LOS “CAMAYOC” DE LA ANTIGUA LAMBRAMA

Lambrama y el recuerdo de una costumbre que garantizaba los sombríos. 

Lambrama años sesenta, setenta del siglo pasado. La organización comunal, como en otros pueblos y comarcas de la Sierra, era un distintivo que destacaba y ponía en posición elevada a sus pobladores y autoridades. El respeto entre los propios y ajenos primaba como rictus de especial marca. Cada uno sabía de sus deberes y obligaciones.

Un pueblo predominantemente agrícola y ganadero -ambas actividades de subsistencia- sabía que la propiedad personal o familiar era sagrada, intocable. Del resultado de su trabajo en las chacras y los jatus, dependía en gran medida el sostenimiento de la familia. Había que ser muy celoso de lo que la familia tenía.

En ese entender, las autoridades comunales con el Gobernador a la cabeza -que muchas veces excedía su posición personal en abusos contra los lugareños – y el presidente de la Comunidad, en atención a los acuerdos de la Asamblea Comunal, se preocupaban por la buena marcha de las siembras de maíz y cereales en los valles, como en los laymes dedicados al cultivo de tubérculos como papa, oca y ollucos.

La seguridad e integridad de las sementeras diseminadas en las inmediaciones del pueblo, que podrían ser invadidas por vacas, caballos y cabras de crianzas de los propios vecinos, haciendo daño en los cultivos, debían ser custodiadas o vigiladas por los propios lambraminos.

Para ello designaban hombres jóvenes y adultos de reconocida cualidad de respeto, seriedad y transparencia, para que cumplan el delicado papel de Camayoc o vigilante; nominación que los acercaba a los milenarios Camayoc de la época Inca, como los Quipucamayoc (Contadores), Taripacamayoc (Jueces), Hampicamayoc (curanderos), etc.

El animal que era ubicado infraganti haciendo daño en una chacra de maíz, trigo, cebada, papa u otro cultivo, era llevado por el Camayoc hasta el coso municipal, un corralón con puertas y llave que se encontraba en lo que hoy se levanta el complejo del municipio distrital. 

El dueño del animal debía pagar una multa por el valor del daño estimado para liberar al dañino, acatando una tarifa que era determinada por los propios Camayoc y el tasador municipal. Generalmente se acordaba con el propietario afectado para que en la cosecha reciba el justiprecio en el mismo producto. El municipio, la autoridad comunal y el Gobernador, con auxilio de la Guardia Civil, hoy Policía Nacional, se encargaban de hacer los registros correspondientes.

Recuerdo que don Laureano, mi señor padre, tenía una mula de ensillar tremendamente caprichosa y terca, además de fuerte, dócil y servicial, que estando en los botaderos de los pastizales de Uriapo, Cuncahuacho, Tanccama, Taribamba, hasta donde la llevábamos junto a su fiel acompañante, un ichur o burro gris de mediana estatura, se daba la maña de regresar hasta Luntiapo y saltando la verja de paqpas y chilcas, ingresaba a la chacra de la tía Viviana, para comer a su antojo maíz tierno.

La astuta cuadrúpeda después de darse un festín durante la noche regresaba por sus propios pasos hasta los botaderos donde la encontrábamos en la madrugada. El daño estaba hecho y las huellas delataban a Tragaleguas, como se llamaba la mula, por lo que Viviana, llegaba a casa para quejarse con Laureano. En retribución, en la cosecha de la chacra contigua que era de mi padre, la tía Viviana cosechaba los surcos de maíz chulpi acordados.

Cuando algunas veces, la mula caía en el coso municipal, con amigos de la escuela fiscal, le alcanzábamos hojas de cuaderno, chala seca o pasto encontrados en la calle. Tragaleguas, estiraba su largo pescuezo y recibía el fiambre con una mueca que semejaba una sonrisa. Grande, Tragaleguas que acompañó a la familia Gómez por varios años, nos visita en esta nota de recuerdo.

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