LUCES Y SOMBRAS

Algunas tardes, cuando el horizonte vital se oscurece, suelo “encerrarme” en la azotea de mi casa. Tomar distancia de las cosas ayuda a pensar. Es un buen ejercicio para el alma.
Hoy es lunes. Está atardeciendo. Las palmeras del parque Ocampo y las de la Plaza de Armas abanican el ambiente abanquino. A mí frente, un cable de luz parte el horizonte; mientras los fierros de construcción del edificio que se levanta se “clavan” en el cielo gris.

Por su lado, el sol, en complicidad con las nubes, está jugando al paka-paka, ocultándose entre el Ampay y el Qorawiri, deja tras de sí un cielo pintado de rojos vivos, baña de carmesíes las blondas paredes de la Catedral…
También el Quisapata se está desdibujando. Viene el manto oscuro de la noche. El instante es acompasado por melodías de una banda de música de un colegio cercano. Los niños que merodean por la plaza denotan su inocente felicidad…

Por la mañana, a eso de las diez, un hombre joven viene a cuestionarme sobre su fracaso en el amor.
—Explíqueme: ¿Por qué sufren los buenos, los humildes y los inocentes; mientras los malvados lo pasan perfectamente? ¿Por qué Dios permite que suceda eso, o acaso todo es mentira y pura invención de los curas para narcotizar al pueblo?—. Yo intento denotar serenidad, pero por dentro me estoy enfadando… El buen hombre está peleado con Dios, y me trata con amargura, como si yo fuera el culpable de sus fracasos.
—No tengo palabras para decirte algo. También yo me pregunto, por ese “¿por qué?”. Prometo orar por ti. —atino a decirle.

Al mediodía, una mujer joven, más enferma del alma que del cuerpo, cuenta que ya ha acudido a hospitales y clínicas y nadie ha podido sanarla. Sin mirarme, habla sin parar y cuenta que, finalmente, un brujo le ha prometido sanarla, a condición de que venda su alma al diablo.
—Dejaré de ser yo misma, moriré; mi cuerpo será ocupado por otro ser. Ese cambio de suerte lo está haciendo mi papá, en un cerro que sólo él conoce. Lo que pasa es que mi abuelo era brujo. Su novia se llamaba “piedra”. Yo también me llamo así… Mi abuelo murió asesinado por otro brujo enemigo, y la maldición ha caído sobre mí… Tengo que vender mi alma al diablo…
Le argumento que sería el peor error de su vida, que no lo hiciera. Quedo lelo, sin saber qué decir y prometo orar por ella.

Hacia las dos de la tarde, me dirijo al templo a bendecir una boda. Bajo las gradas, saludo a un conocido, tal como lo he hecho en estos cinco años:
—¡Amigo, ¿qué haces en la “estación”?! (la llaman así los adultos mayores que vienen a sentarse en el asiento junto a las ventanas del despacho) —Pero el hombre está en sus días malos. No me recibe el saludo.
—¡De usted tenía buena consideración, pero ahora se me ha caído! ¡¿Entiende o no entiende?! —Me espeta con rabia. “Debe estar con tragos” —pienso.
Y, mientras espero que el semáforo se ponga en verde, recibo dos golpes en la espalda.
—¡Corrupto de m! —Me insulta.
La gente voltea para ver ¿qué está pasando?.
Me ruborizo asustado. Sin entender nada, encojo los hombros, asustado, atravieso calle y entro a la Catedral.

Durante la ceremonia, no logro concentrarme. “¡Corrupto de m!” —me lo repetía a mí mismo—. Sí, tiene razón el joven: “Nací culpable, pecador me concibió mi madre” (Salmo 50,7); pues, si alguno dice que no tiene pecado, es un mentiroso (Cf. 1 Juan 1,8-10). Yo sí, he ofendido mucho a Dios y al prójimo…

A las cinco, llaman del Hospital. Hay que atender a un recién nacido, ya desahuciado. En neonatología, voy a la incubadora donde agoniza el bebé. Mojo el pulgar derecho y le bautizo: “José, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. La ceremonia es breve. La joven mamá llora desconsolada. Intento decirle algo. Recuerdo a Mamá decir que la muerte de un niño —aunque duela tanto y no entendamos nada— es una bendición.
—Tu hijo se va de este mundo, sin haber cometido maldad alguna; mientras los adultos mentimos, engañamos y cometemos tantos pecados… ¡Animo, tu hijo —cuando se muera— se irá directo a los brazos del Padre eterno; será tu ángel de la guarda…
—¡Necesito que me dé un abrazo! —Y nos abrazamos con los demás parientes más y oramos juntos: “Señor tú sabes más, hágase tu voluntad”.
—¡Por qué Dios me hace esto! ¡Por qué, por qué…! —Repite la joven mamá. Y me retiro.

Vuelto a casa, “voy a descansar”, me digo, pero hallo mensajes de Whatsapp. Ahora es cerca de la Caída. Es una mujer joven y está muriéndose. De su bello rostro y cuello no quedan sino hinchazones cancerosas que la están matando. Las heridas supuran y huelen. Me dan arcadas, felizmente me contengo. La confieso y le administro la Unción de Enfermos…
—¿Puedes orar por mí? —le pido, suplicante. Y ella me da un like con la mano izquierda, como los hacemos en el “Me gusta” del Facebook.
Y regreso a casa.
En pocos minutos darán las once de la noche. La ciudad está sumida en silencio.
—¡Dios mío: ¿tienes algo que decirme? ¿o también te callas, como siempre?!
¿O acaso estoy desvariando, como un imbécil?
En la azotea, la noche es oscura…

Mañana, con su poderosa luz, el sol relucirá pintando el mundo de millones de colores y matices. ¡Todo será muy hermoso!
En mi caso, cuanta más luz reciba —como es normal— más sombras echaré…

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