LOS AMIGOS NO SE MATAN

por Jorge Ramírez Cabrera
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Reinicio

 

           El Flaco cruzó lo que parecía haber sido en tiempos lejanos un pequeño almacén, se acercó a la ventana y levantó el celular tratando de encontrar señal; no lo consiguió. Miró hacia afuera y la intensidad luminosa le fastidió los ojos; el sol parecía ensañarse con el desértico y silencioso paisaje que se extendía, hasta donde le alcanzaba la vista. No percibió movimiento alguno y se sintió más tranquilo. Hacía mucho que nadie se aventuraba por aquellos confines: los límites de un pueblo minero abandonado décadas atrás. La vacía y destartalada construcción estaba a punto de venirse abajo debido al abandono. De pronto, un ruido apagado llamó su atención, se puso tenso y aguzó el oído.

—Vamos, mano —dijo batiendo el arma en el aire, impaciente.

—Ya va, mano —respondió Ricardo acomodando los últimos billetes en un maletín, al otro extremo del recinto. Aseguró un revolver en su cintura, se colgó la valija de un hombro y empuñó una pistola—. Listo —dijo.

            Se acercó a la puerta y la abrió un tanto, al instante un violento golpe la empujó con tanta fuerza que lo aplastó contra la pared; el flaco giró en el acto y disparó, el policía que había irrumpido disparó también, la puerta rebotó en Ricardo y se volvió a cerrar. El golpe fue duro pero se recuperó de inmediato; vio al oficial sentado en el suelo con la espalda contra la pared, sangraba de un muslo y se presionaba la herida con una mano; lo apuntó a la cara, y se contuvo, incrédulo.

—¿Tú? —preguntó.

—Sí, Richi… yo.

—!Mátalo¡ —rugió el flaco. Estaba en la misma posición que el policía pero en la pared contraria.

            Ricardo lo miró por un instante; tenía las manos presionando su cadera izquierda que empezaba a cubrirse de sangre, el arma yacía dos metros a su derecha.

—Espera, Flaco—dijo.

—No estoy para esperas, mano, esto es serio. Dispara y vámonos.

—No, no va a disparar. ¿Verdad, Richi?

—No, Miguel; a menos que sea necesario —respondió Ricardo mirando a la puerta.

—Tranquilo, amigo, vengo solo.

—Amigos… no puede ser. Solo a mí me pasan estas cosas, carajo —dijo el flaco.

            Ricardo se puso en cuclillas, recogió el arma que Miguel había dejado caer  y se levantó sin dejar de apuntarlo.

—Usa tu cinturón —le dijo, señalando la herida.

            Miguel lo ajustó alrededor de su pierna, el dolor le hizo ladear un poco la cabeza y el sol que entraba por la ventana le dio de lleno en la mejilla. Ricardo entrecerró los ojos; ahí estaba la marca; una línea algo más oscura que el resto de su piel cruzaba desde la comisura del ojo hasta la base del mentón. El tiempo había hecho una excelente labor, porque en su momento, aquella cicatriz había atormentado sus noches  durante mucho tiempo.

            Tenían diez años ambos, eran vecinos y sus madres muy amigas. Desde pequeños pasaban jugando todo el tiempo libre que les dejaba la escuela. Su lugar favorito era el desván de la casa de Miguel, en el tercer piso, donde se guardaban todo tipo de cosas que alimentaban la imaginación de los chicos. Un añoso y robusto árbol se levantaba en el jardín lateral; tan alto, que una de sus ramas casi tocaba la ventana del desván. Este era el acceso más emocionante para llegar a su lugar de juegos, pero estaba prohibido por completo.

—Subamos —insistió Ricardo—, están todos en mi casa.

—¿Y si vuelven? —preguntó Miguel mirando a la puerta de calle.

—¡Vamos, solo una vez!

—Está bien; pero rápido, Richi; no quiero que me castiguen.

            Ricardo lo seguía de cerca; en un momento estuvieron los dos arriba. Miguel se sentó en la rama que se extendía hacia la casa y con las manos en ella fue avanzando poco a poco, cogió el borde de la ventana y con un impulso cayó dentro. Ricardo intento lo mismo pero a mitad de camino la rama crujió, estiró el brazo pero ya era tarde, pegó un alarido y cayó. Miguel corrió a la ventana y miró aterrado que su amigo colgaba, un metro más abajo, de una delgada rama; comprendió que esta no resistiría mucho, corrió hacia la puerta, recordó que no había nadie en la casa y volvió a la ventana, miró hacia Ricardo, cerca suyo había una ramificación algo gruesa, calculó con cuidado y sin pensarlo más se arrojó hacia ella. En su caída atravesó el follaje sufriendo golpes y raspones, sin embargo llegó a su cometido y se aferró a él, lo rodeó con un brazo, y estirando el otro alcanzó la muñeca de Ricardo en el momento que este volvía a caer.

—¡No lo sueltes! ¡resiste, hijo! —gritó su padre que entraba en la casa.

            Atravesó el jardín y en segundos estuvo arriba, recibió a Ricardo y lo ayudó a descender, Miguel bajó tras ellos. Recién entonces Ricardo vio la terrible hendidura que atravesaba la mejilla de su amigo y la sangre que manaba de ella; no lo resistió, cerró los ojos y rompió en llanto. La mirada de Miguel era de tristeza; quiso decirle que todo estaría bien, pero no podía hablar. Cuando su padre arrancó el automóvil para llevarlo al hospital levantó una mano y le hizo adiós. Ambos sabían que nada volvería a ser igual.

            Esta herida dejó una grotesca cicatriz que trajo fuertes consecuencias psicológicas para ambos, y separó sus vidas que siguieron derroteros no solo distintos, sino además, por completo contrapuestos.

—¡Hazlo ya! —volvió a gritar el flaco tratando de llegar a su arma, el dolor se lo impedía —. Tienes que sacarme de aquí.

—No —dijo Miguel —, no cruces la línea, Richi. Dos tiendas y una agencia bancaria, casi nada. Con un buen abogado te darán cinco o seis años; con buen comportamiento y beneficios penitenciarios saldrás en dos o tres.

            Ricardo guardó silencio por varios segundos.

—¿Qué hay de él? —preguntó al cabo.

—¿Él?, tiene demasiada sangre en las manos, Richi, nunca saldrá de prisión.

—¿Negociando con policías, mano?; pues ya lo oíste, no hay nada que negociar —dijo el Flaco —; no vas a entregar a un amigo.

—Amigo. Sí, cómo no —dijo Miguel con sarcasmo —. Voy a contarte algo de tu… amigo —Hizo comillas con dos dedos; su voz era algo débil —. ¿Sabes cómo llegué hasta aquí? Fácil, seguí a la Rosa —Guardó silencio para ver la reacción de Ricardo; quedó satisfecho.

—¡Mierda, no lo escuches! ¡no lo dejes hablar, idiota!

—¡Cállate! —gritó Ricardo—. Continúa —le dijo a Miguel.

—Hace unas semanas me tomaron como apoyo en el caso, cuando vi tu nombre en el expediente investigué por mi cuenta, lo sé todo de ustedes, Richi. Estar junto a este te hace un blanco probable y no quiero que te maten, por eso estoy solo; de haber venido con un par de patrullas ambos serían historia.

—Qué romántico, el policía bueno viene a salvar a su amiguito… Es la recompensa, cincuenta mil verdes, mano, por eso viene solo. Nadie que quiere protegerte entra disparando así… despáchalo y volemos o voy a morir desangrado, mano.

—Cállate, Flaco. Te juro que saldremos de aquí en un momento, solo deja que termine.

—Mantenerse ocultos hasta que todo se calme para luego cruzar la frontera es un buen plan, pero algo tenían que comer ustedes dos, así que la seguí hasta aquí y esperé a que se fuera. Ahora… vamos más atrás, amigo. La seguí durante algunos días antes de que asaltaran la agencia bancaria. Una mañana apareció en la calle con dos hermosos pendientes, dos magníficas piezas de oro con una esmeralda de proporciones cada uno. Era demasiado, no tienes cómo hacer un regalo así —Hizo otra pausa, esta vez para tomar aire, perdía fuerzas—. Accedí al expediente del asalto a la joyería en Miraflores y, oh sorpresa, en las fotos de lo sustraído están los pendientes, pero en el video de la cámara de seguridad no apareces tú, Richi… y adivina quién sí.

            Ricardo hizo el ademán de voltear hacia el Flaco, pero se contuvo. Su rostro había enrojecido y sus ojos fulguraban. Recordó las discusiones, los desplantes, las relaciones sexuales cada vez más espaciadas… y los malditos pendientes. Ella aseguraba que los había robado a una mujer ebria en el bar, pero él sabía que nadie llevaría algo tan caro a ese sitio de mala muerte. Por último, la incongruencia cuando dijo que los había devuelto para evitar líos con él. Los devolví, fueron sus palabras. Finalmente salió tirando un portazo cuando le preguntó cómo podría haber devuelto algo que había robado.

—¡No! ¡no le creas, mano! No tuve nada que ver en eso, yo no estuve ahí… ¡vámonos ya!—suplicó el Flaco. Parecía estar a punto de desfallecer presa del dolor.

—Parece que no es por ti que se toma la molestia de traer comida a este fin del mundo —El tono de Miguel era burlón —. Vamos, te están agarrando de tonto.

            De pronto, el Flaco, haciendo un gran esfuerzo para vencer al dolor se estiró con pasmosa habilidad y llegó hasta su pistola. Al instante Ricardo se puso de rodillas haciendo que su cuerpo impidiera que los dos heridos pudieran verse del todo, y deslizó una de las pistolas que tenía en las manos hacia Miguel. Cuando el Flaco levantó su arma el policía ya tenía la suya en alto.

—¿Qué carajos haces?… ¡maldición!

—Eso —dijo Miguel—. ¿Qué carajos haces?

—Tranquilos. Ahora nadie puede dispararle a nadie, ¿de acuerdo? Si alguien lo hace ninguno saldrá vivo.

—¿Y qué va a pasar ahora, imbécil? ¿nos vamos de juerga los tres? —ironizó el Flaco.

—Estás enredando más las cosas, Richi —dijo Miguel —.A este no le importará que te maten; hazte a un lado, yo me encargo de él

—Cálmense, la idea es que nadie salga herido, ¿está bien? Ahora… esto es lo que vamos a hacer —Ricardo hizo una pausa y continuó —. Ambos van a arrojar sus armas hacia mí. Luego, Miguel, te esposas a la tubería esa, salimos, llamo de tu patrulla para que vengan a auxiliarte, y nos largamos.

—No —Miguel casi susurraba—, la policía no negocia con delincuentes, Richi.

—Y viceversa, mano —dijo el Flaco apretando los dientes.

—De acuerdo —dijo Ricardo. Sacó el revólver de su cintura, se apartó poniéndose de perfil a ambos y levantando los brazos los apuntó a los dos—. La otra opción: disparamos los tres… y nos vamos al carajo los tres.

El Flaco y el policía se apuntaban entre sí; temblando, el dedo en el gatillo, los ojos fijos en la mano armada del otro, casi no respiraban. El silencio era tal, que el solo zumbido de un insecto habría desatado una balacera.

Tras varios segundos habló Ricardo, despacio, tratando de infundir calma:

—Por lo que veo… soy el que más posibilidades tiene; así que solo bajen… sus armas.

Parpadearon, como si despertaran de un sueño tenso, y los dos al mismo tiempo, sin dejar de mirarse, retiraron el dedo del gatillo, bajaron muy despacio la pistola hasta el piso y la empujaron hacia el medio de la habitación.

—Ahora las esposas, Miguel.

—Está bien… pero controla a ese perro, Richi.

            Miguel tomó sus grilletes, se esposó una mano a la tubería que subía por la pared y ante una indicación de Ricardo arrojó las llaves hacia delante. Enseguida el Flaco avanzó gateando hacia las pistolas.

—Quieto —ordenó Ricardo y lo apuntó, acercándose.

—¿No que se estaba muriendo? —dijo Miguel.

—Si sigo vivo en este negocio no es por estúpido, maldito policía —el Flaco hablaba con autoridad—. Lo mato y nos vamos.

—Nadie va a matar a nadie —espetó Ricardo y le puso el cañón en la cabeza —. A menos que vuelvas a intentarlo.

—Está bien —dijo el Flaco cambiando de tono—, estas a cargo, debo reconocer que sabes manejar estas cosas. Solo vámonos; necesito un doctor, mano.

            El Flaco cojeaba de manera ostensible, apenas podía valerse por sí mismo. Ricardo iba detrás, con el maletín colgado de un hombo y el revólver en la cintura. Había dejado las pistolas en un rincón.

—Oye —dijo el policía. Su antiguo amigo se dio vuelta y lo miró —. Nunca te culpé, Richi —En la mirada de Miguel había la misma tristeza de años atrás. Ricardo miró al piso, no dijo palabra y salió.

            La patrulla estaba junto a la camioneta que usaban ellos, a cincuenta metros del almacén. El flaco se apoyó en la puerta del copiloto del vehículo oficial, y mientras Ricardo daba la vuelta estiró el brazo por la ventanilla, cogió el micrófono del radio y lo arrancó de un tirón.

—¡¿Qué haces?! —gritó Ricardo.

—Yo no dejo policías vivos detrás. Tienes que dejar de ser estúpido, mano.

            “Maldito”, pensó Ricardo, “mil veces maldito”. Subió tan furioso que en segundos había llegado a los cien por hora. La trocha antigua provocaba violentas sacudidas en la camioneta y esta iba dejando una densa polvareda detrás.

—Bien, mano, así se hace, cuanto más rápido mejor —dijo el Flaco con el viento contra el rostro. Su voz era débil, la caminata le había restado fuerzas—. Vamos por un doctor y luego volamos, mano.

            Ricardo no lo escuchaba, tenía los ojos fijos en la trocha mientras en su cabeza daban vueltas, una y otra vez, las mismas palabras: Rosa, cincuenta mil verdes, los devolví, te están agarrando de tonto, nunca te culpé… Al rato dos de ellas quedaron girando insistentes en su mente: los devolví… nunca te culpé… los devolví… Sus manos se crisparon sobre el volante, entrecerró los ojos para abrirlos de golpe al tiempo que pisaba el freno con fuerza. El Flaco se dio contra el parabrisas, la camioneta derrapó y quedó en sentido contrario al que se dirigían.

—¡¿Qué haces?!… ¡¿qué diablos te pasa?!… —gritó el Flaco tomándose la herida, doblado en dos.

            Ricardo bajó, fue hacia atrás, buscó en la tolva un maletín, lo abrió, lo puso de cabeza y lo sacudió en el aire. Cayeron ropa, útiles de aseo, una libreta, y entre todo ello, dos destellos verdes que se tomaron una eternidad en llegar al suelo. Desde ahí lo miraban como haciéndole guiños burlones. Fue hacia el Flaco, abrió la puerta, lo tomó de las solapas y lo sacó del vehículo.

—Maldito desgraciado —le dijo, lo arrojó a un costado del camino y volvió al timón.

—Espera… no me dejes… si me dejas voy a morir, mano… ¡estamos en medio de la nada!… vamos… ¡los amigos no se matan, mano!

—¡Así es, Flaco, por eso vuelvo! —gritó Ricardo, y aceleró a fondo.

Fin

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