LLAMICHUS Y TRUEQUE EN LAMBRAMA

Era inevitable “hacer fiesta” cuando la polvareda levantada en el camino de herradura de ingreso al pueblo y el llamativo “tilín talán” de las campanillas colgadas al cuello, anunciaban la llegada de tropillas de llamas con orejas levantadas y aretes de cintas multicolores, con predominancia blanquirroja; ojos dulces de mirada altiva, desafiante y mandíbulas partidas en permanente movimiento.

El inconfundible sonido de los farolillos colgantes nos atraía con curiosidad, como si estuviéramos atrapados bajo la magia de algún hipnotismo. Desde la ventana de los Altos, en la casa de Chacapata, que regalaba una mirada privilegiada a la huerta familiar, al río bullicioso, al Apu Chipito y sus brillos matinales, al camino de cuesta serpenteante hacia Marjuni, al cielo siempre azul; veíamos cómo las llamas, en ordenada fila, ingresaban a Lambrama, en el marco de una costumbre comercial que hermanaba a los waqrapukus con los criadores de auquénidos de las alturas, sobre los cuatro mil metros: el trueque con los tradicionales Llamichus.

Llamas de carga en las alturas de Cusco (Imagen captura de Internet)

Dependiendo de la hora del arribo de inusuales visitantes, yo dejaba el desayuno, el almuerzo o el juego para correr extasiado, junto a mis hermanos, primos o vecinos, a darles la “bienvenida” a las llamas, a los Llamichus, indios vestidos con pantalones de bayeta tipo “capri” o mayuchimpanas, chalecos tejidos de lana y botones de colores brillosos, sogas y huaracas al cuello, ojotas de cuero; y, sus mujeres ataviadas con polleras y mantas rojas, verdes, azules, ocres, teñidas con tinte natural. 

Los mirábamos con ojos de infantil curiosidad. Los sombreros, parecían conos aplastados y pegados a la cabeza. Llevaban cintillos negros o de diversos colores con huellas evidentes del largo uso y de sudores acumulados. Las mujeres, con abiertas sonrisas cariadas, portaban flores nativas en la toquilla de sus “loccostos” y aretes plateados de metal que contrastaban con enormes prendedores también de metal dorado que asían sus mantones tejidos de lana.

Las llamas cargaban, dentro de saquillos pequeños tejidos de lana, huaracas, chullos, chumpis, chuspas, alforjas, soguillas, charqui y chuño negro menudito, especiales para las sabrosas chuñolawas, que en casa eran fascinantes, a pesar del fuerte olor que este expelía e inundaba toda la cocina-comedor de Tomacucho.

Llamichus en Cotaruse, Aymaraes, Apurímac (Imagen captura de Internet)

El enorme patio delantero de la casa de don Santiago Villegas, pegado al puente de Chacapata, que une desde siempre, los barrios de Pampacalle con Chimpacalle, era uno de los centros naturales de alojamiento de los Llamichus, que se convertía en su teatro de operaciones por quince a treinta días.

Los usos que traían desde las alturas eran para realizar el trueque con maíz, trigo y cebada, que en su ambiente no produce. El maíz lambramino, caracterizado por su variedad y calidad, era el producto preferido por los Llamichus. En ocasiones las llamas viejas eran sacrificadas para su consumo y su carne para el canje con maíz.

Si el trueque no era suficiente, los Llamichus hacían de jornaleros en las cosechas de maíz en los predios de Itunez, Weqe, Huaranpata, Taribamba, Uriapo. Una lliclla de maíz era el pago por un día de trabajo. Las mujeres también participaban de las jornadas, y en muchos casos, sus hijos pequeños asistían a la escuela, como “alumnos libres”. Los niños tímidos y con mirada asustadiza, cara redonda quemada por el frío de las punas, eran blanco de bromas o de protección.

Íbamos de mirones hasta el alojamiento de los visitantes, llevándoles a escondidas azúcar y pan, que eran manjar para ellos. A cambio nos invitaban lawita y chuñofasi en puqus de madera, que degustábamos con especial gozo.

Llamas en las alturas de Arequipa (Imagen captura de Internet)

Los mistis del pueblo convencían a los Llamichus para que dejen a sus hijas o hijos adolescentes en Lambrama para que “puedan estudiar y ser alguien en la vida”. Algunos los criaban como a sus propios hijos, otros como si fueran empleados acogidos y los maltrataban, viéndose muchos de ellos obligados a huir del pueblo y regresar a las alturas.

Las llamas pastaban en las afueras de los maizales y cuando regresaban al corral del alojamiento, desfilando por las estrechas calles del pueblo, los niños se acercaban a tocar sus fibras y sentir su textura. Muchos comprobaron las advertencias: “No te acerques a la llama que te puede escupir”. En efecto, estas lanzaban un salivazo con buena puntería, causando la carcajada masiva entre los maktillos.

Al pasar los días, el interés por las llamas y los Llamichus decrecía, y solo era reavivada cuando los visitantes preparaban el regreso a casa. El maíz en grano, ensacado y las corontas arrimadas en un rincón. Entonces hacíamos patota para despedirlos y acompañarlos hasta la salida del pueblo, con el “Tilín talán” de fondo.

En la escuela, en el juego de las calles, quedaba el sinsabor de la ausencia de tan peculiares visitantes que, sin embargo, no se les olvidaba fácilmente, y quiérase o no, agregábamos un nuevo término a nuestro léxico de insultos o calificativos, que ahora entiendo, eran abiertamente racistas y discriminatorios: “Llamichu makta” o “Llamichu yanakunka”, como queriendo expresar que se trataba de un ser inferior al cholo o indio lambramino. ¿Será cosa del pasado? Espero que sí.

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