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En Abancay, ciudad de cerros azules y corazones ardientes, donde la lluvia no moja, sino fecunda, hubo una vez un pueblo que no pedía favores, sino justicia. Pedía educación. Pedía para sus hijos lo que a ellos les negaron generación tras generación: una universidad. No para las élites, no para el acomodo limeño ni la tecnocracia extranjera. Una universidad propia, sembrada en tierra propia, para los hijos del maíz, de la tiza y el andamio.
Durante cinco años, Abancay fue tambor de lucha. Sus calles vieron marchar a campesinos con ojotas y bandera, a maestras que salían del aula directo al mitin, a vendedoras que cerraban su puesto para levantar la voz. Vieron a los abogados del pueblo, a los estudiantes sin aulas, al pueblo entero convertido en uno solo: una voz que decía “¡educación para nuestros hijos!”.
Querían una universidad pública, porque sabían que la sabiduría no debe venderse. Pero les dieron una privada. Y aunque dolió, no se rindieron. Entendieron que, a veces, hay que tomar lo que se tiene y volverlo arma del pueblo. Así, entre carteles humildes, discursos fieros y noches sin descanso, nació en Abancay la Universidad Tecnológica de los Andes.
Y lo que nació aquí, hoy da frutos en todo Apurímac.
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Porque esa semilla sembrada con sacrificio en la capital del departamento se volvió árbol generoso. La UTEA se abrió paso por provincias y distritos. Llegó a pueblos donde antes no llegaba ni el eco de una universidad. Hoy, jóvenes de Chincheros, Cotabambas, Grau, Aymaraes y Antabamba estudian, trabajan, sueñan. Hoy, miles de hijos de Apurímac caminan con el libro en la mano y la esperanza en la frente.
Cada 7 de junio, no celebremos solamente una fecha de promulgación de una ley. Conmemoremos una gesta. Porque no fue un regalo, no fue fácil. Se nos dijo que el pueblo no debía educarse, que la educación era peligro. Tenían razón. Un pueblo que estudia no se arrodilla.
Feliz día, querida UTEA.
Fuiste hija de la lucha, y hoy eres madre de profesionales.