LOS VEINTE AÑOS DE KILKO

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En los años de mi niñez me jactaba de ser un hombrecito muy útil en mi casa, porque ayudaba a mi padres en mis quehaceres. como es costumbre muy antigua entre nosotros los indios. Cómo me gustaba estar junto a las vacas, tan gordas y finas. cuidarlas y pastearlas desde temprano, en que los cerros se vestían de rojo. hasta el anochecer, con mi huaraca de colores y siempre silbando los últimos huaynos que los cholos cantaban por las noches. Ya tarde, y cansado muchas veces. volvía al hogar y me tendía en un rincón del corredor de nuestra linda casa. Si. linda para mí y para muchos, al fondo de una arboleda de alisos. hecha de adobes y paja de Ias punas, con un canchón de alfalfa, chacras de maiz y una huerta amplia y bien cuidada de duraznos, y qué duraznos; blanquillos, melocotones y abridores.

En ciertos días de la semana subía a los eucaliptos a hurgar los nidos de las torcazas y desde lo alto contemplaba, alegre y orgulloso. todo lo nuestro. y veía también que las demás casas del ayllu no igualaban a la nuestra.

A medida que iba creciendo, y ya me daba mejor cuenta de las flores. eso de vivir significaba la felicidad de estar confundido con las gentes, en esas reuniones del pueblo, para sembrar. cosechar y trillar; y jugar como locos en los carnavales en que los más grandes seguían a las cholas y sujetando sus manos y sus piernas las pintaban con anilina.

–Cuando seas grande y sepas trabajar –me decía mi padre– ésta nuestra propiedad, será más extensa. Compraremos más chacras y construirás más habitaciones, ya no de paja, sino de tejas como las casas del pueblo…

Las palabras me sabian tan a miel que las saboreaba todos los dias, esperando hacerlas realidad. Pensaba y soñaba. Sí, yo sabria trabajar y extender nuestro dominio y aumentar las vacas, comprar toros de raza en las ferias y montar en buenos caballos de paso como los hacendados. Empecé, entonces, a poner mayor empeño en mis quehaceres, y, mientras mi padre se ausentaba, me levantaba más temprano y no dejaba para el otro día nada por hacer. Eramos felices. Las trojes llenas de maiz y papas, el corral con gallinas y madrugadores gallos y todas 1as mañanas leche espumosa y caliente en los baldes. En nuestra casa se respiraba la dulce paz aldeana y hasta nuestro corazón llegaban las torcazas con sus arrullos y las chaiñas con sus trinos.

Extraído de «Prosas del Ande» – Guillermo Viladegut Ferrufino – IRAL – Abancay 1992

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