicionado.

Hoy queremos gritarlo sin adornos ni excusas: quien abandona a un perro comete una bajeza imperdonable, es de los peores miserables, que no merecen llamarse humanos.

Es más salvaje y cruel quien arroja un animalito a la calle, que el más fiero de los animales. Porque el animal es fiel a su instinto; el humano, en cambio, traiciona el amor y la confianza con la frialdad de quien se cree superior.

 

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No hay justificación posible para deshacerse de un ser que alguna vez confió en ti, que te cautivó con su mirada tierna y el batir de su cola cuando era cachorro.

Y sin embargo, allí están ellos, vagando por avenidas, durmiendo en rincones, comiendo basura, esquivando carros y miradas indiferentes.

Cada perro en la calle es un espejo de una sociedad que ha fallado en humanidad.

No están libres están abandonados

Un perro suelto en la calle no es libre. Está expuesto. Está perdido. Está sobreviviendo.

Y cuando muerde o asusta, no es un monstruo: es un alma herida que fue empujada a esa situación por un verdadero monstruo irresponsable.

Los accidentes, la suciedad, las molestias, no son culpa del animal. Son culpa del humano que lo tiene en la calle, lo abandonó o lo sacó sin correa.

El perro no pidió estar ahí. No pidió enfrentar solo un mundo que no comprende. Y, sin embargo, sobrevive como puede… y a veces, maravilla al mundo con su inteligencia.

Los perros de Moscú

Un estudio de científicos rusos ha revelado algo asombroso: los perros callejeros de Moscú han aprendido a usar el metro como cualquier ciudadano más. Cada mañana abordan los trenes hacia el centro de la ciudad —donde la comida es más abundante— y regresan por la noche a dormir a sus refugios en las afueras.

Eligen los vagones con menos gente. Calculan su parada por el olfato, por el sonido de los parlantes dando el nombre de la estación, por su innato sentido del tiempo. Incluso, si tienen suerte de encontrar asiento, se echan a dormir con la serenidad de quien sabe lo que hace.

En el centro, han desarrollado estrategias para conseguir su shawarma. Tras estudiarlos, espantan a los turistas vulnerables en el momento justo, buscando que dejen caer el almuerzo recién comprado. Otras veces, despliegan toda su ternura y astucia, acercandose a quienes comen en las bancas o en los restaurantes, con una mezcla de miradas dulces y quejidos suaves, sentándose erguidos o parándose en dos patitas, logrando así que algún alma buena comparta con ellos un sándwich o una caricia.

Los expertos hablan de evolución epigenética, de cambios heredados que nacen no del azar, sino de la necesidad. Estos perros no solo sobreviven: juegan, observan, eligen, conquistan. Y lo hacen sin atacar, sin hacer daño. Hasta se divierten saltando del tren en el instante en que se cierran las puertas… solo porque pueden.

¿No es esto, acaso, una lección de dignidad, resiliencia e inteligencia?

Criar dentro del hogar.

Un perro se cría dentro del hogar, no en la tienda, no en la puerta de calle ni menos en «nuestra» vereda, porque la vereda no es nuestra, es área pública, no nos pertenece.

Tenerlo en la vereda, aunque esté cerca, no está bien.

Un perro necesita calor de hogar, compañía, afecto, protección del frío, del calor, del ruido, de los peligros. Su lugar no está en la intemperie, sino junto a quienes dice amarle.

Está mal ponerle su camita y su comedero afuera. Es una forma cómoda de lavarse las manos sin asumir verdaderamente la responsabilidad de tener un animal bajo cuidado. Un perro en la calle, incluso con comida, sigue estando en riesgo, sigue siendo vulnerable, y puede ser un peligro para los peatones, no porque sea malo, sino porque puede asustarse y defenderse, pues sigue siendo un animal, por más lindo que sea.

Algo distinto es el gesto de algunos buenos samaritanos que dejan agüita fresca y comida, en un gesto de compasión, por ternura hacia esos vagabundos de la vida que no eligieron nacer ni andar solos. Sin embargo, esos buenos samaritanos, también deben preocuparse de mantener limpios esos sitios.

Quizá unas gotas de agua o un puñado de croquetas no cambien el mundo… pero sí pueden salvar el día, o la vida, de un perro abandonado.

Es triste, pero en el Perú, no hay ciudad donde no haya dejados a su suerte, muchos nobles peludos. La mayoría, son mestizos con alma de sabio, criollos que han aprendido a sortear el caos urbano con nobleza, a «torear» los carros sin más armadura que su instinto y su paciencia. Son más resistentes que muchos perros de raza. Menos propensos a enfermedades. Más adaptables. Y, sobre todo, son únicos e irrepetibles como una pintura de la vida misma.

Las razas más populares, de los perros que generalmente tienen mejor suerte, pues adornan los hogares, son : labradores, pastores alemanes, chihuahuas, cockers, huskies, schnauzers, pugs, shih tzu, pekineses y calatos peruanos. Pero ningún perro vale más que otro. Lo que cuenta es el vínculo. El compromiso. El afecto diario.

Y eso incluye: sacarlos a pasear todos los días, con correa, con paciencia, con amor.

La correa no es una cadena: es un puente de respeto entre el perro y el mundo. Lo protege de carros, de otros animales, evita molestias a las personas y miedos innecesarios. Lo cuida. Le permite caminar contigo, pero sin peligro.

¿Y cómo no querer a quién te recibe todos los días como si regresaras de la guerra?, ¡Como si no te hubiera visto en años, aunque solo hayas salido por cinco minutos a la tienda! Con esa emoción desbordada, con saltos, lengüetazos, meneos de cola y ladridos felices, el perro te recuerda que el amor no necesita explicaciones.

Una vieja leyenda urbana dice que, cuando acabe el mundo, no serán las deidades ni los sabios quienes nos estarán esperando en el más allá, lo estarán haciendo los perros que nos acompañaron en vida.

Nos mirarán, junto a todos los que fueron abandonados, traicionados, maltratados, castigados y echados. Y entonces, los que alguna vez les fallaron, no tendrán dónde esconder su vergüenza, pero los nobles animales, les moverán la cola, los mirarán con ternura y los perdonarán, pues ellos no saben de odios ni de culpas, solo saben de amor.

Porque donde hay un perro, hay almas buenas y donde hubo abandono, hubo solo miseria y cobardía.

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